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Un disparate delicioso y terrorífico

Un disparate delicioso y terrorífico

 

Desembarqué en la literatura de terror muy pronto, como a los ocho o nueve años. Descubrí el género gracias a los libros de Pesadillas, aquellas novelitas juveniles de R. L. Stine que triunfaron urbi et orbi en los 90. Las historias molaban, me entretenían lo suyo, aunque no me daban ningún miedo —en realidad, lo que más me gustaba de cada tomo era la ilustración de la portada, que firmaba Tim Jacobus—. Mi cuerpo no tardó en pedirme más salsa, o sea, más sangre, más violencia y, sobre todo, más misterio. Andaba, digamos, hambriento de incomodidad lectora. Así que empecé a frecuentar otras estanterías de la sección de libros del E. Leclerc de Ciudad Real —a todo esto, desconozco si se mantiene—. Me llamaron la atención unos volúmenes rojos de un tal Stephen King. Eran tochacos, algunos rondaban las mil páginas, carecían de dibujos y tenían la letra muy, muy pequeñita. Sin embargo, cada vez que iba al citado supermercado, perdía el tiempo leyendo sus tramas, que me parecían fascinantes. En cierta ocasión, agarré uno, le rogué a mi madre que me lo comprara y ésta accedió. Se trataba del extraordinario Cementerio de animales. No pasé de la página 70. ¡Estaba acojonado vivo! ¿Quería sangre, violencia y misterio? Pues el escritor de Maine me dio no dos tazas, sino 70 veces siete.

"El reciente La casa de la noche, de Jo Nesbø, me ha recordado algo a los libros de Pesadillas y no poco a muchos de King"

El reciente La casa de la noche, de Jo Nesbø, me ha recordado algo a los libros de Pesadillas y no poco a muchos de King. La primera novela de terror del superventas noruego posee un andamiaje sólido, un desarrollo imprevisible —no tanto en su tercera y última parte— y una narración tremendamente eficaz. La historia es un disparate paranoico, adictivo y, sobre todo, muy divertido. Aquí, el creador del detective Harry Hole prescinde del noir y nos ubica en Ballantyne, un pueblo remoto e insulso donde un chaval de catorce años, Richard Elauved, le pide a Tom, un compañero de clase tartamudo, que haga una broma telefónica. El muchacho marca un número al azar, el de un fulano llamado Imu Jonasson. Acto seguido, en una escena que parece sacada del universo de La Torre Oscura, el auricular lo devora. Más bien, lo sorbe, “igual que esos insectos que inyectan en su presa una sustancia que la deshace hasta convertirla en una especie de batido”.

"La casa de la noche es un artefacto literario muy disfrutable, solvente y que hará las delicias de los lectores de King"

A Richard, que vive con sus tíos por eso de que sus padres murieron en un incendio, no le cree ni Dios, salvo su amiga Karen, “la loca de la clase. Y la más lista”. Al poco del episodio de la cabina antropófaga, el protagonista queda con otro chaval que, tras una discusión, se acaba convirtiendo en una cigarra Magicicada. El relato crece de forma descarada, salvaje y festiva y concluye… en falso: cada tercio de la novela explica y, a la vez, desmonta el anterior. Además, hay homenajes explícitos a La metamorfosis de Kafka y a El señor de las moscas, de William Golding. Un poema de Edgar Allan Poe, “Un sueño en un sueño”, es clave para entender de qué va la vaina: “Cuanto parecemos y vemos / sólo es un sueño dentro de otro sueño”. Diría, aunque igual es sólo cosa mía, que la segunda parte bebe, cuando menos, parcialmente, de La máscara de la Muerte Roja —cuento, por cierto, que también inspiró a King en El resplandor—. En definitiva, La casa de la noche es un artefacto literario muy disfrutable, solvente y que hará las delicias de los lectores de King y, quizá, de aquellos niños pretéritos que descubrimos el terror con los libros de Pesadillas.

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