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Un drama siciliano, de Fernando Schwartz

Un drama siciliano, de Fernando Schwartz

A continuación reproducimos Un drama siciliano, un cuento de Fernando Schwartz, diplomático, comunicador y autor de El desencuentro (Premio Planeta de Novela 1996) y Que vaya Meneses (2019).

A Giovannino Guareschi

Un mediodía de julio, Coriolano Montessori se encontraba sentado en la umbría terraza de su hotel preferido, el San Domenico en Taormina. Por entre la cascada de buganvillas moradas y rojas que lo protegían del sol, distinguía la forma rectangular de la piscina de viejas baldosas azules; cuatro o cinco huéspedes, ninguno ya demasiado joven, nadaban con perezosa languidez en sus aguas transparentes. Más allá de la piscina se divisaba la parte baja del jardín, con su césped meticulosamente circunscrito por parterres de flores y rodeado de cipreses y rosales. Debió de ser otrora huerto del antiguo convento que un avispado industrial amante de las cosas bellas convirtió, en algún momento de la belle époque, en hotel de lujo para refugio de príncipes, cantantes de ópera, millonarios del norte, grandes damas del teatro, reyes del vermouth y celebérrimos playboys. Todavía hoy, avanzada la estación, se alojan en él con ocasión del festival de cine algunos renombrados directores de cine de ensayo, algunos actores, algunas rutilantes estrellas ya algo ajadas.

Al fondo, el jardín se cerraba sobre una barandilla de hierro forjado, desde la que podía contemplarse un vertiginoso panorama de rocas, playas y mar y, a lo lejos, sobre la colina de la izquierda, las ruinas del anfiteatro griego dominando la urbe.

Las mesas del comedor de la terraza, cubiertas por blanquísimos manteles del más fino algodón de Egipto, eran atendidas por ancianos camareros de impecable chaqueta blanca y corbata negra, que iban de un lado a otro arrastrando los pies y acarreando fuentes y platos, vinos y viandas con celoso sigilo. Apenas si podía oírse el tintinear de un vaso contra otro o el de un tenedor al ser posado en el plato.

Entre los comensales del día destacaban clientes sobre todo extranjeros, en su mayoría rubios teutones y valkirias algo pasadas de edad y peso o, todo lo más, ingleses de cierta distinción y obvios medios de fortuna (suficientes para la voluminosa cuenta que como norma propinan al incauto estos establecimientos meridionales) y un matrimonio maduro de franceses que no paraban de hablar, beber vino tinto y comer queso. Entre esta anodina muchedumbre noreuropea sólo destacaba la pareja sentada en la mesa contigua a la ocupada por  Coriolano Montessori.

Interesante pareja.

Por un lado, más que un ser humano con el que hubiera podido mantenerse un discurso racional y un comercio inteligente, el hombre parecía un sólido armario de caoba: grande, cuadrado, de toscas manos y vestido por completo de negro, en su enorme cabeza destacaban sus pequeños ojos, negros y duros como canicas, y un peinado rígidamente estirado con brillantina. El pelo, por cierto, no era muy abundante y dejaba al descubierto extensas zonas de cuero cabelludo de tonalidad ocre  salpicado de grandes manchas y lunares; la cabellera, sin duda negra en origen, ahora lucía los reflejos medio cobrizos medio morados de un mal tinte. Los mofletes cetrinos y muy bien rasurados, las cejas espesas y también teñidas, la papada dura y un gesto cruel en las comisuras de los labios acababan componiendo un rostro truculento, en el que, sin embargo, algo no funcionaba correctamente, como si en el momento de desempeñar su papel de malo (de película barata), al actor le hubieran fallado los recursos de malevolencia previstos en el método del Actors’ studio y sólo hubiera sido capaz de aplicar los del patetismo. Cualquier incauto habría interpretado lo ridículo de aquellas facciones como una invitación a la mofa; pero un observador más precavido, como Coriolano por ejemplo, habría leído en tan cómicos aunque amenazantes rasgos un consejo formal contrario a cualquier tentación de liviandad. A juzgar por la deferencia con que lo trataba el maître, además, el tipo debía de ser alguien de peso, un potentado importante, pensó Coriolano, que se sentaba en la mesa contigua en la misma posición que el capo mafia, pero algo más atrás que él. Sobre el mantel, al alcance de la mano del siniestro personaje había un teléfono móvil que vibraba a intervalos regulares y que era indefectiblemente contestado por él con un seco “parla!”, “habla”. Luego se enfrascaba en una breve conversación que más parecía un catálogo de órdenes que otra cosa, colgaba y seguía engullendo como si nada pasara.

En cambio, ¡en cambio, señoras y señores!, la mujer que ocupaba el asiento enfrente de ambos, de Coriolano Montessori en su mesa y de quien era (por evidentes razones de proximidad e indiferencia mutua) su marido en la que éste compartía con ella, ¡ah señores!, era una criatura completa, total y absolutamente divina, una matrona arrebatadora, de una sensualidad tan terrenal y prometedora de infinitos disfrutes, que Coriolano se supo enamorado de golpe y sin remedio. Nada de una de esas modelos anoréxicas de interminables piernas y tetillas como huevos fritos. No, no: aquí nos encontrábamos frente a la auténtica esposa patricia de un auténtico senador romano. Diosa de la voluptuosidad, Venus surgida del mar. La hipérbole no admitía moderación.

Y en ese instante, enfrentado con aquel espectáculo carnal, Coriolano Montessori hubiera dado la vida (y no sabía lo cerca que habría estado de ello de haber atendido a su impulso) por estrechar a la criatura en sus brazos y besar sus jugosos labios y esconder la cara en aquellos magníficos pechos, que parecían sostenerse en el aire sólo gracias a algún milagro de la naturaleza y a una suavísima y elástica estructura muscular (y, con alguna probabilidad, a un wonderbra). En verdad, Coriolano Montessori hubiera jurado que todo el cuerpo de aquella mujer estaba hecho de un delicado alabastro apenas  recubierto por una finísima capa de blanca epidermis.

Cualquier idiota habría afirmado sin más precisiones que ella también vestía de negro, lo que hubiera sido tan descriptivo de su indumentaria como decir que, al andar, Marilyn Monroe se movía con cierto garbo. Todos los detalles de su indumentaria, desde las medias negras de seda con costura hasta la blusa de manga corta y pronunciado escote, pasando por la amplia falda de lunares negros y blancos y el ancho cinturón que circunscribía el mínimo talle y realzaba las ampulosas caderas; estaban pensados para acentuar la sensualidad de aquella mujer, que otro observador menos artista habría descrito como algo entradita en carnes.

Coriolano comprendió enseguida que se enfrentaba por primera vez en su vida a una irresistible fémina de proporciones bíblicas. Preso de locura, allí mismo le habría declarado su amor, sin importarle tener incluso que hincar la rodilla en tierra para hacerlo y arriesgar la ira homicida del marido. Se sintió anonadado, vencido, lánguidos sus miembros, recorridas de escalofríos deliciosos sus extremidades.

¡Ah, pero qué mujer! Una gran mata de pelo azabache enmarcaba una delicada y sensual cara en la que resaltaban los negros ojos, inmensos y almendrados. La boca roja, que contrastaba con la blancura de la piel. El cuello interminable y blanquísimo, una columna de mármol en la que las venas de la garganta dibujaban sinuosas vetas azules, descendía hasta perderse en el escote de la blusa. Sólo perturbaba su vertiginosa caída el inicio de las dos suaves curvaturas de los pechos que, como las olas en un mar tropical al rizarse lánguidamente sobre la blanca arena, cambiaban de forma, se abombaban o se deslizaban de forma arrebatadora hacia un lado y otro con el más mínimo movimiento de los brazos u hombros de su dueña.

Coriolano se dio cuenta de que se había quedado inmóvil con un trozo de pan untado de mantequilla levantado a medio camino entre el plato y la boca. Para recuperar la compostura, parpadeó varias veces, sacudió la cabeza confuso y avergonzado, se introdujo el pan en la boca y procedió a morderse muy severamente el carrillo derecho. “¡Ay!”, exclamó.

Hasta entonces la mujer, pese a estar sentada casi directamente frente a él, ni por un momento lo había mirado o había siquiera hecho indicación alguna de haberse percatado de su presencia o del sainete que el bueno de Coriolano representaba. Al contrario, mantenía la vista fija en su marido mientras él contestaba al teléfono móvil con sequedad, le dirigía breves palabras o engullía la comida que le habían servido. Aquella modestia subyugó a Montessori más que si su nueva amada le hubiera dirigido alguna señal provocadora, una invitación disimulada aunque directa. Tuvo el sentimiento inequívoco de que los mensajes de discreta pero inconfundible coquetería le llegarían a su debido tiempo.

Cuando Coriolano había ocupado su asiento, la pareja consumía una gran fuente de mejillones al vapor, de los que la Venus incandescente liquidó dos docenas sin perder el aliento y con la ayuda de dos vasos de vino tinto. Para Coriolano, cuyos hábitos gastronómicos eran más bien parcos, aquel plato de mejillones habría sido pitanza más que suficiente para el almuerzo y hasta casi para el resto del día. Caramba, pensó, sí que comen con apetito. Y mientras el maître rellenaba con devoción los vasos de vino de ambos comensales, otro camarero retiró la fuente de mejillones vacía y cambió los platos de la pareja para servirles, aventuró Coriolano, un buen postre. Pues no. Un cocinero ataviado con los paramentos de uso en un émulo de Escoffier apareció entonces portando sendos platos, en cada uno de los cuales había una más que generosa porción de espagueti con tomate; un ayudante lo acompañaba portando un gran recipiente de plata rebosante de queso parmesán rallado y otro también lleno de hojas de albahaca fresca, por lo que pudieran preferir uno y otro comensal como acompañamiento.

El capo mafia cerró entonces con displicencia la tapa de su teléfono móvil, cogió un  tenedor y con la misma mano, indicó a su esposa que debía empezar a comer. Por primera vez (Montessori estaba ¡por fin! seguro), su amada levantó los ojos con timidez y lo miró ¡a él! con un leve parpadeo. Fue como si las plumas de seda del ala de un arcángel hubieran rozado sus mejillas. Creyó morir de calentura. Le pareció obvio que ella, mujer de gustos exquisitos y refinados hábitos, tenía que sentirse a disgusto con aquella exhibición algo obscena de gula y que, muda de vergüenza, le presentaba sus excusas. Luego, su amada bajó la mirada y se dispuso a comer el formidable plato de pasta que, cubierto de queso rallado, tenía delante. Lo hizo sin que se le mancharan los labios; solo de vez en cuando se limpiaba sin necesidad las comisuras de la boca con la servilleta de blanquísimo hilo.

Bien, pensó Coriolano, esto se acaba aquí. Pues no: consumidas con buen apetito las dos gigantescas raciones de espagueti, y mientras el maître descorchaba una nueva botella de vino con la solemnidad de quien maneja algo muy caro, un camarero retiró los dos platos de pasta vacíos y los cambió por otros para servirles esta vez sí, aventuró Coriolano, un buen postre. Pues otra vez no. Otro de los camareros, moviéndose con aspavientos teatrales, hizo su entrada en el comedor portando una humeante sartén en las manos; en ella cabían malamente dos enormes chuletas recubiertas de tomate y queso. Ambas fueron servidas a los comensales, no sin que antes les añadieran una sabrosa guarnición de patatas, berenjenas y pimientos.

Fue entonces cuando a Coriolano le llegó la segunda mirada furtiva, esta vez más lánguida y sostenida. Casi simultáneamente, su amada seccionó un buen trozo de carne y se lo metió en la boca como si fuera la cosa más natural del mundo. Entonces, Coriolano comprendió que, lejos de ceder a la gula o de que ello pudiera atribuirse a un apetito vulgar y desmedido, la Diosa masticaba demostrando un discreto sentido de lo apropiado. Para que su marido no quedara en mal lugar, se entiende.

La tercera mirada, llegó con la tercera botella de vino y los ravioli di ricotta, y la cuarta (acompañada de una llamada muda e insistente, visible en el aleteo de los párpados que Montessori no supo ya si atribuir a la concupiscencia o todavía al pudor), con los quesos. Cuando por fin, el camarero trajo dos platos de tiramisú, y mientras el marido levantaba con impaciencia el tono de su diatriba telefónica contra un pobre desgraciado (cuyas piernas, Coriolano estaba seguro, sufrirían pronto algún infausto accidente) y le recriminaba no haber llamado la atención de otro (que sin duda moriría en breve plazo) por haber o no haber hecho algo, ella por fin alzó la mirada con franqueza y la clavó con aire de súplica en los ojos de Coriolano. Éste pensó que iba a perder el sentido y, para cubrir su confuso estado de ánimo, bebió un gran sorbo de agua mineral.

Se secó los labios con la servilleta y, olvidada toda prudencia, estaba a punto de levantarse y acercarse a la mesa contigua con cualquier excusa anodina, cuando su rival, infame marido de su amada, se puso de pronto rígido, como si hubiera percibido una racha de mal viento azotándole los riñones y, apoyando las manos en los brazos de su butaquita, se giró con una lentitud que encerraba mayor amenaza que si le hubiera apuntado con dos revólveres. Miró fijamente a  Coriolano durante un rato interminable en el que éste estuvo varias veces a punto de desmayarse; luego debió de decidir que no merecía la pena mandarlo matar, porque volvió a darse la vuelta como si tal cosa y murmuró unas palabras en dialecto, que su esposa escuchó imperturbable con la mirada baja.

Durante unos segundos,  Coriolano sopesó la conveniencia de un acto de valentía, de una manifestación de arrojo. De hecho llegó a ponerse en pie. Titubeó apenas un momento y después, colocándose de costado para pasar por entre las dos mesas sin tropezar, hizo una inclinación de cabeza lo bastante vaga como para que nadie pudiera interpretar intención amatoria alguna y salió, andando con apresuramiento aunque no sin grave dignidad, hacia la piscina.

Cruzó por detrás de la alberca, pasó al jardín y anduvo con paso rápido hacia el fondo de él. Su turbación era tanta que ni siquiera se detuvo a mirar su panorama favorito en el mundo entero: la ancha bahía ahí abajo con el rocoso promontorio al fondo y dos o tres megayates meciéndose apaciblemente en las aguas azules del Mediterráneo.

Sacudió la cabeza con desánimo, torció hacia la izquierda y subió los pocos peldaños que le llevaban al nivel superior del enorme jardín. Andando por entre cipreses y buganvilla, se acercó al gran muro encalado de la fachada posterior del hotel. (Un muro rajado, aquí y allá, por profundas grietas cubiertas de trepadoras multicolores que daban al lujo un aspecto algo descuidado;  Coriolano nunca había decidido si la razón de tan incierto aire de abandono estaba en la indolencia buscada de un confort decadente o en la simple falta de dinero). (Bah, simple falta de dinero, se dijo, ahora que sus ánimos estaban por los suelos). Dos jardineros ya mayores se movían con lentitud por los caminos de tierra y grava que zigzagueaban entre los cipreses hasta llegar a las palmeras de fuste interminable que delimitaban el parque; y con sendas azadas desviaban agua de un hoyo sembrado de azaleas a otro sembrado de rosales, a otro sembrado de lirios, margaritas y petunias.

Con desánimo creciente, y pese a que la canícula de este mediodía de julio desaconsejaba acudir a espacios cerrados, Montessori decidió refugiarse en su habitación del primer piso del hotel a reflexionar sobre el mejor camino a seguir para dar rienda suelta a su concupiscencia y coronar con éxito sus voluptuosos planes de conquista sin por ello jugarse la vida: cierto, estaba dispuesto a correr algún riesgo pero la idea de perder las dos rodillas o, en el peor de los casos, la misma vida tras una horrible sesión de tortura a manos del armario de caoba, le parecía excesiva. La sabiduría, se dijo, se encuentra en un punto intermedio entre el arrojo irreflexivo y el exceso de prudencia. La cuestión era encontrar este punto medio entre dos extremos en verdad dramáticamente alejados, pues, mientras su pasión lo empujaba a regresar a la terraza del comedor y abalanzarse sobre la espléndida señora de sus sueños tras haber apuñalado al marido, la prudencia le aconsejaba hacer las maletas y salir corriendo hacia otro lugar cualquiera del planeta.

Empujó las grandes contraventanas del balcón de su suite e inmediatamente le azotó la cara una vaharada de calor casi insoportable. En fin, qué puede esperarse de una tarde del mes de julio en Taormina. Apoyó las manos en la barandilla, giró la cara hacia la derecha y, por encima de las altísimas palmeras, pudo divisar el cono humeante del Etna allá a lo lejos, dominando el paisaje de toda la gran bahía. Tengo que volver a pintar acuarelas, se dijo.

—¡Eh!— oyó que lo interpelaban desde su izquierda. Con un respingo, se dio la vuelta y, no sin gran susto, vio que el balcón de al lado estaba ocupado por su vecino de mesa que lo miraba con feroz atención mientras mordisqueaba un palillo.

Coriolano se señaló con su dedo índice. “¿Es a mí?”, preguntó con tono dubitativo. La contestación más importante de su breve vida y le salía un gallo horroroso. Carraspeó y tragó saliva.

—No, —contestó el marido ofendido levantando los ojos al cielo— es a la palmera. Además de petimetre, —refunfuñó— este hombre es idiota. ¡Claro que es a usted, hombre! ¿A cuánta más gente ve colgando de la fachada?

—No, a ninguna. —contestó en tono conciliador. Por el momento, pensó.— ¿Qué se le ofrece?

—Usted y yo tenemos que tener una conversación cara a cara, no en dos balcones como si fuéramos un par de damiselas. —Para Coriolano aquella frase era la cosa más amenazadora que jamás había oído. Nunca lo sabría pero su antagonista tenía gran debilidad por las películas americanas de gángsteres y conocía de memoria gran parte de los diálogos de algunas de las más célebres.

—Claro, cuando usted quiera. ¿Qué le parece mañana a la hora del aperitivo?

—Usted me está tomando el pelo. ¿Me está usted tomando el pelo?

—No señor, no.

—Pues se diría que sí. Dígame, ¿tengo cara de imbécil?

—No señor, no.

—Entonces no me diga cosas de las que se pueda arrepentir después, ¿de acuerdo? ¿OK?

– Sí, señor, sí.

—Respeto. Eso es lo que me debe demostrar usted. El respeto adecuado, no ya a mí que soy un tipo normal y sencillo, sino a lo que represento y a mi familia. ¿OK? —Coriolano asintió vigorosamente rogando al cielo que por ‘familia’ aquel bestia no se estuviera refiriendo a su propia esposa, en cuyo caso la situación se complicaba por momentos. El mafioso suspiró con exagerada paciencia.— Volvamos a empezar, entonces. Un cara a cara es lo que usted necesita conmigo, si sabe lo que le conviene.

—Sí señor.

—Pues salga al pasillo ahora. —Pero antes de que nuestro amigo llegara a desaparecer en el interior de su habitación, añadió:— Eh.  —Coriolano se detuvo en seco.— Usted y yo vamos a ser muy buenos amigos, ¿eh? ¿OK? Nos vamos a llevar bien, ¿eh? —Y sonrió. El comillo derecho era de oro. Se llevó la mano a la boca y, cogiendo el palillo con el pulgar y el índice (y levantando el meñique como si estuviera sujetando una copa de licor) lo llevó a la otra comisura.

Cuando, habiendo dado un prudente paso hacia delante, se encontró en el gran pasillo de techo abovedado, Coriolano cerró la puerta de su habitación con exagerado sigilo, como si con ello, pudiera evitar el cataclismo, y se quedó pegado a ella. La puerta contigua fue abierta con decisión y de la habitación salieron, por este orden, un enorme gorila vestido de negro que llevaba puestas unas gafas de sol reflectantes (útiles para coronar el Everest, poco útiles para la penumbra de un pasillo de hotel en verano) y que miró de modo truculento a derecha e izquierda; otro guardaespaldas cuyas medidas eran superiores a las de su compañero y que en dos pasos alcanzó a nuestro aterrado protagonista; un niño regordete de una docena de años de edad, una niña tal vez de diez u once años, ésta francamente gorda, y el marido ofendido.

—Tú, —dijo, señalando al pobre Montessori— vamos.

—¿Es éste? —preguntó el niño.

—¿Es éste? —preguntó la niña, ya con ostensible desprecio (le pareció a Coriolano).

—Silencio —dijo el padre— Vamos. —Y agarró por el brazo a Coriolano con una familiaridad en verdad preocupante, como si hubieran sido los mejores amigos del mundo cuando, en realidad, la impresión más exacta de aquella pareja era la de un verdugo chaparro y fuerte, vestido de riguroso luto, llevándose a un condenado al patíbulo.

—Yo, en realidad —dijo Coriolano con gran prudencia (las cosas incómodas cuanto antes se afronten, mejor), como quien maneja un explosivo— nunca quise ofenderlo a usted dando la sensación de que cortejaba a su esposa…

—¿Cómo mi esposa? —rugió el ofendido cónyuge— ¡No es mi esposa! Pero como si lo fuera, porque si usted se atrevió a mirarla pensando que lo era, la ofensa… la… la falta del respeto debido… es más grave que… que… ¡ah, bah! Luigino —dijo dirigiéndose al más grande de los dos animales que lo protegían, —no pierdas de vista a este asesino de mi honor y a la menor falta de respeto, lo ejecutas como a un perro.

—Sí, don Calógero —dijo el tal Luigino, mirando a Coriolano como si se tratara de una mosca a la que se va a aplastar de un manotazo, que era lo que habría de ocurrir con toda probabilidad en los próximos minutos.

—Tienes suerte —continuó don Calógero como si tal cosa— Si Gina llega a ser mi esposa, ya estarías muerto, aquí mismo, sobre esta alfombra…

—Yo… yo… —balbució Montessori.

—¡Silencio! —bramó don Calógero.

—Silencio, silencio —canturrearon los dos asquerosos niños, haciendo pequeñas cabriolas delante de la fúnebre procesión que avanzaba pasillo adelante con el paso cansino de un cortejo que conduce al ajusticiable a la horca.

—Niños —les reconvino su padre— Tranquilos… estaros quietecitos. Por cierto que tampoco son mis hijos, por si tuvieras alguna duda y para que queden claras las cosas entre nosotros. Son hijos de Gina, mi hermana, sí mi hermana. Es mi hermana, ¿te enteras? Sólo por eso estás aún vivo. Por eso y porque te voy a hacer una oferta que no vas a poder rechazar. ¡No me interrumpas! —rugió ante el tímido gesto de excusa del atribulado joven. Y después le pasó el pesado brazo por encima del hombro y lo agarró cariñosamente por el cuello, sacudiéndolo como si se tratara de un frutal maduro— La vida, querido Corandano Moretone, te llamas Corandano Moretone, ¿verdad?…

—En realidad es Coriolano.

—Bueno, es lo mismo. Te llamaré CM. No me interrumpas más, que nadie está pidiendo tu opinión. La vida, te decía, querido CM, tiene a veces casualidades que parecen enviadas directamente por la mismísima Virgen de los Deseos con la intercesión de San Pancracio. ¿Por qué?, me preguntarás. Luigino, dile  a los niños que se estén quietos…

—Niños, estaros quietos que el tío se enfada —El niño hizo una pedorreta sonora y salió corriendo pasillo adelante.

—Son la luz de mis ojos —dijo don Calógero suspirando y mirándolos con ternura— En cuanto estés con ellos un par de minutos te parecerá que son como hijos tuyos….  —sacudió la cabezota— A lo que vamos: arriba en la piscina, cuando estábamos comiendo, me di cuenta de que tanto Gina como tú sentíais —hizo un gesto circular con las manos— una gran atracción el uno por el otro.— Coriolano levantó una mano con ánimo de matizar, pero don Calógero le dio unas palmaditas en la mejilla y continuó:— Que sí, CM, que sí… Eres bueno… muy bueno…  —Le agarró la cara entre las manos— Que no me interrumpas. Luigino, dile que no me interrumpa.

—No interrumpa usted al jefe.

—En cuanto vi cómo os mirabais, comprendí que aquí hay historia, hay… historia, vamos, tú me entiendes, historia a la vista, como si dijéramos. —sonrió— Estos sobrinos míos necesitan un padre, CM. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Un padre es una cosa muy delicada, merecedora de gran respeto, muy importante en la vida de una criatura indefensa…

—Pero perdón —interrumpió Coriolano —estos niños… ¿no tienen ya un padre?

—¿Tú no respetas nada o qué? ¿Cómo no van a tener un padre? ¿No sabes más que insultar? O sea, que tú crees que yo, Calógero Buonazzi, ¿voy a permitir que mi hermana, una mujer honrada, conciba y dé a luz a dos niños sin estar casada?

—¡No, no! Dios me libre. Pero dígame, si los niños tienen padre, ¿para qué necesitan otro?

—A lo mejor no eres tan bueno, CM. Pero, en fin. ¡Los niños no tienen padre, porque el padre, mi amado cuñado Vittorio, murió hace un año! ¿Comprendes o te lo tengo que explicar?

—Vaya, lo siento.

—Yo no. El muy sinvergüenza. Se acostaba con la criada y con la señorita de los niños. Al mismo tiempo. Si eso no es promiscuidad y deshonor, que venga Dios y lo vea. —Miró con cuidado a derecha e izquierda y bajó la voz—: Yo mismo le di el tiro de gracia mientras Luigino lo sujetaba para que no salpicara la alfombra. —Coriolano tragó saliva. Don Calógero abrió los brazos—: eh, una mancha en el honor es una mancha en el honor.

Coriolano Montessori, pálido como el mármol, había quedado inmóvil en medio del pasillo, incapaz de reaccionar. Don Calógero lo miró de arriba abajo inclinando la cabeza.

—Bah, menos mal que hemos resuelto la situación, ¿verdad? Ahora puedo confiar en ti. Los niños volverán a tener un padre, mi hermana dejará de gimotear todo el santo día y todos quedaremos en paz. Después, para hacer las cosas como es debido, te presentaré a Gina formalmente, que es lo que interesa, y podréis empezar todas esas tonterías de cortejaros, pediros la mano, preparar la boda, hablar con el cura… Eso sí, CM, hasta después del matrimonio nada ¿eh? Ni se te ocurra deshonrar a mi hermana. Luigino, tú no te separas de mi hermana hasta después de la boda.

—No me separo don Calógero, no —dijo Luigino dedicando a CM una mirada asesina.

Coriolano, que ahora temblaba como una hoja, negó con énfasis cualquier posibilidad de conducta deshonesta haciendo grandes aspavientos para indicar de modo gráfico lo serio de sus intenciones respecto de Gina.

Lo cierto es que el amor, en los momentos más delicados de la existencia, es un capullo frágil. Es preciso cuidarlo, no permitir que nada estorbe su floración y, menos que nada, una situación de inesperada violencia. ¡Ah, pobre Coriolano! Él, que unos minutos antes habría estado dispuesto a morir por su amada, comprendió de pronto, ¡él, milanés de toda la vida!, que había en la conducta de aquellas gentes meridionales un grado muy peligroso de crueldad despiadada. ¿Cómo podía aceptar asociarse con personas de esta calaña?

Hay que decir que, dadas las circunstancias, reaccionó con extraordinaria rapidez e inventiva.

Sonrió (una sonrisa que le habría valido un Oscar en cualquier producción de Hollywood) y dijo frotándose las manos (otro Oscar al disimulo, puesto que era bien cierto que le temblaban muchísimo): “Magnífico. Magnífico”, repitió, ya que la primera vez había resultado inaudible, “entonces, si no le importa don Calógero…”

—Llámame don Caló, es más familiar. Al fin y al cabo seremos cuñados pronto.

—Sí. Don Caló. Bien. Si no le importa, entonces, me voy a ir a mi habitación a ducharme y a cambiarme para estar listo a la hora del aperitivo. ¿Dónde quedamos citados? ¿En el bar?

Don Caló hizo repetidos gestos afirmativos. “En el bar. Muy romántico, sí. En el bar, a las seis. Este, diría yo, es el principio de una buena amistad, ¿verdad?”. Guardó silencio unos segundos y, tras darse la vuelta, echó a andar levantando el dedo índice y agitándolo para darse la razón. “Eres bueno, sí”. Luigino, el otro guardaespaldas y los niños se miraron entre ellos. Luigino se encogió de hombros y siguió a su jefe en dirección a la suite. La niña, esta vez, soltó una sonora pedorreta y todos desaparecieron en el interior del apartamento, menos el niño que, antes de hacerlo, se acercó corriendo a Coriolano y le propinó un fuerte punterazo en la espinilla seguido de un palmo de narices.

Coriolano tardó exactamente tres minutos y catorce segundos en recoger su pasaporte, su billete de avión, su cartera y su teléfono móvil y en salir con el máximo sigilo de su cuarto (habrían sido menos de no haber perdido treinta preciosos segundos en perseguir infructuosamente al niño para darle su merecido). Atrás dejaba sus dos maletas de Louis Vuitton, tres excelentes trajes del mejor algodón, una chaqueta de seda cruda, media docena de camisas de seda y cuatro pares de zapatos; lo daba por bien empleado. Ya tendría ocasión de reclamarlo todo a la dirección del establecimiento

Bajó la gran escalinata como alma que llevara el diablo, salió al patio de coches circular del hotel y se perdió en la muchedumbre de turistas y locales que deambulaban a esa hora.

En el mismo momento en que CM desaparecía en dirección a la plazuela de la iglesia, don Caló y Luigino se asomaban por el portalón de entrada del gran hotel.

Don Caló se metió las manos en los bolsillos y dejó escapar el profundo suspiro que sólo puede permitirse un verdadero conocedor del carácter humano. “Se ha ido, ¿eh?”, dijo. “Ah Luigino, las cosas que hay que decir y hacer para que un lechuguino lave el honor de tu hermana sin que quede arruinado el ambiente de familia. Ya no queda honestidad en el mundo”.

—Eh sí, don Caló.

—¿Conque tú sujetabas al marido para que yo lo rematara, eh?

—Eh sí, don Caló.

—Una imagen convincente, ¿eh? ¿Qué se puede esperar de un cuñado que tropieza en el balcón cuando huye de la habitación de la señorita de los niños y cae al borde de la piscina? Siempre me pareció un idiota, que Dios lo tenga en su gloria, ¿eh Luigino?

—Eh sí, don Caló.

—Recuérdame que tenemos que encargar una misa solemne en la catedral para el aniversario. En fin… Pensé que este nuevo lechuguino podía valer. Blando, asustadizo y romántico. Pero demasiado miedoso. No entiendo por qué me ven como un ogro. No lo entiendo, Luigino.

—Eh sí, don Caló.

—Y dile a los niños que es muy divertido pero que dejen de espantarme a los candidatos de su mamá.

—Eh sí, don Caló.

Después de todo, Coriolano Montessori acabó cambiándose el nombre. Ahora se llama Pedrito. También se ha teñido el pelo de rubio y tiene una enamorada española cuyo marido acaba de salir del armario. Mucho menos peligroso que la pasión siciliana en bruto.

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