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Un futuro para Marsé

Un futuro para Marsé

La muerte de Juan Marsé ha destapado un enorme caudal de obituarios escritos por aquellos que lo conocieron, que compartieron espacios con él y asistieron al proceso mediante el cual se convirtió en uno de los narradores fundamentales de la segunda mitad del siglo XX en España. Con la ingenua intención de desplazar el foco del pasado —que se nos presenta siempre oscuro, por inasible—, giramos la mirada hacia el futuro de la mano de cinco jóvenes autores para quienes la sombra de Marsé flota levemente, no como algo propio sino como algo rescatado, como algo con la capacidad de sobrevivir. También el futuro es una cosa inaprensible, pero es difícil pensarlo en términos de muerte; es difícil pensarlo lejos de la luz. Y convenía bañar de luz el recuerdo de Juan Marsé.

¿Y ahora, qué se hace?, de Abraham Guerrero Tenorio

Me enteré de la muerte de Juan Marsé cuando venía del entierro de mi abuela. En lo primero que pensé fue en Maruja, la inocente víctima amorosa del Pijoaparte, y precisamente me acordé de ella porque la veía como una sombra similar a la que debió de ser mi abuela en su juventud, siempre dedicada a las comodidades ajenas. Cuando murió mi abuela, reflexioné que con ella murió también mi infancia, y con Marsé, mi adolescencia. Es un tópico, pero no deja de ser curioso que los personajes literarios que descubrimos y nos impresionaron en nuestra efervescencia lectora crezcan con nosotros como nosotros crecimos con nuestros padres, nuestras mascotas, nuestra abuela. Cuando me desencanto con la izquierda, pienso en Teresa; cuando hablo con mis amigos de las historias que inventábamos cuando pequeños, pienso en Java, Sarnita, Mingo y sus aventis. Si de Juan Marsé se dice que reflejó como nadie la Barcelona obrera de posguerra, yo puedo decir que a través de mi abuela imaginé como nadie lo que debió de ser la violencia indirecta que la Dictadura ejerció sobre las mujeres andaluzas, apegadas al luto como el sol al campo. Las historias de Marsé me enseñaron que la ironía es el arte más crudo para abofetear la conciencia; las de mi abuela que a pesar de que hayas visto morir a un hijo y a tu marido con tan solo cincuenta años, amar la vida te hará sobrevivir y dignificar la muerte. Quién sabe por qué murieron los dos el mismo fin de semana, una a los 89 años, otro a los 87. Una se llevó mi infancia y otro mi adolescencia y, como en aquel verso de Alba Flores Robla, solo me queda la resignación de decirme: ahora no sé qué tengo que hacer / cómo se sigue.

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Abraham Guerrero Tenorio (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1987) es filólogo y poeta, autor del poemario Los días perros (La Isla de Siltolá, 2018).

Primeras tardes con Teresa, de Carlos Catena Cózar

El otro día, también con ocasión de la muerte de Marsé, un amigo me decía que querría no haber leído Últimas tardes con Teresa para hacerlo ahora por primera vez, desde la edad adulta y con una mayor consciencia, para poder verdaderamente apreciarlo. Yo, en cambio, me siento agradecido de haberlo descubierto a mis tiernos diecinueve años, en mi tierno primer desamor, en los tiernos últimos días de un verano. El Pijoaparte fue para mí una suerte de Holden Caulfield, alguien que te acompaña, que incorporas a tu acervo y que, no sin cierta vergüenza, deseas. Y con Teresa empecé a intuir algo que luego aprendería del feminismo y el pensamiento no europeo: que todo es cuestión de privilegio, espacio y voces. De la novela queda para siempre la fiesta —de la juventud— que se acaba, que magistralmente abre el libro. Marsé ha muerto y todos nos hemos girado intuitivamente para mirar a sus personajes. Creo que ese es su mayor logro, o simplemente lo que yo más admiro. Teresa le rompió el corazón al Pijoaparte, pero también se lo romperá para siempre a todo aquel que lea el libro. La obra de Marsé, es decir, sus manos, han dado forma a nuestra emoción colectiva y política. Es un recuerdo de juventud tan propio y único como el primer beso o la primera manifestación.

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Carlos Catena Cózar (Jaén, 1995) es traductor, intérprete y poeta, autor del poemario Los días hábiles (Hiperión, 2019).

Si te dicen que caí en una ficción, de Lorena Vilches Robledillo

Cuando Juan Marsé empezó a escribir Si te dicen que caí no pensó en la censura ni en los lectores, sino en los jóvenes de la posguerra que, como él, pasaron hambre, miedo y frío. En las vidas de los miembros de su generación, la de nuestros abuelos y bisabuelos, la ficción desempeñó un papel muy importante, como en las de los muchachos de la obra de Marsé. Entre tebeos y aventis, sus personajes creaban una fantasía a la que se aferraban para evadir la realidad. Pero, ¿hasta qué punto se aleja esta ficción de la verdad?

Cuando la propia vida se pone en duda, sentimos la necesidad de protegernos a nosotros mismos y encontrar pequeños momentos que nos brinden la ilusión de sentirnos libres. Esta mitificación de la realidad, por tanto, no es algo que se haya quedado en el pasado, es más, se resignifica constantemente. Incluso las calles que se describen en Si te dicen que caí, a pesar de su estado de indigencia, podrían suponer una fantasía a la que agarrarse para un lector contemporáneo que lea la obra en cuarentena, cuando no tiene acceso físicamente a ningún otro paisaje y su vida está en pausa.

Una de las funciones de la literatura es la de proporcionarnos un marco para sobrevivir, un oasis mental cuyo horizonte puede confundirse con el de la realidad. Del mismo modo, nunca sabremos si el recuerdo de los niños es real o si se trata de una ficción creada a partir de sus lecturas, pues en la obra se permite, también, confundir la memoria de lo real y de lo ficticio.

Margo Glantz explica que «lo escrito no solo se inscribe sobre el papel, sino también sobre el cuerpo», y lo cierto es que la obra de Marsé consigue transmitir una verdad que trasciende las páginas y afecta de diferentes maneras a los distintos cuerpos que la leen: a los que vivieron la posguerra, por reavivar el recuerdo; a los que llegamos después, por permitirnos viajar.

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Lorena Vilches Robledillo (Palamós, 1998) es filóloga y parte del comité organizador del festival de poesía Otro modo de ser. Su línea de investigación académica se centra en la relación entre el lenguaje poético y los soportes digitales.

Un pequeño montón, de Guillermo Marco Remón

Juan Marsé se había configurado en mi cabeza como un clásico de biblioteca de padre.  Por ello, no sé si por matar a ese padre o madre o simplemente ignorarlos, leí tarde sus libros. Últimas tardes con Teresa pasó muchos años olvidada en la biblioteca de casa, mientras yo me entregaba a otras lecturas de adultos que se leen de joven. Lo que me hizo llegar a él no fue tanto mi afán de letraherido sino una pequeña manía. Por entonces, elegía mis lecturas mediante el simple criterio de si me daba pena que la edición se deteriorarse en mis viajes de autobús hacia la universidad; mi mochila soltaba unas virutas negras que terminaban ensuciando las páginas y desluciendo las portadas. Así, acudía a la Cuesta de Moyano y buscaba libros entretenidos y resistentes. Si te dicen que caí apareció entre los montones. Marsé, aún vivo, llevaba años enfrentado a la eternidad. No solo en los libros de texto de secundaria o calles con su nombre: es de esos clásicos cuyas obras se venden en todas las librerías de viejo. Al coger el libro, lees la contraportada como se lee la de alguien que no sabes si murió ayer o hace muchos años, porque ya se encuentra en la eternidad del montón de tres euros. Su seriedad –se veía en el retrato de la solapa– acrecentaba la sensación de monumento vivo.

No sé si porque la leí en el autobús con la atención dispersa, recuerdo confusamente Si te dicen que caí. Sobre todo, me queda la impresión de un aventis sobre una prostituta; se quitaba la ropa dolorosamente “como si estuviera arrancando la piel”, metáfora que se selló en mi mente como un ejemplo de la compleja relación que hay entre las imágenes, la moral y el conocimiento. Quizá la confusión partía no tanto del estilo sino de que yo, recién caído en el mundo, no podía aceptar (y, por lo tanto, comprender) la realidad que motivaba ese tipo de crudezas.

Últimas tardes con Teresa me inspiró un sentimiento de piedad sincera hacia Marujita. Su timidez de sirvienta y su buen humor se confunden con ignorancia y excesiva complacencia. El narrador así la describe. Pero en sus intervenciones se contempla una inteligente sensibilidad y una bondad espontánea, que parte de las ganas de ser querida. Yo, hasta casi el final la novela, no tenía mucha simpatía por el Pijoaparte: su malhumor se disuelve en el amor de Teresa y no en el de Marujita. En las escenas más románticas entre los dos protagonistas, no podía dejar de pensar: pobre Marujita. No obstante, era un personaje necesario para la composición del mito que representan Manolo y Teresa. Su relación se va construyendo con la intimidad de un amor de verano, eterno hasta septiembre, cuyo desenlace llega desazonadamente como llega el frío de otoño. Al menos, nos queda el recuerdo de escenas tan hermosas como esta: después de una mañana juntos en la playa, Teresa presenta a Manolo ante sus presuntuosos amigos universitarios:

Teresa se sentó entre Luis y Jaime. Manolo quedaba ahora frente a ella, que dijo:

—¿Te has quedado con los cigarrillos, cariño?

Luis torció el cuello. Manolo sacó el paquete de Chester, que arrojó sobre la mesa; cayeron unos granitos de arena y Teresa, sonriendo extrañamente, mientras miraba a Manolo, los juntó con la mano hasta formar un pequeño montón que dejó en el centro: un monumento público erigido a su intimidad.

El hecho de revivir en estos términos los personajes, incluso más allá de los juicios del narrador, es una prueba del gran talento de Marsé. Los personajes se emancipan de él, y la forma, aunque a veces compleja, desaparece de la lectura consciente. Un fondo y forma siameses que, de separarlos, moriría la verdad de la historia. Marsé era un narrador con una capacidad extraordinaria para transmitir atmósferas y psicologías, un don imaginativo para eso que llamamos, en un vago intento definición, realismo.

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Guillermo Marco Remón (Madrid, 1997) es investigador en Inteligencia Artificial y poeta, autor del poemario Otras nubes (Rialp, 2019).

Un verde archipiélago, de Julia Viejo

Dicen que ocurrió en una verbena, pero ese año las habían prohibido todas. Caminaba de la mano de una desconocida demasiado rubia, demasiado cansada, hacia un coche demasiado caro, bajo el cielo de un barrio donde no se veían nunca las estrellas. Dicen que llevaba medio arrancados los botones de la camisa y hasta arriba de polvo los zapatos, recién arreglados en el taller del primo de un amigo. Los llevó el jueves por la tarde y solo le pidió al zapatero que por favor crujieran. Que los zapatos de los de San Gervasio siempre crujen, igual que sus billetes, en cambio los de la gente del Carmelo son blandos como butifarras. Estaba obsesionado con el tacto de la burguesía y hacía de todo dispuesto a emularlo. Dicen que el vino le desordenó los pasos y acabó enredado en una historia, mitad verdad, mitad invento, con la rubia desconocida. Que habían bailado juntos con los pies pegados al suelo de confeti. Que la orquesta les dedicó una canción mientras un vecino en calzoncillos gritaba improperios desde la ventana a eso de las cuatro de la madrugada. Que un empleado del ayuntamiento plegó la última silla donde ella se había sentado, exhausta, al terminarse la música. Eso dicen. Otros dicen que nunca se miraron. Que miraban al frente por los resquicios del futuro que tenían delante y que en ningún caso sería compartido. Solo había una cosa en la que todos los testigos coincidían: un poco antes del amanecer se desató una corriente por toda la calle, de esas que anuncian las tragedias de verano, y levantó el lecho de confeti alrededor de los dos, formando un huracán de papelitos que los envolvió durante unos segundos. Cuando cesó el torbellino él ya no estaba. La desconocida miró a todos lados, y al no encontrarlo se subió al Floride blanco con la mirada borrosa, y desapareció también cuesta arriba con un rugido de motor. Todavía tenía algunos papelitos enredados en el pelo. O al menos eso dicen.

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Julia Viejo Sánchez (Madrid, 1991) es librera y ha desempeñado labores de edición y traducción. En 2018 publicó un relato en la antología Cuadernos de medusa (Amor de Madre Ed.), y en 2021 se editará su primer libro.

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