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Un hijo extranjero, de Eduardo Berti

Un hijo extranjero, de Eduardo Berti

Tiempo después de publicar la novela Un padre extranjero, Eduardo Berti recibe un correo inesperado: unas fotocopias del legajo que su padre, nacido en Rumania, presentó en el año 1950 para obtener la nacionalidad argentina. Ahí figuran todos o casi todos los datos que su padre ocultó o alteró tras su emigración a Argentina, incluidos algunos secretos que se llevó con él a la tumba: su verdadero apellido, su verdadera fecha de nacimiento, el nombre del barco que lo transportó de Europa a América justo antes de la Segunda Guerra Mundial y la fecha exacta en la que ese barco llegó al puerto de Buenos Aires, el mismo puerto donde el padre comenzó la reinvención de su identidad pública. El grueso legajo, enviado por un amigo y lector, trae además algo aún más sorprendente: la dirección de la casa natal del padre, en la ciudad rumana de Galați, a orillas del Danubio, junto a la frontera moldava, lo que convence a Berti de viajar por fin a ese lugar que siempre había sido para él un «país imaginado».

Zenda adelanta un fragmento de Un hijo extranjero.

***

VENGO DE LEJOS

Vengo de lejos, muy lejos. Es mi primera vez en este país. Mi padre nació en esta casa, hace cien años.

Llevo días murmurando estas palabras, como una especie de ensayo o de ensalmo general para cuando necesite pronunciarlas entre la gente de acá. Me las repito en inglés, lo que acaso sea un error. ¿Tendría que haberlas memorizado en rumano? Al contrario, mejor así para evitar decepciones. Para evitar que los otros me respondan en rumano y descubran algo frustrados que, más allá de estas frases diplomáticas, no entiendo nada.

Son las diez de la mañana. Anoche, apenas llegado a Galați tras un día entero en el tren, anoche, antes de dormir en el sencillo hotel Kreta, cuatro estrellas, tres de ellas bien merecidas, modifiqué un poco mi plan. Pensaba tocar el timbre a las nueve de la mañana; pero no, más sensato será a las diez. De paso, descanso mejor.

Esta es la casa: strada Holban 24. Acá nació mi padre hace cien años. Más de cien años, a decir verdad. La cifra es vertiginosa.

HACE MUCHO TIEMPO

Hace mucho mucho tiempo, en una galaxia lejana, publiqué una novela llamada Un padre extranjero en la que hablo de unos hechos ocurridos hace mucho mucho tiempo, en otra galaxia lejana.

Resumiendo (porque el lector tiene prisa y no es momento de vueltas y paréntesis), en esa novela conté que mi padre, nacido y criado en Rumania, educado luego en Francia, había llegado a Argentina a los 25 años, mientras estallaba la Segunda Guerra Mundial, y que había usado el viaje para reinventarse: para cambiar de apellido, de fecha de nacimiento y, más aún, de religión.

En la galaxia lejana de mi padre había un hombre muy malo y de bigote raro que odiaba a los judíos. Precavido, mi padre escapó de Europa y rompió todos los papeles que pudieran demostrar sus raíces «israelitas», como decían por entonces en Rumania. A tal punto borró o tachó su pasado que solo después de su muerte comprendí lo mucho que ignoraba de él. Y escribí una novela a partir de eso, si bien jamás resumiría mi novela de este modo.

La novela, Un padre extranjero, salió sin pena ni gloria, aunque vivimos un tiempo en el que quinientos ejemplares pueden ser la diferencia entre la pena y la gloria. Un tiempo donde ambos conceptos se anulan, se superponen y en el fondo todo es pena, incluso la penosa gloria de vender quinientos ejemplares más.

Como sea, un querido amigo tuvo la idea de comprar y leer mi libro. Me refiero a un viejo amigo con el que nos habíamos distanciado, un excompañero de escuela. Judío practicante, no un judío «renegado» como mi padre, mi amigo leyó la novela bastante tiempo después de su salida, sin ninguna prisa, y meses más tarde me mandó un correo asombroso.

Le resultó fácil conseguir la dirección de Burdeos, Francia, donde hoy vivo. Le resultó también fácil (no voy a explicar por qué, me suplicó que no lo hiciera) conseguir lo que me envió: el legajo que mi padre presentó en 1952 para pedir y obtener la ciudadanía argentina.

El legajo, que me llegó hace once meses, trae las informaciones que mi padre nos ocultó durante años. Lo que se llevó a la tumba. Lo que tuve que inventar, porque faltaba, en mi novela. Está ahí el nombre del barco con el que cruzó el Atlántico. Está la fecha en la que pisó el puerto de Buenos Aires. Están los nombres completos de mi abuelo y de mi abuela, que él siempre tendió a escamotear. Y, lo más emocionante para mí, en una vieja partida, entre sellos triangulares, redondos, cuadrados de un registro civil, figura la dirección exacta de la casa de Galați donde mi padre nació.

LA LUZ CAE

La luz cae a la perfección, como si celebrase mi cambio de planes, sobre la strada Culturii, o sea, la antigua calle Holban de Galați. La luz cae a la perfección sobre el número 24.

Salí a las ocho y media del hotel. Pasé a las nueve por la casa y la vi por primera vez (más grande de lo que me pareció al buscarla en internet con uno de esos mapas-online-gran-hermano), pero a esa hora temprana el sol no iluminaba tan bien.

En la esquina hay un café. Hice tiempo y miré a la gente pasar. Busqué en vano alguna cara cuyos rasgos evocasen a mi padre. Vi que el café es popular: una mesa con tempranos bebedores de cerveza; otra con seis estudiantes de una escuela que no debe quedar lejos, todos con el mismo uniforme digno de Harry Potter.

Ahora estoy frente a la casa y ocurre, es irremediable, el segundo cambio de planes. De tocar el timbre a las nueve, que ya se había convertido en tocar el timbre una hora después, paso a no tocar el timbre en absoluto. Ocurre que no hay ninguno. O hay uno, pero no funciona.

UN PORTÓN

Un portón, más que una puerta, da a una especie de patio o de jardín delantero. Aplaudo. Hago más ruido de lo previsto. Nada, nadie. Dos ventanas cerradas dan a la calle, pero no quiero golpearlas. Tanteo la manija del portón. Un portón viejo, pero menos oxidado que los otros en la misma calle Holban. Se abre. No me atrevo a entrar, vuelvo a cerrarlo.

ESTE ES EL GRAN VIAJE

Este es el gran viaje aplazado, postergado. Lo imaginé muchas veces. Lo empecé a planear muchas veces. Lo demoré con mil excusas que, entonces, me sonaron válidas: mejor viajar después de «hacer el duelo» de mi padre, mejor viajar tras finalizar la escritura de Un padre extranjero, mejor viajar si consigo reunir más datos… Me veía llegando a Galați sin ninguna información y eso, en vez de excitarme, me acobardaba.

Lo que mi amigo me mandó por correo, desde Argentina, fue más que un simple legajo. Fue una hoja de ruta y un desafío.

DEBERÍA CONTAR PRIMERO

Debería contar primero lo del barco. O tal vez no. Ya no sé. Ya no hay un orden correcto o incorrecto, sería absurdo. Casi un siglo se resume y se confunde en un legajo metido a la fuerza dentro de un sobre; metido a las apuradas, para colmo, según sugieren los dobleces en la punta de una carpeta.

EN EL MEDIO

En el medio —entre mi novela y el correo de mi amigo— conocí a un poeta rumano. Nos cruzamos por azar en un festival literario en la ciudad de Saint-Étienne. Simpatizamos y le resumí mi historia. Al despedirnos, me dijo que contase con su ayuda si resolvía viajar por fin a la tierra de mi padre.

Ionel, el poeta, vive en Bucarest, muy cerca del parque Cismigiu, que tiene los bancos públicos más hermosos del mundo, y me alojó en su casa esta última semana porque, en vez de ir directamente a Galați, quise primero «aclimatarme». Mi padre vivió un tiempo bastante fugaz en Bucarest, después de su infancia en y antes de irse para siempre de Rumania: a Francia, luego a Argentina. ¿Yo hago el mismo viaje al revés, pero con gran lentitud, desde hace décadas? ¿Yo me puse a viajar como si no se hubiera borrado la estela que dejaba el barco de mi padre en el Atlántico?

Ionel me llevó a pasear, me presentó a sus amigos, me prestó un libro traducido al francés (los diarios de Mihail Sebastian) y me conminó a leerlo para entender mejor la vida y la época de mi padre. Por supuesto, también quise pasear a solas. La experiencia es tan distinta… Caminé, una tarde, hasta el museo de arte contemporáneo, junto al viejo y monumental parlamento. Me costó un poco encontrarlo y más me costó pasar las mil medidas de seguridad. Una máquina, un escáner. «La mochila, por favor» y un guardia inmenso, como un rugbier, que me ofrece una caja de plástico. «Keys, mobile, coins…», se pone a enumerar. Mientras dejo mi teléfono en la caja, el guardia completa la lista: «… wallet, gun». Me río, gun, qué ocurrente. Pero el guardia no se ríe. No es una broma.

Paseando por Bucarest concebí de otra manera la mirada que mi padre tenía sobre Buenos Aires. Él siempre repetía una frase de André Malraux: la capital de un imperio que nunca existió. Le fascinaba esta frase, que tiene su innegable acierto: Buenos Aires como espejo y, a la vez, contracara de Nueva York. Pero paseando por los barrios más antiguos de Bucarest tuve la sensación, no tan distinta, de recorrer los vestigios de otro imperio que no existió. O acaso la periferia de un imperio que, al caer, provocó el nacimiento del siglo XX.

Visité el pasaje Macca, la basílica Stavropoleos, el Caru’cu bere. Fui a la casa museo de George Enescu. Pasé, en suma, poco menos de una semana en Bucarest con Ionel, con su «amada cuarta esposa», como él la llama en público, con su perro que pierde el pelo y estornuda sin parar en el medio de la noche y con su hijo, modelo publicitario, que recibe emails y otros mil mensajes de admiradoras del mundo, sobre todo de Japón.

Ayer, temprano, bajo la llovizna, Ionel me acompañó a la Gara de Nord. Como teníamos tiempo, brindamos con un vino blanco y dulce en un bar de la estación. Nos sacamos varias fotos. Y me dijo al pie del tren, como en las películas tristes de los tiempos de guerra, que me cuide y que lo llame si me meto en algún lío. Solo faltó que agitáramos pañuelos.

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Autor: Eduardo Berti. Título: Un hijo extranjero. Editorial: Impedimenta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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