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Una conversación con Emilia Pardo Bazán (VIII): Los bajos instintos naturalistas

Una conversación con Emilia Pardo Bazán (VIII): Los bajos instintos naturalistas

Entrar en el cuarto de baño de la Pardo Bazán era como entrar en un capítulo madrileño de la Historia de la vida privada de Duby: un descubrimiento. Jamás hubiera creído posible adentrarme en su intimidad de aquella manera. Era un baño espacioso. Tenía muros alicatados a la antigua con motivos de Talavera y friso hasta media altura, suelo de gres ajedrezado y una pequeña alfombra en el centro. Había palanganas, una bañera grande a mano derecha, inodoro, bidé y un lavabo insertado en un mueble de madera de caoba oscura, con un pequeño armario al lado del espejo que tenía justo encima. Por las paredes había enmarcados un par de alargados carteles de corridas de toros y sobre la repisa de madera que rodeaba el lavabo se alineaba una multitud de botecillos de perfume y cremas.

Sin dejar de observar todo, vacié mi vejiga de pie ante el inodoro. Me subí otra vez el gayumbo y vertí el agua de una de las jofainas que había junto a una escobilla muy cuca. Me senté sobre el incómodo bidé para limpiarme mis partes mientras ojeaba los carteles de las dos corridas de Las Ventas buscando la fecha: no eran de este siglo.

—Todo esto es puro naturalismo. Esto es lo que Zola introdujo en las novelas, lo que hasta entonces quedaba excluido de las descripciones…

"El naturalismo no fue sino realismo llevado al extremo. La vida en todas sus dimensiones"

—El naturalismo no fue sino realismo llevado al extremo. La vida en todas sus dimensiones. Y eso que estás usando es una de las mejoras que los españoles hemos aportado a la higiene —dijo Emilia, que de pie en el vano de la puerta no me quitaba el ojo de encima—. Los franceses cada vez lo instalan menos. Ahí tenemos de nuevo un ejemplo de la incomprensión entre vecinos. Nosotros los consideramos sucios porque pensamos que no se lavan la entrepierna y ellos consideran de mal gusto tener el inodoro en el mismo cuarto que la bañera o la ducha.

—No me puedo creer que te gusten tanto los toros.

—Soy una españolaza de verdad, ya te lo dije. ¿A ti no te gustan?

—Yo soy como uno de tus personajes. Pienso que toro, torero y público son a cual más bestia. El animal se deja matar porque no tiene más remedio, otro cobra por matar y otro paga para que maten. El público, en mi opinión, es el que tiene los instintos más bajos.

—Y eso que no has tenido que ver las tripas colgando de los caballos, como en las corridas de mi siglo.

—Dicho esto, me encanta el ambiente.

—A mí no.

—¿Por qué?

—Es democrático. No creo que la gente de baja extracción lleve a las sociedades a nada bueno. La democracia me ataca los nervios.

—Entonces no te molestará saber que los toros están abocados a terminar tarde o temprano. En mi época la gente se ha pasado al fútbol. Es el principal espectáculo. Ya casi nadie sabe de toros. O muy poquito. En cambio, todo el mundo entiende de fútbol. Se ha convertido en la religión más importante del planeta.

—Lamento no haber tenido tiempo para seguirlo.

Para entonces la Pardo Bazán había vuelto a entrar. Ahora se estaba fijando el moño con unas horquillas. Había muchas más horquillas encima de la repisa de madera que rodeaba al lavabo, junto con botecillos de todo tipo. Le tuve que hacer sitio y salí del baño.

—Te has fijado cómo las necesidades se multiplican con la civilización? —dijo, mirándome por el espejo—. Robinsón, en su isla, se valía para coser de una espina de pez aguzada. Se las apañaba con cualquier cosa. En cambio, en nuestro existir moderno hasta la mujer más humilde necesita un sinfín de artilugios. En mi día ya solo la fabricación y venta de alfileres y horquillas constituía un ramo no despreciable de la industria, y su adquisición era un renglón del presupuesto de cualquier moza.

—¿Tanto os gastabais en eso?

"Lo más económico, con los alfileres, habría sido hacerlos de perlas o de oro. Así se hubiera puesto cuidado en no perderlos"

—No te puedes ni imaginar. Lo más económico, con los alfileres, habría sido hacerlos de perlas o de oro. Así se hubiera puesto cuidado en no perderlos. Lo mismo las horquillas. Las de concha rubia legítima, que costaban quince o veinte francos en París, esas sí procuraba una conservar siempre el juego completo recogiéndolas cuidadosamente por la noche. La vajilla de plata también salía barata a la larga. En cambio con las copas de cristal al cabo de tres o cuatro años habías tenido que reponer la mitad, mientras las de plata, en la Edad Media, no se rompían jamás. Estas horquillas, si se les pusiese el valor de las que he perdido en mi vida, podrían ser de diamantes. Un paquete de horquillas a mí me desaparecía en ocho o diez días. Y ¿adónde iban? Te lo voy a decir. Al polvero o al moño de la sirvienta. Y no es maledicencia ni clasismo. Es la realidad.

—Eso es lo fascinante de ti —dije mientras me ponía ya los pantalones.

—¿El qué?

—Que sabes absolutamente de todo. No hay prácticamente ningún ámbito de la vida social sobre el que no hayas reflexionado o escrito. El conjunto de tu obra es tan completa como la Comedia humana de Balzac. Si acaso, ahora que lo pienso, solo te falta, en tu acervo, como registro, el humor…

—Ah, no, ¿eh? No nos rebajemos a hacer chistes.

—Me sorprende que no te guste, porque el humor puede ser algo muy intelectual. Además, tiene un punto de contacto con el naturalismo, en la atracción por la escatología.

"No soporto la chabacanería en ninguno de sus aspectos, y el chiste es la peor faceta de esa vida tosca y disipadora"

—Que es precisamente, ya lo sabes, lo que menos me gusta en la vida. Una cosa es un donaire o un dicho ingenioso y otra el chiste. No soporto la chabacanería en ninguno de sus aspectos, y el chiste es la peor faceta de esa vida tosca y disipadora que lleva una parte de la población madrileña. Hoy apenas salgo y no sé si sigue siendo así, pero en mi día el chiste llegó a ser una plaga, una enfermedad social. Y entendámonos, para que no se me atribuya el propósito de matar la alegría. El chiste, al menos el que por aquí se gasta, es a la gracia y a la discreción lo que la mueca a la sonrisa.

—Me parece un tema muy apropiado para el cuarto de baño —dije, volviéndome a asomar.   

—Los chistes son muecas y contorsiones de mentes atolondradas, que casi siempre se recrean en los asuntos más indecorosos. La mayoría son fúnebres como sepultureros beodos. En España nada escasea tanto como las personas oportunas, y cuando cientos de miles de personas se echan diariamente a la calle resueltas a decir sus correspondientes chistes, lo que sobreviene es un chaparrón inaguantable de necedades, ordinarieces y despropósitos. En el afán del chiste, los torpes y sosainas echan mano de los primeros que encuentran. Pasa una persona hablando con otra y el gracioso por obligación recoge la última palabra que les oye y la repite en voz alta con retintín jocoso. Dice por ejemplo uno: “Sí, ya va mejorando desde que toma el jarabe…”. Y el gracioso se exalta: “¡Jarabe, jarabe, olé! ¡Que les den jarabe, que les den jarabe a esos!”.

—Imitas muy bien al pueblo.

—…Basta que algún espectador coree su comentario y el chistoso queda entusiasmado consigo mismo, bendiciendo la hora en la que nació. Pasan dos señoras en pleno diálogo de trapos. Una murmura: “No, lo que debe llevar al borde de la falda…”. Y el gracioso: “¡La falda! ¡La falda! ¡Ole las faldas, ole jamona, ¿no quieres llevarme cosío al borde de la falda?”. Eso era el día a día en el Madrid de mi siglo. Y no tengo la sensación de que haya cambiado demasiado. Cada vez que oigo ese tipo de gracias me entran ganas de convertirme en una de esas ninfas mitológicas que se deshacía de tanto llorar hasta quedar convertida en río.

—Cómo se nota que eres condesa. Ahora entiendo que no uses guasap.

"Nunca permito que nadie diga tonterías en mi presencia. Y si los demás hicieseis como yo habría mucha menos estupidez en la vida social"

—Lo que soy es exigente con la conversación, que es lo que debiera de ser todo el mundo. Nunca permito que nadie diga tonterías en mi presencia. Y si los demás hicieseis como yo habría mucha menos estupidez en la vida social. Y quien dice chistes dice colmos y semblanzas. Porque es que no puede uno entrar en una casa o en la cafetería o en el teatro sin que salte alguien con una semblanza o un colmo. ¿En qué se parece un pescado a un bastidor de bordar? ¿Y un freno de caballo a un real decreto? ¿Y un higo chumbo a las monjas salesas? ¿Y los cheques de banco a la domadora de leones? ¿Y María Guerrero a la chimenea de una fábrica? ¿Y los obispos a los veterinarios? ¿Y su santidad Pío X al restaurante Lhardy? ¿Cuál es el colmo de la buena educación? ¿Y del aburrimiento, del cariño, de la riqueza, de la civilización, de la habilidad, de la cortesía? Los he oído de todos los colores.

—Pero bueno, es ingenio popular. Es positivo que se afine.

—Mira, con los colmos y semblanzas pasa como con los donaires: para uno regular hay doscientos mil en los que brilla la más inefable estupidez. Una población en que abundan los desocupados y los inútiles ociosos, en la que la moda impone el chiste y en la que no es persona regular quien no chistea, donde el ingenio se mide con la vara del colmo, corre el riesgo de convertirse en uno de esos bosques de Oceanía infestados de mosquitos infecciosos donde unos matan y otros solo irritan pero todos envenenan.

—Bueno, bueno.

—Antaño hubo en Madrid graciosos profesionales. Pero en mi siglo ya era chistoso todo quisque. Hasta el golfillo te pedía limosna haciendo agudezas y tratando de arrancarte la moneda con la risa. El carbonero, el acomodador del cine, el hortera, el guardia de orden público. No había quien pudiese sustraerse del chiste. Hoy todavía sigue repartido por toda la sociedad el tesoro de la sal, que antes era patrimonio de unos pocos. Y entre tanta risa boba uno solo puede echar mano de los pañuelos y el acíbar de botica, porque la ictericia es más epidérmica que la gripe. ¿Has acabado de vestirte? ¿Podemos salir?

—Te estaba esperando. Estoy listo.

—Pues entonces, vamos.

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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.

 

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