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Una conversación con Emilia Pardo Bazán (VII): La intimidad de doña Emilia

Una conversación con Emilia Pardo Bazán (VII): La intimidad de doña Emilia

Al llegar a este punto habíamos alcanzado un tal nivel de complicidad y el repaso de las delicias culinarias nos había excitado tanto la imaginación y el dulce espeso de las yemas nos estaba acariciando tanto los sentidos, que sin darnos casi cuenta ya tenía yo las manos de Emilia entre las mías y empezábamos a acariciarnos inequívocamente.

—A mí es que siempre me han gustado los escritores cultos, ¿no te lo he dicho? —murmuró con coquetería, acercando su cara a la mía por encima de la mesa camilla. En mis rodillas yo podía sentir el calor de brasero que había debajo de la falda—. Y eres tan flaquito, tan flaquito…

En cuestión de momentos ya estábamos besándonos y cerré los ojos. La sensación era francamente extraña: he entrevistado a muchos muertos hasta la fecha y nunca me había ocurrido. Sin embargo esta vez, a fuerza de tanta intimidad intelectual y una semejante comunidad de gustos, parecía como muy natural pasar de una cosa a la otra. De hecho, comprendí enseguida que todo lo que habíamos estado haciendo hasta el momento habían sido zalamerías y flirteos intelectuales, caricias del intelecto que hacían que dar el paso resultase tremendamente sencillo. Ya habíamos hecho el esfuerzo de sintonización en lo de arriba y acariciarse los cuerpos fue como seguir un nuevo paso del guion.

—Ven —me dijo, cogiéndome una vez más de la mano.

"Doña Emilia tiró de mí hacia la cama, se sentó en un lateral, palmeó la decimonónica colcha"

Me llevó por el pasillo. Este daba a las habitaciones en el interior de la casa. Empujó una de las puertas: era el dormitorio principal. Había un lecho de matrimonio razonablemente grande para la época, de uno treinta de ancho, a lo mejor unos centímetros más. No quise preguntarle si era el que compartió en su día con José Quiroga, aunque por alguna razón consideré que no. ¿Con Galdós? Eso parecía más probable. Estar ocupando el espacio de uno de mis referentes literarios me hacía sentir una pizca de tontísimo orgullo. Por su parte, doña Emilia tiró de mí hacia la cama, se sentó en un lateral, palmeó la decimonónica colcha. Y ya sobre lo que sucedió después debo correr una respetuosa cortina, tal como hace ella en sus novelas, que solo conviene levantar un poco después cuando, con la cama deshecha y los dos desnudos bajo las sábanas, perdí la vista en el techo. Las ropas que nos habíamos quitado precipitadamente seguían sobre una silla tapizada a un lado, junto a la ventana con las tupidas cortinas de rojo damasco corridas casi del todo que daban a un patio interior tranquilo y silencioso. Nadie nos había molestado durante el encuentro.

—¿Qué tal, cariñín? —musitó la Pardo Bazán, colocando la cabeza, ya con el abundante pelo suelto, sobre mi pecho. Era como tener a la maja desnuda entre los brazos. La vi rejuvenecida. Yo continuaba mirando al techo con expresión relajada—. ¿En qué piensas…?

—En ti y en tu literatura. En que tengas un gusto tan refinado en ciertas cosas y tal indulgencia para lo brutal y lo feroz en otras…

—Soy un buen ejemplar de raza española —ronroneó casi más que musitó doña Emilia. Tenía el rostro ligeramente sonrojado por el esfuerzo.

—Me estoy acordando de uno de los momentos más bonitos de Insolación. Cuando la marquesa protagonista le introduce en el ojal de la chaqueta el rabo de la flor postiza a Pacheco, el gaditano con el que flirtea, y ella, tomando de su corpiño un alfiler, sujeta la gardenia de plástico, cuyo olor a pomada le sube al cerebro mezclado con el perfume masculino que le llega del gaditano. La marquesa siente un calor extraordinario en el rostro y al levantar los ojos se tropieza con los del rubio Pacheco. Son muy raros en la literatura escrita por mujeres de esos años momentos tan sensuales. Me gusta además que el gaditano sea rubio. Tiene un punto realista que rompe con el tópico.

"Los ingleses de mi siglo, por lo menos, eran por lo regular montones de carne que parecían recién escapados de la parrilla del rosbif"

—Es una vulgaridad figurarse que los españoles no pueden ser rubios. El andaluz moreno y rubio, además, es mucho más guapo que el rubio inglés. Los ingleses de mi siglo, por lo menos, eran por lo regular montones de carne que parecían recién escapados de la parrilla del rosbif. Muchas de esas bocas dan asco de puro coloradotas y las frentes, de tan blancas, a mí me fastidian. Siempre preferí los morenos.

—Me gusta mucho el paseo que dan los protagonistas un día por las Vistillas y otro por la pradera de San Isidro, si recuerdo bien.

—Todo tiene un sentido. La idea es que esa atmósfera de festividad obra sobre el cuerpo de la protagonista como un vino de los que más se suben a la cabeza. Ayuda a romper desde el primer momento la valla de reserva que trabajosamente levantamos las señoras un día y otro contra las peligrosas osadías…

—Y luego están las famosas piernas masculinas que tanto escandalizaron. Yo creo que muy pocas novelas han logrado escandalizar tanto a una sociedad enseñando tan poco. Es curioso, porque esa novela es absolutamente púdica y al mismo tiempo absolutamente sensual.

—Así soy yo. Aunque para piernas las tuyas, cariño…

—Pero sí que es cierto que hay una sexualidad muy natural, muy liberada, que resulta atractiva. Es una novela con encanto. Esa liviandad en una mujer de su siglo tratada sin tapujos tiene algo de magnético, de mágico. No recuerdo ninguna otra de tus novelas en la que yo haya sentido algo parecido. Ni siquiera en Los pazos o en Madre naturaleza, donde claramente hay más carnalidad.

—¿No podrías dejar de pensar aunque sea por un momento, cariño?

—Reconozco que es mi vicio. Como lo es el tuyo.

Emilia resopló y decidió incorporarse. Mientras yo continuaba hablando desde la cama, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, pasó al baño y se lavó en el bidé. Se oyó correr el agua. Yo seguía reflexionando.

—Galdós en comparación tiene algo mucho más carca y anticuado. En La incógnita hay un momento chocante cuando uno de los personajes recomienda a otro hacer el amor a las mujeres de todos sus amigos.  Y mientras tú te limitas a justificar la canita al aire de la marquesa por la calentura y el ambiente festivo, él lo transforma en cuestión de amor propio, de orgullo varonil. Dice en algún momento que las pasiones no son en el fondo más que amor propio. Todo lo reduce al amor propio. “Tal como están hoy las sociedades, con las religiones abatidas y la moral llena de distingos, el amor propio nos gobierna”. Esa es una de las frases.

"Miquiño también solía decir que cuando alguien habla muy recio de inmoralidad hay que llevarse la mano al bolsillo"

—Miquiño también solía decir que cuando alguien habla muy recio de inmoralidad hay que llevarse la mano al bolsillo —Emilia volvía ya, ajustándose las medias. Se las acabó de poner apoyando una y otra pierna sobre la silla. La imagen resultaba muy íntima.

—Compárame con tus amantes —dije de repente.

—¿Qué? —se rio ella.

—Compárame con Blasco Ibáñez o Galdós.

—Ay, guapín. ¿Me vas a salir ahora con que tú haces también esto por amor propio, por estar donde estuvieron ellos?

—Hombre, estamos hablando de posiblemente los dos mejores novelistas del siglo XIX español y a lo mejor de toda la historia de la literatura en castellano. Si pensamos que el tercero pueda estar aquí y es mujer, estoy en una compañía más que privilegiada. Compartir intimidad con vosotros no le es dado a cualquiera.

—No haré nunca eso, no —dijo ya colocándose de nuevo la falda y al poco ajustándose el pelo que había vuelto a recogerse en un moño—. Y no lo haré porque no lo he hecho nunca. Jamás he desvelado lo que sucede en esta alcoba. Ya has leído mis novelas. Mi discreción a ese nivel ha sido y seguirá siendo absoluta. Es una de las marcas de la casa.

—Pues yo no sé si podré corresponderte.

—Eso ya es asunto tuyo. En esto del amor no hay leyes. O sí, hay unas leyes sociales estúpidas y sancionadas por la costumbre y hechas para regularizar lo irregularizable, para contener el vuelo de los sentidos y de las almas. Y desde luego la resistencia moral, como el grado de tensión de una cuerda, no se conoce hasta que se prueba. Si la gente la probase más a menudo sentiría que no es tan grande como el miedo a hacer lo prohibido. Es el miedo lo que sujeta a la mayoría.

—¿El honor te parece una ficción?

"El honor le parecía a los hombres de mi época como una especie de cédula o cartilla sin la cual no pudiese uno vivir en ciertos barrios"

—No empieces, tú, que vas a resultar como Galdós, a vueltas siempre con ese tema. El honor le parecía a los hombres de mi época como una especie de cédula o cartilla sin la cual no pudiese uno vivir en ciertos barrios. Pero en realidad es una cosa muy volátil y sobre todo muy individual. Lo que hacen los demás no afecta a ese honor. Y lo que no se ve no existe y no puede dar lugar sino a rumores sin fundamento. Por eso es tan importante la discreción en este tipo de asuntos.

—Yo soy como un muerto.

—Más bien yo, cariño. De todas formas, convendré en que la mujer de mi siglo se creía injustamente infamada ante su propia conciencia después de una de esas «caídas». Pero era porque la habían hecho concebir perversamente desde niña que eso era lo más malo, lo más infamante e irreparable; que era como el infierno, donde no salía ya quien entraba. Y es una mentira tan absurda y ridícula como la que le decían los curas a los muchachos de que si se masturbaban demasiado se quedarían ciegos.

—Eso todavía se decía en la época de mi padre. Durante el franquismo.

—Solo que a los hombres muy rápidamente la sociedad les enseña lo contrario. Que es vergonzoso no tener aventuras y hasta quedan humillados si las rehúye. El resultado es que ellos viven y nosotras no. Cada hombre de mi época vivía como tres mujeres.

—¿Y el orgullo de poseer a alguien? ¿Qué piensas de ello?

—Pienso que es otra tontería. El sentido de propiedad corroe el amor, como bien dijo en su día Baudelaire. Pienso que el verdadero amor debe ahogar el orgullo y acabar con él como un pez grande que se come al pez chico. Yo siempre aspiré a vencer el orgullito de Galdós, pero está claro que fracasé estrepitosamente. Bueno, ¿te vas a levantar o te vas a quedar todo el día ahí tumbado, cariño? Te he dejado el baño libre para que te arregles.

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José Ángel Mañas es novelista. Su próxima novela, Una novela de bar en bar llegará a las librerías el 25 de marzo. Domingo Espinar va contándole su vida a un amigo escritor. En esas largas charlas, de bar en bar, le relata sus primeros amores, sus fracasos, habla de las personas que quiso, a las que perdió, sus primeros contactos con los movimientos sociales y hace un repaso por la historia político-social y económica de la España de las últimas décadas: desde el boom inmobiliario y la corruptela de algunos ayuntamientos, hasta su implicación en un proceso por violencia de género acusado por su penúltima esposa. No se puede tener una vida más completa ni un personaje más logrado. Después de haber ganado el premio Ateneo de Sevilla con La última juerga, Mañas deleita a sus lectores en la que posiblemente sea su mejor novela hasta la fecha.

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