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Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

A Alfonso XIII, con sus torpezas e indecisiones, sus idas y venidas con tuna y bandurria a la reja de los militares y otros notables borboneos, se le pueden aplicar los versos que el gran Zorrilla había puesto en boca de don Luis Mejías, referentes a Ana de Pantoja, cuando aquél reprocha a don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, sí / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí». En lo de la medicina autoritaria vía Primo de Rivera le había salido el tiro por la culata, y su poca simpatía por el sistema de partidos se le seguía notando demasiado. Enrocada en la alta burguesía y la Iglesia católica como últimas trincheras, la España monárquica empezaba a ser inviable. Aquello no tenía marcha atrás, y además la imagen del rey no era precisamente la que los tiempos reclamaban, porque el lado frívolo del fulano hacía a menudo clamar al cielo: mucha foto en Biarritz y San Sebastián, mucho hipódromo, mucho automóvil, mucho aristócrata chupóptero cerca y mucho millonetis más cerca todavía, con algún viaje publicitario a las Hurdes, eso sí, para repartir unos duros y hacerse fotos con los parias de la tierra. Todo eso (en un paisaje donde la pugna europea entre derechas e izquierdas, entre fuerzas conservadoras y fuerzas primero descontentas y ahora revolucionarias, tensaba las cuerdas hasta partirlas), era pasearse irresponsablemente por el borde del abismo. Para más complicación, la guerra de África y la dura campaña del Rif habían creado un nuevo tipo de militar español, tan heroico en el campo de batalla como peligroso en la retaguardia, nacionalista a ultranza, proclive a la camaradería con sus iguales, duro, agresivo y con fuerte moral de combate, hecho a la violencia y a no dar cuartel al adversario. Un tipo de militar que, como consecuencia de los disparates políticos que habían dado lugar a las tragedias de Marruecos, despreciaba profundamente el sistema parlamentario y conspiraba en juntas, casinos militares y salas de banderas, y luego en la calle, contra lo que no le gustaba. En su mayor parte, esos mílites eran nacionalistas y patriotas radicales, con la diferencia de que, sobre todo tras el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera, unos se inclinaban por soluciones autoritarias conservadoras, y otros –éstos eran menos, aunque no pocos– por soluciones autoritarias desde la izquierda. Que ambas manos cuecen habas. En cualquier caso, unos y otros estaban convencidos de que la monarquía iba de cráneo y cuesta abajo; y así, el republicanismo (en contra de lo que piensan hoy muchos idiotas, siempre hubo republicanos de izquierdas y de derechas) se extendía por la rúa tanto como por los cuarteles. Por otra parte, los desafíos vasco y catalán, este último cada vez más inclinado al separatismo insurreccional, emputecían mucho el paisaje; y el oportunismo de numerosos políticos centralistas y periféricos, ávidos de pescar en río revuelto, complicaba toda solución razonable. Tampoco la Iglesia católica, con la que se tropezaba a cada paso en materia de educación escolar, emancipación de la mujer y reformas sociales –incluso el cine, los bailes y la falda corta le parecían pecaminosos–, facilitaba las cosas. Una monarquía constitucional y democrática se había vuelto imposible porque el rey mismo la había matado; y ahora, ido el dictador Primo de Rivera, Alfonso XIII recuperaba un cadáver político: el suyo. La prensa, el ateneo y la cátedra exigían un cambio serio y el fin del pasteleo. Hervían las universidades que daba gusto, los jóvenes obreros y estudiantes se afiliaban a sindicatos y organizaciones políticas y alzaban la voz, y las fuerzas más a la izquierda apuntaban a la república no ya como meta final, sino como sólo un paso más hacia el socialismo. Los partidarios del trono eran cada vez menos, e intelectuales como Ortega y Gasset, Unamuno o Marañón empezaron a dirigir fuego directo contra Alfonso XIII. Nadie se fiaba del rey. Los últimos tiempos de la monarquía fueron agónicos; ya no se pedían reformas, sino echar al monarca a la puta calle. Se organizó una conspiración militar republicana por todo lo alto, al viejo estilo del XIX; pero salió el cochino mal capado, porque antes de la fecha elegida para la sublevación, que incluía huelga general, dos capitanes exaltados, Galán y García Hernández, se adelantaron dando el cante en Jaca, por su cuenta. Fueron fusilados más pronto que deprisa –eso los convirtió en mártires populares– y el pronunciamiento se fue al carajo. Pero el pescado estaba vendido. Cuando en enero de 1931 se convocaron elecciones, todos sabían que éstas iban a ser un plebiscito sobre monarquía o república. Y que venían tiempos interesantes. [Continuará].

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Publicado en XL Semanal el 26 de junio de 2016.

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