La gran autora italiana cuenta en este libro su experiencia infantil en un campo de concentración japonés. En esta joya sobre la condición humana, Maraini retrocede en el tiempo para relatar el horror de la barbarie totalitaria, logrando tejer el recuerdo vivido y conmovedor de la inocencia de una niña y el valor de no olvidar.
En Zenda reproducimos las primeas páginas de Vida mía: Memorias de una niña en un campo de concentración japonés (Altamarea), de Dacia Maraini.
***
I
Todo comienza una mañana en la que estoy sentada en el regazo de mi madre en un coche silencioso y veo, más allá de las ventanillas empañadas, las farolas que pasan. Una luz, una oscuridad, una luz, una oscuridad. Era el mundo que estaba tomando forma ante mis ojos atónitos y tenía una cadencia tranquila y poderosa. Mientras me abandonaba, un poco inquieta, a aquella alternancia de luces y sombras, olía el perfume que llevaba mi madre: lirio de los valles y un jabón japonés que olía a menta. Era el calor de un cuerpo amigo mientras mis ojos enmarcaban un mundo que yo pensaba que siempre sería así: una rápida transición entre la luz y la sombra. Poco después aprendería, demasiado pronto, que la sombra podía prevalecer sobre la luz y mantenerme prisionera en una insistente oscuridad.
Mi padre estaba ansioso por volver a ver a su madre, la indomable Yoi, después de años de lejanía y de intercambio de cartas cariñosas y preocupadas. Mi madre soñaba con abra zar a su padre, el abuelo Enrico. No sabía que la guerra duraría aún dos largos años y que lo peor estaba por llegar para Japón, para los pobres habitantes de Nagasaki e Hiroshima, para la pequeña familia Maraini compuesta por un padre, Fosco, una madre, Topazia, y tres niñas, Dacia, nacida en Florencia, Yuki y Toni, nacidas con dos años de diferencia en tierra extranjera.
Toni, es decir, Antonella, debería haberse llamado Kiku (crisantemo), pero las autoridades italianas en Japón se negaron a registrar con un nombre extranjero a una niña italiana, a pesar de que había nacido en Tokio. Yuki, que también por voluntad del Gobierno italiano fue registrada como Luisa, para nosotros fue siempre la pequeña Nieve, nacida en la blanca Sapporo, en la fría región de Hokkaido. Nadie podía prever entonces que aquella niña rubia y dulce de ojos un poco tristes moriría pronto a causa una enfermedad ósea.
Pocos días después del 8 de septiembre del 43, las autoridades japonesas llamaron a mis padres. Un viaje en taxi, la expectativa de un sermón político por parte de las autoridades. Y en lugar de eso, mientras yo permanecía en manos de una empleada de pelo blanco y delantal negro, Fosco y Topazia fueron encerrados en dos despachos diferentes e interrogados sobre sus elecciones respecto al pacto que Japón acababa de estrechar con la Alemania nazi y la Italia fascista. Los que elegían estar del lado de la República de Saló tenían que jurar lealtad al Gobierno nazi-fascista. Se les exigía que decidieran inmediatamente de qué lado estaban. Si no firma ban y juraban lealtad, su destino sería un campo de concentración para traidores a su patria. Ambos, fieles a sus ideas, decidieron no firmar sin ni siquiera consultarse.
Mi madre me repitió muchas veces en los años siguientes que lo habían decidido por separado. Quería que supiéramos que la suya no era una decisión tomada a remolque de su marido, sino de forma independiente. No fue una elección política, ninguno de los dos tenía el carné de ningún partido. Pero una cosa les unía: el rechazo al racismo.
De un antropólogo es lo que se puede esperar; de una muchacha siciliana, hija de un duque, crecida en Bagheria, quizá menos. Pero bastaba conocer un poco al abuelo Enrico Alliata para saber de dónde venían las ideas libertarias de una muchachita rubia enamorada de la vida y de la verdad. El abuelo Enrico era un aristócrata al que la aristocracia le importaba un bledo, que trabajaba en los viñedos con sus campesinos, que leía libros de filosofía e historia y estaba muy preocupado por lo que estaba ocurriendo en aquellos años treinta porque había leído a Tolstói, a Tácito y a Platón, porque conocía a Krishnamurti y sus ideas sobre la paz y sobre la libertad intelectual. En resumen, un hombre con una conciencia inquieta, que tenía ideas claras sobre el comportamiento democrático, aunque no se identificara con una ideología concreta.
Los educadísimos policías japoneses, ante las respuestas negativas de mis padres, se volvieron inmediatamente male ducados y despectivos: ellos sí que estaban impregnados de ideologías nacionalistas, con una visión conservadora y autoritaria del Estado. Fueron especialmente groseros con mi madre: esperaban lágrimas de arrepentimiento, declaraciones de amor maternal, una humilde súplica de clemencia para ella y sus hijas. En lugar de eso, se encontraron una mujer orgullosa, decidida, que hizo valer su libertad de pensamiento. Un pensamiento que no era terrorista, sino decididamente alineado con la resistencia contra la prepotencia política y social, contra el desprecio a las ideas y a los derechos de los ciudadanos.
—¿Es usted consciente de que nos veremos obligados a encerrarles en un campo de concentración como traidores a su país?
Mi madre asentía, aunque la asaltaban algunas dudas.
—¿Y qué quiere hacer con las niñas? —insistió el policía.
—¿Podría garantizarles el regreso a Italia con sus abuelos?
—De ninguna manera.
—¿Podría entonces entregarlas al Consulado suizo, donde tengo amigos que se harían cargo de ellas?
—Estamos en guerra, señora, como mucho podemos en cerrarlas en un orfanato japonés.
—No, entonces prefiero que se queden con nosotros.
[…]
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Autora: Dacia Maraini. Título: Vida mía: Memorias de una niña en un campo de concentración japonés. Traducción: Raquel Olcoz. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.


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