Este mes, en Sopa de libros, vamos a hablar de personajes que viven al margen de la sociedad, que deciden estar en un lugar diferente y que son coherentes con esa elección.
Cosimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.
Nuestro padre se asomó al antepecho.
—¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! —le gritó.
—Nunca cambiaré de idea dijo mi hermano desde la rama.
—¡Ya verás, en cuanto bajes!
—¡No bajaré nunca más!
Y mantuvo su palabra.
A partir de ahí, Cosimo verá el mundo desde otra perspectiva, pero no se perderá nada, sin bajarse jamás de los árboles. Y es que, como dijo Calvino, «el único camino para estar con los otros de verdad era estar separado de los otros, imponer tercamente a sí y a los otros esa incómoda singularidad y soledad en todas las horas y en todos los momentos de su vida, como es la vocación del poeta, del explorador, del revolucionario». La historia de Cosimo es la de una persona que se fija voluntariamente una difícil regla y la sigue hasta sus últimas consecuencias, ya que sin ella no sería él mismo ni para sí ni para los otros. Y ahí está una de las claves de la novela y de la historia. La autenticidad, la coherencia. El compromiso.
Cosimo ve, desde una rama, morir a su madre. Viaja, tiene una vida plena y hasta se enamora. Participa en política, vive la Revolución Francesa, se convierte en un hombre muy culto, tiene hijos, muy buenos amigos, y hasta un perro, pero al final siempre mantiene la coherencia de su vida, aunque pierda oportunidades, hasta cuando pierde a su gran amor.
El barón rampante es una delicia absoluta, un ejercicio de inteligencia, de ternura, de creatividad. Es un libro sorprendente e inolvidable, revolucionario, divertidísimo y está lleno de claves que explican nuestra sociedad y nuestra condición, una novela que se lee con una sonrisa en los labios, aunque a veces es muy emocionante y a veces triste, pero que es inolvidable.
La segunda novela de la que quiero hablar es El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, publicada en 1940, y que es una novela que ha marcado a todo el que la ha leído. En esta novela también hay un hombre que decide vivir apartado, vivir al margen del mundo.
Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la Fortaleza Bastiani, su primer destino.
Si Cosimo decide subirse a los árboles, Giovanni Drogo, como militar, decide aceptar un destino y viajar hasta una fortaleza lejana, que guarda una frontera, donde la guarnición se prepara para una invasión que nunca llega, donde el tiempo parece pasar de otra forma y donde Drogo pasa la vida entera.
Dino Buzzati nació en Belluno en 1906. Fue un escritor, periodista y pintor italiano. Inteligente, brillante, una de esas mentes renacentistas. Murió en Milán en 1972. De su personaje dijo: “Me di cuenta de que en Drogo había una alegoría de la vida en general y de la sociedad moderna en particular. Del mismo modo que la vocación conduce a un religioso al monasterio, mi personaje responde a ese cuerno lejano, sabe que deberá subir a la fortaleza Bastiani. Una vez arriba, incluso cuando parece arrepentirse e inicia los trámites para regresar a la ciudad, le basta con volverse unos segundos hacia el desierto de los tártaros para tomar la decisión de quedarse. En definitiva, la defensa de ese reducto olvidado aglutina las ambiciones de Drogo. Es el objetivo de su existencia, pero supone al mismo tiempo la negación de toda una serie de luchas del hombre corriente de las que él huye, empeños mundanos que no está dispuesto a asumir”.
El desierto de los tártaros es la novela del silencio y de lo no dicho, y en ese sentido se parece a la literatura de autores como Kafka o Becket. Puede ser una fábula sobre la soledad, sobre lo inútil de algunas de las cosas que hacemos en esta vida, sobre el trabajo alienante, sobre la xenofobia, sobre las oportunidades perdidas, sobre la pérdida de los ideales. O puede ser simplemente el relato de una vida desperdiciada.
La vida de Drogo transcurre de una forma extraña, como todo lo que ocurre en la fortaleza, alejado del mundo, y cuando al fin parece que atacan la frontera, han pasado treinta años y Drogo está a las puertas de la muerte. Tiene que sufrir la humillación de ser sacado de los puestos de mando, incluso físicamente de su habitación y del puesto de observación, para que lleguen soldados más jóvenes que tal vez lo único que hagan sea continuar esa absurda e inútil existencia. Entonces Giovani Drogo se da cuenta de que tiene que librar la batalla más importante de su vida y que esta sí, seguro que la perderá: la batalla contra la muerte.
El desierto de los tártaros te obliga a mirar tu mundo con otros ojos. Tu trabajo. Tu vida. Tus ambiciones. Tal vez el mundo está repleto de Drogos que dejan escapar los valiosísimos años que se les ha concedido sobre la tierra esperando aquel ataque de los tártaros que se suponía había de cambiar sus vidas. La gran pregunta que terminas haciéndote es si tal vez tú eres uno de ellos.
El tercer libro es uno de mis favoritos: Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, tal vez porque es uno de los libros más especiales que me he leído jamás. La historia es sencilla: un escribiente entra a trabajar como copista en un despacho, y al principio es un hombre diligente, que hace bien su trabajo, aunque no se relaciona mucho con los demás: es triste y solitario y tiende a quedarse ensimismado. Pero de pronto un día, cuando el dueño del despacho (y narrador) le pide que haga una cosa, Bartleby se niega, con una frase que pasará a la historia de la literatura.
Imaginen mi sorpresa —mejor dicho, mi consternación— cuando, sin moverse de su rincón, Bartleby, con una voz particularmente suave pero firme, contestó: «Preferiría no hacerlo». Me senté un rato en absoluto silencio, recuperando mis aturdidos sentidos. Se me ocurrió de inmediato que quizá mis oídos me habían engañado o que Bartleby había malinterpretado completamente lo que había querido decir. Reiteré mi requerimiento con el tono más claro que pude adoptar. Pero la misma respuesta surgió casi con la misma claridad: «Preferiría no hacerlo».
Este gris empleado decide un día dejar de trabajar, decide tomar sus decisiones, hacer lo que él quiera, al margen de todo, o por lo menos, decide no hacer lo que no quiere. Y como el Cosimo de El barón rampante, lo lleva hasta sus últimas consecuencias.
Bartleby, el escribiente puede ser una historia sencilla y transparente o un misterio sin resolución posible. Es todo y es nada. Se publicó a finales de 1853 de forma serializada en la revista Putnam’s y tres años después se reeditó en una versión corregida. Dicen que esta novela corta está íntimamente ligada al estado mental y profesional por el que atravesaba su autor, Herman Melville, tras el fracaso comercial de su colosal Moby Dick. Herman Melville murió en 1891 sumido en el olvido y en la precariedad económica. Bartleby, el escribiente fue leída en 1853 como la prueba evidente de su declive y desvarío. Algunos han querido ver en el personaje de Bartleby a un alter ego de Melville, al copista deprimido que todo el rato se estaría preguntando si frente a la escritura ha de decantarse por la renuncia, o quizás al contrario, por continuar.
También se ha considerado que esta obra es precursora del existencialismo y de la literatura del absurdo. El caso es que desde su publicación su influencia ha sido muy poderosa. Albert Camus lo consideraba uno de sus referentes, Borges veía en él temas kafkianos y otros autores lo han comparado con la obra de Beckett. Pero es verdad que es casi imposible que te deje indiferente.
Bartleby se ha convertido en el símbolo del movimiento Occupy Wall Street. El filósofo esloveno Slavoj Žižek propuso “Preferiría no hacerlo” como lema oficial del movimiento. La fórmula “I would prefer not to” se imprimió en playeras y carteles: el estado catatónico de Bartleby fue la inspiración para llevar a cabo acciones de resistencia. El escribiente sería, para este movimiento, el representante de avanzada punta de lanza de todas las personas que viven el drama de repetir de forma compulsiva una actividad indeseada y carente de sentido.
Hay una tristeza que lo impregna todo en Bartleby, el escribiente. Hay una melancolía y un dejarse llevar que te va llenando mientras lees, como si no pudieras entender al escribiente pero sintieras lo mismo que él, el absurdo de vivir, la dificultad de conectarse cada día, de repetir las mismas cosas.
Los tres libros que hoy les propongo tienen que ver con personajes coherentes que toman decisiones difíciles, pero también tienen que ver con el absurdo de la existencia, del trabajo diario, de la realidad. Si el Cosimo de El barón rampante decidió subirse a los árboles para ver las cosas desde otro punto de vista, y si el Drogo de El desierto de los tártaros se alejó del mundo para esperar algo que nunca llega, Bartleby, el escribiente encontró el absurdo en el trabajo diario y decidió salir de allí. Vidas al margen.




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