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Viva Palestina, de Alberto Vázquez-Figueroa

Viva Palestina, de Alberto Vázquez-Figueroa

Ariel, Samantha y Lydia son israelitas, pero aborrecen el genocidio que Netanyahu está cometiendo en la Franja. Además, saben que el primer ministro ha iniciado esa sangría porque quiere crear un nuevo canal que conecte el mar Rojo con el Mediterráneo. Pero ellos tratarán de impedirlo.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Viva Palestina (Edhasa), de Alberto Vázquez-Figueroa.

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Samantha Nohan era judía, de madre judía y de abuela ju día. Tenía tantos antepasados judíos que sería necesario remontarse a cincuenta generaciones con el fin de encontrar en sus venas una sola gota de sangre que no fuera judía.

Se había criado como niña judía, había crecido como niña judía y había estudiado como adolescente judía. Pero el día que comprendió que estaba a punto de cumplir diecisiete años, lo que significaba que la obligarían a incorporarse al ejército, decidió que hasta allí había llegado como judía. No estaba dispuesta a matar por unas creencias religiosas sobre las que alimentaba excesivas dudas.

El tiempo corría, y nadie ponía fin a los crímenes en la Franja de Gaza. La posición de Estados Unidos constituía un obstáculo para la paz, así como un cheque en blanco para Israel. Mientras tanto, dos millones de personas sufrían por falta de alimentos, ataques indiscriminados, enfermedades, desplazamientos forzosos, matanzas y el bloqueo de las ayudas humanitarias.

Las dudas de Samantha llegaron a su punto álgido el día en que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, también conocido como «el Orejudo» o «el nieto de Herodes», afirmó: «Si los medios de comunicación se muestran objetivos, están sirviendo a los enemigos de Israel; y si dan dos versiones diferentes también están sirviendo a los enemigos de Israel. Porque la única verdad es la que proclama el ejército israelí, y todo aquel que no esté de acuerdo debe ser considerado terrorista».

Una declaración propia de un dirigente fascista, teniendo en cuenta que la mayoría de los periodistas extranjeros tenían prohibida la entrada en Gaza.

Al parecer, la información sobre lo que allí ocurría debía proceder exclusivamente del Gobierno israelí y, por tanto, aceptarse como si fuera la ley de Dios.

Llegó a la conclusión de que quien asegura que únicamente él tiene derecho a decidir es un tirano. Pero cuan do, a la hora de la cena, tuvo la pésima ocurrencia de dar su opinión al respecto, tanto sus padres como sus hermanos la acusaron de cobarde, traidora e incluso terrorista.

Fue la primera vez que se enfrentó al más paranoico de los planteamientos fundamentalistas: «Si no estás conmigo, estás contra mí».

Aquello chocaba con su modo de ser y de pensar. Quien vive en un entorno que no le permite expresar lo que siente pasa a ser un reo condenado a una cadena perpetua. Una pena que debe cumplir en el estrecho marco de su conciencia.

Para Samantha Nohan la libertad no se limitaba a pasear por la calle sin miedo a que la violaran. También se extendía al hecho de poder hablar sin que la insultaran.

Lo peor de tan nefasta velada fue que no permaneció en los lógicos límites de una simple tertulia familiar. La me nor de sus hermanas, que por lo visto se sentía más judía que hermana, apenas tardó una hora en hacer público el incidente. En tan sólo sesenta minutos, Samantha pasó de ser una buena creyente a una «aspirante a terrorista».

Cuando al día siguiente la fachada y la puerta aparecieron cubiertas de insultos y frases con la palabra «puta», recogió los discos duros de su ordenador y el de su padre, así como el poco dinero que había en la casa, y bajó al puerto. Allí pasó largo rato observando las idas y venidas de los soldados que vigilaban la carga y descarga de los barcos.

Tardó casi dos horas, pero al fin pudo aprovechar la distracción provocada por el cambio de guardia. Cargó con un saco de patatas y, tras trepar hasta la cubierta del Siracusa, descendió a lo más profundo de sus bodegas y se ocultó bajo una lona que hedía a perros muertos.

A las tres horas, el barco abandonaba el puerto, y una hora más tarde después vomitaba cuanto había comido.

A la mañana siguiente, la descubrieron. Le permitieron asearse antes de conducirla al camarote del capitán, que pareció desconcertarse por el insólito hecho de que, por una vez, el polizón de turno no fuera una palestina, sino una judía.

La observó con el ceño fruncido y se rascó repetidamente la nariz, como si con ello estuviera intentando aclararse las ideas, hasta que decidió inquirir en un inglés bastante aceptable:

–¿Eres una espía o una fugitiva?

–Si fuera espía viajaría en primera clase –respondió con evidente descaro–. Y en avión, porque por lo visto el mar no es lo mío.

–En ese caso, supongo que huyes porque no quieres hacer el servicio militar. –Ante el mudo gesto de asentimiento, el capitán continuó–: En tu país desertar es un delito muy grave

–Lo sé.

–Podrían ejecutarte.

–Supongo que sí.

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Autor: Alberto Vázquez-Figueroa. Título: Viva Palestina. Editorial: Edhasa. Venta: Todostuslibros.

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