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Voces, un cuento de Daniel Gascón

Voces, un cuento de Daniel Gascón

Entre los días 6 y 10 de junio el Instituto Cervantes celebrará Benengeli 2022, Encuentro Internacional de las Letras en Español, con la participación de unos 50 escritores del ámbito de la lengua española y con el realismo (sean o no sean realistas sus obras) como tema de base. Benengeli 2022, desarrollado por la sección de literatura del Instituto Cervantes y comisariado por Nicolás Melini, tiene lugar de manera presencial en 5 ciudades de 5 continentes (Sidney, Nueva Delhi, Toulouse, Dakar y Chicago), y en otras tantas por medio grabaciones de vídeo y de podcast de radio (Buenos Aires, Lima, Bogotá, Caracas, La Paz, San Juan de Puerto Rico, San José de Costa Rica, Ciudad de Panamá, Santa Cruz de La Palma, Las Palmas de Gran Canaria, Sevilla y Madrid). Las actividades de Benengeli 2022, que toma su nombre del personaje historiador que Miguel de Cervantes ideó para que divulgara las andanzas de Don Quijote, Cide Hamete Benengeli, se podrán disfrutar en la web del Instituto Cervantes: www.cervantes.es.

Zenda publica en las semanas previas al encuentro 5 propuestas de 5 de los autores invitados. Esta última entrega es el cuento «Voces», de Daniel Gascón.

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VOCES

El edificio era grande y le llevó tiempo conocer a los vecinos. Había una señora que siempre le preguntaba a qué piso iba, como extrañándose de que él viviera allí. Él contestaba educadamente, con paciencia, mientras lamentaba no tener el tipo de carácter que le habría permitido responder de manera antipática. Fantaseaba con que en algún momento ella necesitara su ayuda, y con que él se la prestase con una cortesía exagerada. Un vecino (el vicepresidente, había dicho) husmeó un poco en su casa e hizo un comentario aprobador sobre su biblioteca, desde la entrada, pero él no quiso dar pie a que avanzase. También le llevó unos meses distinguir a dos señoras mayores, severas, con ese aire un poco arrogante que, pensaba, en el fondo era solo miedo. Una de ellas, un día, no había querido subir con él en el ascensor. La vecina del rellano le había alertado de un error habitual de los otros inquilinos: se dejaban la luz de la terraza encendida toda la noche, y era una bombilla cara.

Cuando empezaron a vivir en el piso se dio cuenta de que había tenido mucha rotación. Llegaban cartas a nombre de tres o cuatro personas, siempre varones, y él pensaba que eran hombres que tenían una vida un poco triste y solitaria, aunque relativamente confortable, la casa era grande. Quizá por eso se sentían culpables y por eso casi toda la correspondencia que llegaba era de organizaciones de caridad.

A Clara y Alberto los oyó antes de verlos. Sabía que había una pareja con una niña de la edad de su hijo, porque se lo había dicho la vecina del rellano, pero tardó unas semanas en conocerlos. Al principio solo escuchaba sus voces a la hora del baño. Vivían un par de pisos por encima, en el más alto, y él oía hablar a la niña, balbuceaba en la bañera, a veces lloriqueaba un poco o protestaba diciendo que no quería entrar o salir. Oía las voces de los padres. Él atendía, preguntaba, jugaba. Ella decía cosas amables, cantaba un poco. Empezaba cantando para la niña, pero luego parecía que la niña seguía jugando y ella continuaba. No acababa la canción, repetía las mismas tres o cuatro frases y él no podía distinguirlas. Y tampoco cantaba especialmente bien: era un tono distraído, relajado, pero al mismo tiempo evocador. El tono —pensaba él— de quien es feliz y piensa en otra cosa.

Él cantaba a veces. Estaba tan seguro de hacerlo mal que solo cantaba en privado. De adolescente, cuando sacaba a pasear el perro de noche, fumando un porro, junto al cementerio y el campo de fútbol. Alguna vez, volviendo a casa por calles peligrosas, para alejar el miedo o el aburrimiento. Cuando vivía en Francia una mujer lo había aplaudido, estaba fumando en el balcón y él pidió perdón en francés. Ella no dijo: no, está muy bien. Él no recordaba ahora qué canción era. Una amiga le había dicho que al tener hijos recuperabas una parte de la infancia, algo que creías desaparecido. Y eso quizá no fuera del todo cierto, o al menos él pocas veces había tenido esa sensación, pero le gustaba dormir a su hijo con canciones, repasaba las letras en el móvil y le daba un poco de pena que creciera y él tuviese que adoptar otras tácticas. Al cantar se acordaba de su padre —que, decía, tenía que cantarle mucho de pequeño— y de las canciones que en su familia se habían usado para dormir a los niños: sus padres, sus abuelos. Si estaba triste, y últimamente estaba triste muchas veces, se descubría a punto de llorar con canciones que siempre le habían parecido ridículas. Otras veces escuchaba cantar a su mujer y entonces pensaba que su hijo recordaría esa canción, aunque le pareciera ridícula, con afecto y nostalgia, la música, había aprendido en la carrera, era el más espiritual de los sentidos.

No recordaba la primera vez que los vio, pero llevaría dos o tres meses en el edificio. Eran siempre amables y tenían tiempo para hablar. Frente a ellos, él era más consciente de su timidez y de cierto envaramiento.

Aun así, sobre todo los oía. Y eso le hacía más consciente de sus propias conversaciones. Se incomodaba si su hijo lloraba en el baño —si no quería entrar o salir—. Cuando discutía con su mujer, cerraba la ventana y le reprochaba que gritase precisamente allí, donde todos podían oírle. Se preguntaba si el sonido subía con tanta claridad como bajaba, le parecía que oía más a los de arriba, pero no estaba seguro.

Alguna vez se los encontraba en el parque. Como su mujer iba más a menudo, era ella quien los veía con más frecuencia. Él los veía alguna vez, si volvía de correr, y se cruzaba con los tres: el carro, la bolsa con los cubos y las palas, la niña que prefería caminar. En esos casos se sentía un poco egoísta y culpable. ¿Qué hacía él solo, corriendo, como un adolescente o un soltero, en vez de estar con su mujer y su hijo? Cuando lo había hecho le había parecido aburrido. Pero, por otro lado, notaba que era un mal padre o al menos alguien que no sabía apreciar las cosas, disfrutar de la vida. Era un fallo estético, perceptivo, pero tenía consecuencias morales sobre él y los demás.

Alberto era abogado y trabajaba para una ONG. Normalmente, lo veía vestido de manera informal, aunque la ropa quizá fuera un poco más cara que la suya. Clara era profesora en la facultad de educación. Aunque al principio pensó que tenían más o menos la misma edad, luego se dio cuenta de que les llevaban cuatro o cinco años. Los dos se conservaban bien, y era una pareja atractiva, sin que ese atractivo resultara molesto u ofensivo. Un par de veces se había fijado en que ella tenía alguna cana. No sabía si se había dado cuenta por la luz o si es que se teñía de vez en cuando; tampoco sabía si lo hacía también Alberto.

No los conocía mucho, pero los habría seguido en todo. A veces los veía severos con su hija, y esa severidad calmada le hacía pensar que sus maneras más permisivas solo eran una forma de indulgencia, una desidia que tendría consecuencias nefastas. Otras veces tenía una impresión contraria. Una tarde, al llegar a casa, se encontró a Clara y su hija en la entrada. La niña quiso subir a pie las escaleras hasta su piso, el quinto, y Clara y él hicieron lo mismo. Clara le dijo que no lo hiciera, que subiera tranquilamente en el ascensor, pero le gustó charlar hasta el tercero, donde vivía él, y en esa ocasión le agradaba la paciencia, la naturalidad con que encajaba la cabezonería de la niña. El tiempo, parecían saberlo, estaba para eso. No había otro sitio donde estar. En cambio, daba igual lo que él estuviera haciendo: la vida siempre estaba en otra parte.

A veces había asociado esa actitud con la religión. Se preguntaba si esa serenidad derivaba de unas convicciones religiosas profundas aunque tolerantes. Siempre había desconfiado de ese tipo de razonamiento, y detestaba las teorías que atribuían a los creyentes ese sosiego espiritual, pero no podía evitarlo. Sin embargo, por sus costumbres dedujo que no eran religiosos, y añadió eso al catálogo de sus virtudes.

No eran perfectos, claro. De hecho, alguna vez había notado alguna tirantez, algún comentario que podía indicar una fricción habitual. Pero, del mismo modo que no teatralizaban sus conflictos conyugales, como algunas parejas que conocía, no mostraban esa combinación de orgullo y resignación de la paternidad que exhibían algunos amigos suyos, que cuando llevaban a sus hijos a un espectáculo infantil parecían estar tomando una playa en Normandía. La paternidad te lo cambiaba todo y al final no tenías tiempo para nada, pero daba igual porque todo lo demás era incomparable. Con los amigos que hablaban así se sentía una persona sin hijos, y sin duda sin sentimientos. Pero cuando charlaba con Clara y Alberto nunca tenía esa impresión. Una noche, cuando fue a tirar el papel al reciclaje casi a medianoche, se encontró con Alberto, que le dijo que había quedado con unos amigos. Él pensó que estaba muy bien que pudiera hacerlo, y se imaginó que sucedía sin problemas, con naturalidad, y que Clara hacía lo mismo en otras ocasiones.

Casi siempre que hablaba con ellos, tenía la sensación de que tenía con uno una conversación muy parecida a la que habría tenido con el otro. El tono era muy similar. Se preguntaba si era una simplificación que tenía que ver con que él no estaba en la pareja, y si otros también verían tan parecidos a él y a su mujer. ¿Detectarían en ellos, ya que no algunos gestos, algunas expresiones o palabras frecuentes, o incluso una especie de tono general, relacionado con la tranquilidad o el nerviosismo, la amabilidad o la aspereza? Pensaba que él y su mujer no transmitían esa sensación de atmósfera común, e intuía que si así ocurriera sería un clima mucho más desapacible.

Un par de veces se encontró con Clara y su hija cuando volvía de dejar al niño en la guardería. Era lunes, y Clara le dijo que como la niña no se había despertado sola habían decidido que no pasaba nada por llegar un poco más tarde. Aunque luego pensó que si hubiera sido al revés él habría buscado excusas elaboradas y se habría sentido un incompetente, admiró esa relajación: sabían distinguir lo que era de verdad importante, en vez de someterse a las normas arbitrarias de la escuela infantil. Parecían el tipo de gente que, sin demasiado esfuerzo, sabía elegir bien la comida de los niños y podía impartir una educación no sexista pero al mismo tiempo tampoco excesivamente rígida. No eran como ellos, que tenían discusiones acaloradas donde su mujer se mostraba inflexible y él le decía que era una maniática, y luego ella le daba una piruleta al niño y él la acusaba de crear malos hábitos alimentarios.

Los invitaron a casa cuando su hijo cumplió tres años. Cuando los otros invitados se marcharon, Clara y Alberto se quedaron un rato más. Al principio Alberto había tomado una cerveza pero no quiso nada más; Clara había bebido una Coca—Cola. Él se habría tomado otra cerveza pero se contuvo. Alberto quiso ver la distribución de la casa. Su piso era más o menos igual. Le decía cómo podía mejorar la casa. El salón podía llevarse un poco más allá, y con una puerta menos sería más diáfano y luminoso. No lo decía con suficiencia, y sabía que no se podían hacer esos cambios: las dos parejas vivían de alquiler. Pero, de todas formas, le sorprendió un poco la seguridad con que proponía esas reformas.

No tenía nada contra ellos. Ni siquiera los envidiaba. Le caían bien, le gustaba encontrárselos, eran gente agradable. Pensaba que ganaban algo más de dinero que ellos; intuía que también lo tenían por motivos familiares. Pero era una sensación, nunca percibía que ellos presumieran o se esforzaran en mostrarlo. Su mujer tenía más relación con ellos. Y a través de ella fue enterándose de algunas cosas: algunos datos dispersos de su familia, algunos detalles del trabajo, alguna cosa sobre sus aficiones. (A Alberto le gustaba salir en bicicleta.)

En sus conversaciones él no podía evitar una cierta incomodidad, casi una impostura. No era algo nuevo. Había tenido esa sensación de inadecuación muchas veces. Por ejemplo, cuando el niño acababa de nacer y acudieron a la reunión de un grupo de lactancia en la otra punta de la ciudad. O una noche, no mucho después de mudarse, cuando fueron a cenar a casa de unos amigos. Acababan de regalarles un carro. Se hizo tarde y decidieron volver en taxi. Pero ni ellos dos ni el chófer eran capaces de plegar el carro. Al final, su mujer y el niño se fueron en el taxi y él corrió empujando el carrito para llegar al último metro. Tenía que pasar por una calle de putas, una le gritó: “¡Te has olvidado al niño!”, y él aceleró mientras varias se reían. En el trayecto que había entre la parada de metro y su casa, él, que siempre había sido bastante indiferente a la opinión de los demás, temía encontrarse con Clara y Alberto y el carro vacío: afortunadamente, pensó luego, era demasiado tarde para ellos.

Recordaba muchas veces esa escena: él y su mujer discutiendo a medianoche, enfadados por pura frustración y sentido del ridículo, en mitad de la calle, delante del taxista. ¿No tendría su mujer la misma sensación que él? No era solo una impostura sino la convicción de que todo lo estaban haciendo mal; no era una cuestión limitada a la educación —o la crianza, como prefería decir la gente—, sino algo que afectaba a un nivel más amplio, algo que tenía que ver con la felicidad. Si él hacía algún comentario, ella respondía bruscamente, como si una sola observación fuera una enmienda a la totalidad, y le reprochaba su falta de apoyo o confianza. Quizá fuera porque ella sentía algo parecido, pero no sabía si era un producto de su propia inseguridad, o si era algo que generaba él mismo, como las hojas de los pinos que con su acidez arruinan el suelo sobre el que caen y no dejan que crezca nada.

Coincidían en la escalera, en el parque y en el supermercado. Pero tardó mucho tiempo en entrar en su casa, y fue por una razón inesperada. Era un día triste: para entonces, seguía en el piso pero ya había decidido que se iba a marchar. Ocurrió a principios de septiembre del tercer año que pasaban allí, después de unas lluvias que habían afectado sobre todo a los pisos más altos. Un perito del seguro recorrió el edificio para ver los desperfectos. Como él era el único joven que estaba en el edificio en aquel momento, el perito le pidió que lo acompañara al exterior. Subieron hasta el rellano de la planta donde vivían Clara y una vecina mayor. Había que salir por una ventana que estaba en la pared. Clara les acercó una banqueta. Él dudó un momento, no le apetecía nada, pero tenía enfrente a Clara y a la otra vecina.

Subió después del empleado del seguro. Era más sencillo y menos peligroso de lo que había temido. El empleado le señaló unas tejas que se habían movido, explicó un poco, hizo unas fotos con el móvil. Él, aliviado por su valentía, miró un momento desde lo alto y contempló una vista desconocida de la ciudad.

Para entonces casi se sentía parte del equipo de reparaciones. Entró con el perito en casa de la vecina y en la casa de Clara, para evaluar de nuevo los desperfectos. Luego, Clara le preguntó si le apetecía tomar algo. Él pidió una cerveza. Vio que estaba un poco manchado de cal, y dijo que iba a lavarse las manos. Eso también le permitiría ver más despacio cómo estaba decorada la casa.

El baño estaba al final del pasillo, como en su casa. Cuando se lavaba las manos, oyó la voz de su mujer, que cantaba mientras bañaba a su hijo.

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