[30 Junio – 13 Julio]
Lunes, temprano, renovación del carnet de conducir. Te llama la atención, como siempre, la máquina que utilizan en el psicotécnico para medir los reflejos al volante: el coordinómetro bimanual. El mismo desde hace décadas. Tecnología de los años setenta que te recuerda a los juegos de la Atari 2600, tu primera consola. Muchas veces te has preguntado por qué las cosas que funcionan tienen que transformarse. Tal vez esa máquina sea, simplemente, perfecta para lo que hace. No necesita más. No hay razón para cambiarla. Aún quedan lugares —piensas— que escapan a la obsolescencia programada.
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En la universidad leen una tesis doctoral sobre la traducción de tus novelas al francés y al inglés. Te han invitado a la defensa y asistes como público. No puedes evitar cierto sonrojo cuando el doctorando y los miembros del tribunal hablan de ti como si fueras una entidad externa. «El autor», dicen, como si no estuvieras allí, como si fueras un objeto de estudio, inerte, diseccionable. Pocas veces has sentido un extrañamiento semejante: estar presente y, al mismo tiempo, no ser nadie. Y, sin embargo, mientras escuchas cómo analizan tus libros, no puedes evitar también sentir algo muy parecido al orgullo. Un orgullo silencioso, que se queda dentro, como si no fuera contigo, pero que te acompaña el resto del día.
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Lees Mi educación, de Susan Choi. Sigues enfrascado en novelas que exploran el mundo de la universidad y también las relaciones prohibidas. Pero esta, sin embargo, se te hace muy cuesta arriba en la segunda parte y acabas abandonándola. Demasiado reiterativa, demasiado centrada en un bucle afectivo que termina por agotarte.
La dejas y vuelves a Katie Kitamura. Lees Intimidades. Aunque te gusta, te interesa mucho menos que Una separación, que sí logró mantenerte en tensión hasta el final. Aquí reconoces la voz, la manera contenida de abordar las relaciones, pero no acabas de conectar con la inquietud de la protagonista. Solo consigue atraparte una línea: la cuestión ética del traductor. El dilema de esa mujer que trabaja en el Tribunal Penal Internacional y no sabe cómo enfrentarse al lenguaje del criminal al que debe traducir. Esa tensión —entre fidelidad y conciencia— es lo único que permanece cuando cierras el libro.
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Te tragas en dos días Los sin nombre, la serie de Pau Freixas. Toma algo de la película de Jaume Balagueró, pero apenas unas líneas maestras. La película te inquietó en su día. Fue todo un descubrimiento. Incluso llegaste a comprar la novela de Ramsey Campbell y la leíste con gusto. Estos días pretendías revisitarla, impulsado por la serie. Pero la serie, que comienza bien —contenida, enigmática—, poco a poco se va torciendo hasta acabar en una especie de despropósito.
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No dejas de leer novelas de campus y textos relacionados con lo que estás escribiendo. En realidad, deberías parar ya. Tu novela está anclada, al menos en lo que respecta al tema. Corres el riesgo de tropezar con algo demasiado parecido y echarte atrás.
Aun así, continúas leyendo. Y comienzas Los puntos ciegos, de Borja Bagunyà, que tenías pendiente desde hace tiempo. Es cierto que toca los mismos temas que tu novela, pero lo hace con un lenguaje y un planteamiento completamente distintos.
En el fondo, no estás escribiendo nada nuevo. Hay más novelas ambientadas en la universidad. Sería como decir que escribes sobre un asesino en serie y preocuparte porque existen otras novelas negras.
Pero no puedes evitarlo. Vives obsesionado con rastrear todo lo escrito. Como si, más que buscar similitudes, necesitaras confirmar las diferencias. Siempre actúas del mismo modo: te cruzas con una novela de campus, lees la sinopsis, te asusta que sea demasiado parecida, la compras, comienzas a leer, compruebas que es distinta, y entonces respiras. Casi que lees para descartar.
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Reescribes el primer y el segundo capítulo de la novela. Lo haces ahora con otro ritmo. Más lento, más atento. Te demoras en el lenguaje, pero también en la verosimilitud. Ya no basta con decir: «Asunción estudió Historia del Arte». Ahora te preguntas: ¿qué nota sacó?, ¿dónde estudió?, ¿tuvo beca?, ¿sobre qué fue su tesis?, ¿quién la dirigió?
Y con cada una de esas preguntas, el personaje comienza a crecer. También la historia. Como si, al volver atrás, no estuvieras corrigiendo, sino espesando el mundo que habías dejado trazado.
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Examen el jueves. Tribunales de TFG el viernes por la mañana. Los últimos compromisos de la universidad ya con julio iniciado. A partir de ahora, reuniones, actas, informes y burocracia. Todo salteado. Pero no hay un día en que no tengas algo que te despiste de la escritura.
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Durante la semana trabajas también en el guion de la película. Sobre todo, en los personajes. Fichas de casi treinta páginas, con hasta el más mínimo detalle. Nunca habías trabajado así, pero para Joaquín es el modo habitual. Y te das cuenta de cómo crece y se espesa la trama cuando los personajes dejan de ser funciones y se convierten en personas. Cómo la historia moldea el carácter, y el carácter, a su vez, define la historia.
Vais lentos, pero seguros. Y en cada reunión hay un momento de serendipia: algo que aparece sin buscarlo y que lo cambia todo. El sábado por la mañana, uno de esos hallazgos os emociona. Hasta el punto de que daría, por sí solo, para una película entera.
No sabes qué saldrá de ahí. Pero, desde luego, nadie podrá deciros que el guion no está trabajado.
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El lunes hablas por teléfono con tu agente y le prometes que la novela estará legible para septiembre. Al colgar, piensas que te has puesto una fecha demasiado cercana y te entran los nervios. También el guion tiene que estar para entonces. Al menos una primera versión. No sabes si vas a poder con todo. Se te viene encima un verano sin descanso.
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Entrevista en la playa para el periódico La Verdad. Relajado, con amigos. Yayo, Dani, Alberto. El mar al fondo y un gin-tónic cerca. Tan a gusto que, por un rato, olvidas que estás hablando para un periódico y sueltas más de una barbaridad.
A la vuelta, en Murcia, todavía con ropa de playa, cenáis en un hindú. Dani, Rafa, Juan y tú. El restaurante está vacío. Solo vosotros y, al fondo, una mesa con gente vestida de negro. Rafa se queda mirándolos y dice: «Son los Europe». Tocan al día siguiente en la plaza de toros. Tiene sentido que estén ahí. Cuando se van del restaurante los saludáis. Supones que están cansados, pero no han sido demasiados amables. «No hugs», dice inmediatamente uno de ellos cuando os ven. «No intention», contestas tú.
Al final os hacéis la foto. No sabes quién sale más desganado, si ellos o vosotros.
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El viernes, entrevista con Jesús Montoya para el proyecto Antropolit. Entre otras cosas, habláis del artículo de Enrique Rey sobre lo que él llama «el noir murciano», esa literatura que surge del paisaje desolado de Murcia. A partir de ahí, Jesús te lanza una pregunta: «¿Qué está pasando en Murcia con la literatura? ¿Existe algo así como un milagro murciano?»
Respondes que no está pasando nada que no esté ocurriendo también en otras zonas de la periferia. Hay una generación de autores y autoras que han empezado a publicar en editoriales nacionales y que están teniendo cierto reconocimiento, sí, pero como sucede en otros lugares. El supuesto milagro murciano es, en realidad, el milagro de las periferias.
Y tiene que ver, sobre todo, con una pérdida de poder de los centros y con una nueva forma de relacionarse con el contexto literario. Las redes de comunicación han cambiado las reglas del juego: ya no es necesario estar físicamente en el centro para participar en él.
Por supuesto, hay también un efecto contagio. Cuando ves que tu vecino publica y gana premios, comienzas a pensar que es posible. Te animas. Lo ves como algo real, cercano, alcanzable.
Se pueden hacer cosas grandes desde Murcia. Como desde cualquier lado.
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Por alguna razón que no logras entender, no consigues ver una película entera durante toda la semana. Comienzas Daniela Forever y la quitas a los veinte minutos. Longless tampoco te dura más que la primera parte. Desistes también de la serie El eternauta en el tercer episodio. The Brutalist la aguantas una hora y media y no continúas. Nada te apasiona.
El fin de semana, tranquilo en casa, comenzáis Destino a Titán y apenas le dais diez minutos. «Vamos a lo seguro», dice Raquel. Y acabáis viendo La cosa, de John Carpenter. Un clásico. Ciencia ficción en estado puro.
«¿Y si ya no viéramos más películas nuevas?», dices. «¿Y si a partir de ahora solo viésemos lo que ya hemos visto, lo que nos ha gustado?»
Lo comentas como una broma, pero te acuestas con esa idea en la cabeza. Tal vez llega un momento en la vida en que el gusto se atrofia, y lo mejor no es descubrir, sino regresar. Releer, volver a ver, volver a escuchar. Vives asediado por las novedades, por todo lo que aún te falta por hacer. Quizá haya llegado el momento de frenar y regresar a las cosas que sí pudiste hacer. Las que alguna vez te gustaron. Las que te hicieron bien. No se trata de plantarse, por supuesto, pero sí de comenzar a mirar atrás de reojo. Te propones hacerlo: redescubrir el mundo, a pesar de lo que dice la canción. Volver a los lugares en los que has sido feliz.


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