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El sueño

[Foto: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, I: EL SUEÑO

Se repetía una y otra vez, cada noche desde la última luna nueva. Seguía un ciclo exacto y misterioso. Lidia se preguntaba qué oscuras e intrincadas razones obligarían a su mente a soñar lo mismo, con implacable puntualidad. No halló respuesta, así que, indiferente, se encogió de hombros y continuó con su vida.

Habían pasado casi dos meses, cuando su hermana, Laura, le regaló un curioso libro. El significado de los sueños, rezaba la portada, en letras grandes, negras y retorcidas.

-Lo vi en un mercadillo -le explicó Laura-. La vendedora, que debía de tener al menos mil años, me dijo con voz tétrica que tuviera cuidado, que el libro está embrujado. Me hizo mucha gracia, pero luego… No sé, no me he atrevido ni siquiera a abrirlo. Creerás que soy tonta. Quédatelo tú, siempre has sido más valiente que yo.

Ni siquiera lo relacionó con su obstinado sueño. Pero aquella noche, al meterse en la cama, la idea cruzó su mente como un relámpago. Caminó descalza hasta el salón y cogió el libro, que descansaba inocente sobre la mesa. Bajo el cálido edredón, consultó el índice, saltando sobre las palabras. “Piano, picadura, picota, pichón, pies…” Entonces descubrió que existían múltiples posibilidades. Suspiró convencida de que su sueño no aparecería descifrado en el libro. Aún así, lo comprobó. De nuevo sus ojos volaron sobre cada opción. “Pies sanos… pies grandes… pies pequeños… pies heridos…”. Bueno, pues sí que aparecía. Al fin sabría el significado. La curiosidad dio paso a un pavoroso escalofrío que recorrió su espalda, como si un dedo helado hubiera pasado fugazmente sobre sus vértebras. Notó cómo se erizaba todo el vello de su cuerpo y las palmas de sus manos se cubrieron de un sudor frío. Las palabras adquirieron voz y resonaron dentro de su cabeza. “Soñar con pies heridos, magullados y sucios resulta decididamente negativo. Si, además, presentaran cortes y quemaduras, el presagio se vuelve nefasto. La repetición de dicho sueño anuncia una muerte inminente”.

Lidia se sintió sacudida por todo tipo de sensaciones aquella noche. Primero, el miedo. Después, incredulidad. Resultaba ridículo y completamente estúpido. ¿Acaso era necesario soñar con pies para morir? ¿Qué clase de interpretación absurda era aquella? Si al menos le hubieran dado un aire científico, aunque fuera de pseudopsicología barata… pero aquella idiotez supersticiosa no podía tomarse en serio. De ninguna manera. Y sin embargo, por primera vez desde que podía recordar, Lidia no consiguió dormir en toda la noche. Y tampoco durmió las siete noches siguientes. Constantemente se repetía que no debía tener miedo, que aquella burda definición respondía únicamente al desvarío de algún santón iluminado con pretensiones de escritor. Pero en algún lugar de su interior, la sola idea de cerrar los ojos y volver a ver los pies la estaba matando de terror.

Diez días después, Lidia parecía la sombra de sí misma. Nadie comprendía qué le estaba ocurriendo. La acosaban a preguntas la familia, los amigos, los compañeros de trabajo… ¿Se sentía mal? ¿No descansaba lo suficiente? ¿No estaba comiendo bien? ¿Había tenido algún disgusto? Quizá tenía anemia, debería hacerse unos análisis. Puede que le conviniera tomarse unas vacaciones, porque, decididamente, se estaba volcando demasiado en el trabajo y su aspecto era enfermizo. Eso por no hablar de su espantoso humor. ¿Por qué estaría tan irritada, tan susceptible? ¿De verdad creían posible que estuviera tomando drogas? Bueno, en realidad no parecía tan descabellado, aquel cambio no era normal.

Habían pasado quince días, cuando Laura no pudo más. Volvía a casa tras pasar el fin de semana con unos amigos, en el campo. Había un atasco impresionante en la autopista. Sí, por eso la llamaba, para decirle que pensaba ir a verla de inmediato, en cuanto lograra llegar a la ciudad. No, no aceptaría ninguna excusa. Estupendo, esa sí que era buena, así que la estaban acosando entre todos. ¿No se daba cuenta de lo preocupados que estaban por ella? ¿Y cómo se lo agradecía? Con malas caras y portándose como una histérica. Está bien, no pensaba tolerar que siguiera haciéndose la víctima. Iban a hablar muy clarito las dos, cara a cara y sin más mentiras. No, no tenía intención de dejarla en paz, ni tampoco de continuar aquella discusión por teléfono. No, el atasco estaba desapareciendo al fin, los coches se movían, tenía que colgar de inmediato, lo único que le faltaba era que le pusieran una multa. Pero, ¿es que no pensaba dejar de gritarle? Santo Dios, ¿qué diablos le pasaba? ¿Por qué se comportaba así? ¿Qué le había hecho ella? ¡Sólo quería ayudarla! Sólo quería…

La comunicación se cortó de repente. Lidia, acalorada por la pelea, lanzó el teléfono contra la pared. Por eso tardaron tanto en localizarla. A las tres de la madrugada, llamaron al timbre.

Antes de entrar en el depósito, ya sabía que se trataría de Laura. Ni siquiera hizo falta levantar la sábana. Lo último que vio antes de caer desmayada, fueron los pies de su hermana. Magullados, sucios y quemados.

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