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Selección de relatos del concurso historias de superación (I)

Historias de superación en Zenda

Más de trescientas #historiasdesuperación participan en nuestro concurso, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Este jueves, 1 de diciembre, anunciaremos los nombres del ganador y del finalista. Y ahora presentamos una selección con los veinte relatos que optan a los premios.

Para participar había que escribir un relato en internet en lengua española que incluya la palabra MUJER. El relato debía ser publicado en internet entre los día 17 y 28 de noviembre. Este concurso ha nacido para promover el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. El jurado, formado por los escritores Lorenzo Silva, Lara Siscar y Paula Izquierdo la agente literaria Palmira Márquez y la periodista Karina Sainz Borgo, valorará la calidad literaria y la originalidad de las historias de superación.

Como actividad paralela al concurso, cinco escritores han participado en Zenda escribiendo historias de superación.

Historias de superación en Zenda

 

El orden en el que aparece este selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez primeras de las veinte #historiasdesuperación seleccionadas.

1

Correr

Por Estíbaliz Bermúdez Jaenes

Correr. Ella sólo quería correr. Correr y nada más. El viento frío le raspaba la cara, le dolían las pantorrillas del esfuerzo. Sus pisadas resonaban entre los charcos de las calles, y la mañana cada vez se tornaba un poco más clara.

Correr. Por cada paso más que daba, se sentía más mujer. Por cada sacudida de su cuerpo se sentía más liberada de sus cadenas que la ataban a un mundo que ella no quería. Por cada respiración se liberaba un poco más de esa tristeza que acumulaba años por dentro.

Le dolían los pulmones y la garganta. Le dolían los pies y los recovecos de los músculos. Pero al fin y al cabo era un dolor más liberador que cualquier otro. Era como sentirse de nuevo llena del mundo, y al mismo tiempo se sentía vaciarse de todo lo malo que ella misma estaba soportando. Durante años, durante décadas.

Un paso, y otro, y otro más. Veía los coches esperando a un semáforo cambiara de nuevo en verde, gente con su vida viéndola pasar a cada segundo. Y para ella… era como retornar de nuevo. Retornar a todo lo bueno que una vez tuvo. Retornar a aquellas mañanas con su café y libros, siempre de por medio. Mañanas de soledad y rayos de sol. Un sol que le calentaba siempre las pestañas y la acariciaba suavemente. Pero sobre todo que la hacía sentirse ella. Sin prejuicios ni estigmas de la sociedad, sin pensar si era gorda o flaca, bella o fea, era ella. Solo ella. Una mujer.

Correr. Alejarse de todo lo que conocía, descubrir todo aquello que se le negaba y que le prohibían. Quería descubrir un aire nuevo y aspirarlo, quería ver nuevas fronteras y sentir la tierra bajo sus pies, conocer nuevas caras y sonrisas llenas de color en los ojos, nuevas formas de hablar y palabras que le acariciasen las mejillas encharcadas de dolor.

Ella, se sentía tan libre, que después de correr tanto ya no sentía dolor, ya no sentía peso alguno. Ella, simplemente, volaba.

***

2

La caricia

Por Ángeles Martínez

La caricia arrancada al cuerpo inmaduro. El grito acallado por la amenaza. El peso de la agresión asfixiado por el dolor que atraviesa la piel ignorada. La pérdida del miedo y la búsqueda de la huida. Alcanzar el exterior, descubrir el frío de una noche de verano y hallar un rincón donde protegerse. Repararse el vestido y componer la humillación sentida. Amanecer mujer cuando aún el cuerpo es de niña. Silencio. No posee las palabras y el tiempo se acelera. Rechaza el tacto, esconde la mirada y deniega el abrazo. Restaura su corteza con la caricia aceptada y sólo entonces entiende el amor.

***

3

Mujer de labios rojos

Por María López Torres

Mujer de labios rojos y alma gris. Un día más, despertando. Un día más, deseando no hacerlo. Un día más, un día menos.

 

***

4

Desnuda

Por Yolanda Poza

Estoy desnuda frente al espejo. Observo mi cuerpo, sin vergüenza ni rencor. Un cuerpo de mujer, con sus dunas, sus valles, sus mesetas y alguna arista.

Me fijo en mi rostro. La piel pálida, las ojeras, la nariz, siempre con afán protagonista. Mis ojos, que nunca ocultan nada.

Esto es lo que soy. Nada más, nada menos. Nunca más menos.

Hubo un tiempo en que casi consiguieron reducirme a un apenas. Como una cebolla, fueron despojándome de mis capas, de mis yos, hasta convertirme en cenizas de miedo e inseguridad. Porque a su lado, yo solo era menos.

Aprendí a ser la sombra de mi misma. A vivir agachada. Hice de la suela de sus reproches mi hogar. Si alguna vez levanté la voz o la cabeza, él volvía a enterrarme bajo una tonelada de culpabilidad. Era tan estúpida, que no entendía que todo lo hacía por mi bien. Gracias, amor, por el tiempo que perdiste enseñándome lo poco que era.

Llegó un momento en que, fui tan poco, que terminé siendo nada. Apenas una corteza que vive porque respira. Y decidí dejar de respirar. Y casi conseguí dejar de vivir.

Alguien decidió que merecía la vida. Y que, además, merecía la pena. Me habló de ser más. De ser yo. De reconocerme y enamorarme. De mis capas, mis luces y mis sombras.

Y me habló de relaciones; que no es lo mismo contigo que sobre ti. Que no es posible un nosotros si uno de los dos pierde su yo. Que, a veces, es necesario arriesgar la vida para no perderla.

Respiré hondo y me lancé al vacío que era entonces mi existencia. Recuperé amigos que se habían ido quedando en el camino. Abrí los brazos a nuevas amistades, hombres y mujeres que me recordaron que soy digna de amar y ser amada.

Escuché a mujeres que, como yo, tenían cicatrices. Algunas en la piel, todas en el alma. Juntas lloramos, reímos, vomitamos rabia y celebramos nuestra nueva vida.

Después de mucho tiempo, volvía a ser la dueña de mí misma.

Y aquí estoy ahora, frente al espejo, desnuda. Descubriéndome, aceptándome, perdonándome. Aprendiendo a amarme.

Porque nunca más menos.

***

5

Un te quiero de auxilio

Por David Baizán

Una vez más, y fueron muchas, Mateo acabó aquella noche tapándose los oídos sobre su cama. Daba lo mismo, podía oírlo todo igualmente. Podía oír aquella música infernal de cuando papá discutía en el bar, de cuando perdía el Madrid, de cuando mamá no hacía algo bien o, al menos, no como le gustaba a papá; aquella música que siempre empezaba con algún reproche manido y cobarde del tipo “¿por qué cojones me casaría contigo?”, o “¡inútil, que eres una inútil!”.

Si había suerte, la cosa no duraba mucho y se quedaba en unos pocos insultos y algún golpe seco; aquella noche no la hubo. Fueron muchos reproches, muchos golpes y muchos insultos. Cuando no pudo aguantarlo más, Mateo salió de la habitación y vio cómo su padre agarraba a su madre por el pelo y la arrastraba por el pasillo mientras la insultaba y le daba patadas.

–¡Zorra! ¡Hija de puta! ¡Para qué cojones quieres el teléfono de un abogado! ¿Te creías que no me iba a enterar? ¿Te quieres ir? ¿Eh? ¡Antes te como la vida!

Más allá del pasillo, los golpes y los insultos continuaron durante un par de minutos. Cuando la casa se quedó en silencio, Mateo vio a su padre caminando hacia él con los nudillos ensangrentados, entonces se arrimó a la pared y lo observó de reojo de la que pasaba a su lado.

Tras de sí, el sonido del portazo que dio su padre al irse actuó a modo de disparo, y Mateo corrió para ver a su madre, que estaba tumbada sobre la cama, con la cara hinchada y cubierta de sangre, la ropa desgarrada y los ojos casi cerrados. Fue entonces cuando se acurrucó junto a ella y se cubrió con sus brazos, los brazos de una mujer hasta ese instante fuerte que apenas pudo abrazarlo.

–Te quiero, mamá –dijo Mateo.

–Y yo a ti, tesoro –respondió su madre con un susurro casi imperceptible.

–Te quiero, mamá –repitió él desangelado que, sin saber lo que pasaba, sentía que pasaba algo.

Tuvieron que pasar varios años para que Mateo comprendiera que fue aquel segundo te quiero lo que hizo reaccionar a su madre, lo que le devolvió la fuerza a sus brazos. Aquel te quiero de auxilio lo fue todo para ella, que no se quiso rendir. Como pudo, pidió ayuda a un vecino, aquel hombre fuerte de ojos grises que tenía un perro muy grande y muy feo; el mismo que les abrió la puerta de su casa, que llamó a la policía y a una ambulancia, y que cubrió a su madre con una manta mientras a él lo llevó a ver la tele junto a Penco, aquel perro tan grande y tan feo.

***

6

Imitación

Por Raúl Clavero Blázquez

Para quebrar frente a mis ojos el péndulo del hipnotizador, para hacerme despertar de pronto, bastaron cuatro palabras:

-Tú te callas, mujer.

Sólo eso. Cuatro simples palabras, disparadas con precisión y rabia hacia el centro mismo de mi pecho. Allí quedaron alojadas por unos segundos, para transformarse después en una hoguera que invadió en un momento, con la voracidad de los náufragos, cada centímetro de mi piel. Bien es cierto que yo ya había escuchado aquella orden, aquel desprecio, aquel puñal disfrazado de idioma en muchas ocasiones, pero siempre por boca de mi marido, como colofón o como prólogo alcoholizado de los insultos y los golpes. Aquella vez, sin embargo, fue diferente, aquella vez fue mi propio hijo quien me gritó “tú te callas, mujer”, con los puños apretados y una mirada endurecida, impropia en un niño de sólo siete años ¿Qué había sucedido? ¿Le había dicho que hiciera los deberes? ¿Me había negado a comprarle otro videojuego? ¿Qué? Ni siquiera en aquel mismo instante fui capaz de descifrar la razón por la que me había respondido de ese modo desproporcionado, pero comprendí enseguida que aquello no era más que un reflejo de su padre, sentí entonces que una enorme grieta se abría bajo mis pies y supe que, si no actuaba a tiempo, mi hijo se quedaría del otro lado, en el territorio hostil de los caníbales. Me arrodillé ante él y lo abracé como si de nuevo le diera la vida, porque en el fondo eso es lo que iba a ofrecerle, otra vida, una vida nueva.

-No te preocupes – le susurré al oído -, desde hoy todo irá mejor, ya lo verás.

Había llegado la hora de levantarme del barro, la hora de alzar la cabeza, de girarme y avanzar. Reconocerlo, reconocerme y reaccionar fue la parte dura. Lo demás resultó sencillo. Primero dejé al niño por unas horas al cuidado de mi hermana, después le pedí a mi cuñado que me acompañara a recoger algunas cosas por mi casa, una casa en la que ya jamás volvería a reinar el miedo, y finalmente acudí a la comisaría del barrio. Y así, con sólo cuatro palabras, comenzó para mí un tiempo distinto, una vida llena de posibilidades infinitas que no he dejado de recorrer. Sólo fueron cuatro palabras, pero gracias a ellas ya nadie, nunca, me ha hecho callar.

***

7

Pasos en círculo

Por Mónica Gutiérrez Sancho

¿Cuántos?

Miro al suelo, a mi espalda. El desasosiego me sabe a sopa de letras. Esas que tú me preparabas entre sombras chinescas. Los demás veían el abecedario completo, pero yo solo y siempre 4 letras: l, o, c, a.

Recuerdo el opio insensato del principio, cuando afirmábamos riendo que éramos especiales, que nunca seríamos igual que los demás. Había tantos espejos, ventanas, que ni nos percatamos que eran un vulgar reflejo de nosotros mismos.

Llegaron las miradas que matan, pero no de amor ni amando. Miradas de desprecio. Luego los gritos. Inútil. Mujer que no vale para nada. Más odio. Porque si la línea entre el amor y el odio es fina, tú fuiste el que la robó para siempre. Más gritos. Por si tus ojos no dejaran claro el asco que te daban mis pasos por el pasillo de casa. Pasos lentos, atemorizados camino de ningún sitio.

Llegó el temor al sonido de las llaves. A marcharme. A quedarme.

Cuando me entraba el vértigo me subía al armario. El pánico pasaba dentro del balón de Nivea que cayó del avión un verano. Verano en el que mi cuerpo en bañador era como el de un dálmata. Blanco y morado. La ansiedad pasaba encerrada en una sábana. El dolor de los golpes desaparecía escondida dentro de una cápsula de Valium. Transitaba del armario, a la cápsula, al balón, a la sábana, a la cápsula. Loca. Eso es lo que hacen las locas. Y yo lo estaba. Eso repetías. Solo podía hacer cosas de locas. Un círculo de terror, aturdimiento, nulidad. Miedo. Y yo solo quería irme. Pero no podía.

Me volví invisible. Nadie podía verme. Ni mi familia. Ni mis amigos. Ni aquellos que más rozaban mi vida. Mis vecinos. No logré encontrar sus ojos. A veces inventé excusas, pedir un maldito puñado de azúcar para comprobar que no me había extinguido por completo. Que seguía ahí delante de ellos. Iba de frente, para no perderme de perfil entre las sombras de las paredes, con esos vaqueros ya diez tallas de más. Miraban al suelo. Al infinito, a cualquier punto menos el desesperado centro de mis ojos, los únicos que aún gritaban auxilio.

Hoy ya no te tengo miedo. Claro que sé que sigue ahí dentro, tú te has encargado de esculpirlo a fuego como una obra de arte hecha a mí medida. Pero se irá. Como yo. He cerrado la puerta. Sin esas llaves que abren abismos que dan a ningún lugar.

¿Cuántos quiere?

Un billete, solo de ida.

***

8

Cuenta Atrás

Por Blas Ruiz Grau

Cinco.

Recuerdo ese día con cariño. ¿Cómo no hacerlo? Fue tan perfecto que ocupa uno de los lugares de privilegio en mi alma.

Me recuerdo feliz, radiante, exultante. Era mi día, en realidad, nuestro, pero para qué nos vamos a engañar, los ojos estaban puestos en mí. Al entrar por la puerta de la iglesia te noté nervioso, no había rastro en tu cara de esa seguridad que mostrabas día a día y que me enamoró perdidamente de ti. Ese día no, ese día te hiciste pequeño. Pero no me importó, pues sabía que conocías lo importante que era todo eso para mí, me querías con locura y sólo pensabas en que todo saliera a la perfección.

Cuatro.

Aquel viaje nos marcó. Hicimos el amor tantas veces como nuestros cuerpos pudieron aguantar, bebimos, mucho, reímos, más.

Paseamos con eternas charlas, tú me hablabas de tus sueños, yo te escuchaba como una boba enamorada. Hablamos de tener una familia, de comprar una casa enorme y dejar ese cuchitril alquilado. Nuestras esperanzas rebosaban, yo era feliz, tú eras feliz.

Tres.

Lloré cuando me enteré. Estaba sola, tú trabajabas. La noticia del ginecólogo me golpeó como una dura maza en toda la cabeza. No era fértil.

Ahí estaba la inexplicable explicación a tantos meses de búsqueda sin fruto. No era fértil. Mis sueños se desmoronaron, supuse que al decírtelo, tus sueños también. Pero dudé, dudé porque últimamente todo era más importante que yo. Tu trabajo, tus amigos, tus salidas en bicicleta, tus partidos de baloncesto. Todo, menos yo.

Cuando te conté la noticia, mis temores se vieron cumplidos. Tu cara de indiferencia fue peor que la noticia en sí. Me dolió. No era fértil. A ti eso ya no te importaba.

Dos.

El infierno sólo acababa de comenzar. Habías bebido. Mucho, supongo. O eso quiero suponer. Me pediste perdón una y otra vez, llorando como un niño pequeño. Puede que fuera esa estupidez lo que me ablandó, pero mi cara, marcada con tu mano, reflejaba en el espejo lo que acababa de suceder. Quise pensar, oh, imbécil de mí, que no fuiste consciente de tus actos. Lo quise pensar esa y las tres veces siguientes.

Oh, imbécil de mí.

Uno.

Cuatro años han pasado desde que comenzaste a pisotearme como a una colilla. Cuatro años en los que he esperado, como una tonta a que todo cambiaría, a que ese hombre nervioso del altar, volvería. Ilusa de mí pensé que estaba sola, que jamás podría subsistir sin tenerte a mi lado, que me eras necesario, que te quería.

No, no te quiero, te odio tanto que sólo te deseo la muerte. Pero no, no te daré ese placer, no te quitaré tan rápido ese sufrimiento que siempre te acompañará. Ahora sé que no estoy sola, que puedo, que me lo merezco.

Hoy recupero mi lugar, ese que perdí el día que me entregué sin pudor a ti, ese que pensé que el amor todo lo podía. Vete a la mierda, no me busques, no me encontrarás.

Ahora cojo mi maleta, este portazo que daré simboliza mi cambio, mi vida lejos de ti. El amor no es entrega, el amor no es sumisión.

Que te follen.

Cero.

***

9

Golpes de efecto

Por Adolfo Vilar Revuelta

La vida de Catalina había estado llena de golpes.

Los golpes que en sus primeros años de vida le habían dado su madre y sobre todo su abuela Bernarda para corregirla cuando no se comportaba como correspondía a una señorita educada.

Los golpes que en la plaza le daban los niños de su barrio. Cuando preguntaba en casa le decían que “eso es lo que te hacen los niños cuando les gustas. Deberías sentirte halagada”. Ella solo se sentía dolorida.

Los golpes con los que una panda de hombres la empujaron hacia un callejón oscuro cuando tenía solo dieciséis años.

Los golpes con los que un chico, vestido con camisa blanca y con su pelo moreno escrupulosamente peinado con raya al lado, espantó a la panda de maleantes poniéndola a salvo como un príncipe de cuento.

Los golpes que el asiento de la Vespa Primavera T3 de 75cc, en la que montaba como una amazona, le daba al correr por los caminos de tierra y los campos donde se escapaba a despeinar aquella raya perfecta y morena. Dentro de lo que para una mujer se consideraba decente.

Los golpes que daba su padre sobre el cristal de la mesa del salón, con sus dedos gordos y callosos, mientras se rascaba la papada, planteándose si aquel chico moreno era lo bastante bueno para su Catalina.

Los golpes que se dio en el cogote contra el cabecero de la cama en su noche de bodas cuando su marido recién estrenado la estrenó a ella también, dejándola flotando en su nube de amor ebrio por la pasión y el champagne de convite.

Los golpes de su hijo dentro de ella. Los demás los llamaban pataditas. Ella los sentía caricias.

Los golpes que su marido les daba a las paredes, a los marcos de las puertas, a los bonitos muebles que había heredado de la casa de su madre, cuando tuvo que cerrar su negocio, el sueño de su vida.

Los golpes que ese mismo hombre se daba a las cinco de la mañana un día entre semana, tratando de encontrar la cama a través de la patina etílica que cubría sus ojos como unas malas cataratas.

Los golpes que la dejaron muda de sorpresa cuando los sintió sobre su piel por primera vez. Un temblor sordo que la recorrió desde la mejilla donde empezaba hasta el cerebro, incapaz de procesarlo. Incapaz de asimilar su origen. No podía haber sido él.

Los golpes que empezaron a ser rutina, que cada día la acosaban cada vez por un motivo.

Los golpes porque le habían dado el puesto a otro.

Los golpes porque su hijo tenía la casa desordenada.

Los golpes porque había mirado a otro como no debía.

Los golpes porque la vida era dura.

Los golpes porque la comida estaba sosa.

Los golpes porque “Por favor cariño hoy no. Lo siento de verdad. Perdona. Por favor.” dicho entre sollozos no era una respuesta válida a una erección.

Los golpes que sonaban atronadores en sus oídos cada vez que pulsaba una de las tres teclas que le abrían las puertas a la salvación. A abandonar el miedo. Cero (Retumbar) Uno (Congoja) Seis (Por favor).

Los golpes que no alcanzaban a aterrizar en su carne cuando los agentes se lo llevaban agarrado de los hombros mientras le gritaba y la amenazaba con acabar con su vida.

Los golpes que cada noche sentía en su pecho mientras miraba a la puerta aterrada, temiendo verla abrirse y entrar por ella al objeto de sus pesadillas blandiendo un brillo acerado hacia ella y su hijo.

Los golpes. Los gloriosos golpes que le parecieron irreales. Que retumbaron por toda la sala cuando el mazo del juez impactó contra la mesa, dictando sentencia.

Los golpes suaves y reconfortantes de su familia al salir por la puerta del juzgado, felicitándola por el inicio de su nueva vida, por ser de las que se salvan y no un numero mas en el triste contador que era portada en los diarios de vez en cuando.

Los golpes de los dientes de las esposas al cerrarse alrededor de unas muñecas condenadas. Golpes que privaban de libertad a un culpable y se la daban a una inocente. Unos golpes de salvación en una vida llena de golpes. La de una mujer llamada Catalina.

***

10

Cero

Por Susana Rizo

Parte I. Hojas muertas

Siempre la veía pasar desde mi vieja tienda de libros, hipnotizado por la danza de rizos rojos de su cabellera. Aquel otoño fue extraño, lo recuerdo bien. No hacía frío, y aún planeaban algunos vencejos sobre las húmedas techumbres del barrio. Pero los días eran plomizos, y el viento constante había teñido las calles de amarillo con las hojas de los árboles. Ella solía dar largos paseos, siempre con la mirada perdida entre esa hojarasca inerte. Tiempo después, cuando su nombre se convirtió en un referente y el libro basado en sus memorias ocupó los primeros puestos en ventas, comprendí el porqué de esa mirada que tanto me estremecía.

Se titulaba “Cero”. Cuatro fonemas sobre una sugerente portada que simbolizaban su anhelo. Sus páginas hablaban de soledad. De esperas, perdones y promesas que nunca se cumplían. De la transformación de una persona, con proyectos e ilusiones, en nada. Y en la creencia que eso era exactamente lo que merecía.

Parte II. El punto de no retorno

La historia proseguía. En algún lugar de su mente sobrevino el recuerdo de cómo era su vida antes de la destrucción completa. Sintió un anclaje en medio del vacío, visualizó el rostro de personas amadas. La madre, el hijo. Miradas que no culpaban, ni arrasaban con los escasos centímetros de piel y de conciencia que le restaban. Se aferró a esos recuerdos que parecían formar parte de una vida pasada, lejana.

Muchos días transcurrieron hasta que empezó a comprender que lo anómalo habitaba en el desconocido que estaba a su lado. Que la senda se dividía en múltiples opciones. El renacer fue doloroso, y sintió la tentación de regresar al lugar que conocía. Pero no lo hizo. Las miradas la empujaban a seguir adelante. Y un día cambió el miedo por una fuerza descomunal y primitiva, casi animal. Reconstruiría cada pieza rota, inventando nuevos horizontes. El monstruo había crecido a su costa, pero ella ya no era débil, nunca volvería a serlo. Ni las súplicas primero, ni las amenazas después, la amedrentaron. Era como una alpinista venciendo el Annapurna, y pudo ver desde la cima cómo el ser amargo que casi la destruye se consumía, derrotado, y solo.

Parte III. Ayer es pasado

El día que ella entró en mi librería la reconocí de inmediato, a pesar de los años transcurridos. Con caminar torpe –mi avanzada edad poco más me permitía– fui hasta el estante donde guardaba su libro, y se lo extendí para que me lo dedicara. Ante mí estaba aquella mujer admirable, de mirada ahora firme y sonrisa tranquila. Era una dama. Siempre lo fue. 

Ojalá hubiera sabido entonces, aquel otoño. Podría haberle contado la historia de Jo March, la de Elizabeth Bennet o Isak Dinesen. La de tantas otras heroínas que durante décadas de lecturas habían alumbrado mis horas. Hay tantas cosas que me habría gustado decirle. Pero supongo que así son las grandes historias, pues no hay metamorfosis sin lucha, ni certezas sin dudas previas. Se salvó a sí misma, y yo sabía que el resto de mañanas serían para Ella.

En la dedicatoria ponía “A quien me supo ver cuando yo creía que era invisible”.

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