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Otra noche sin subir al cielo

Otra noche sin subir al cielo

No recuerdo el último día que vi a Blas. Seguramente se despidiera con el “¡adiós, profesora!” que le lanzaba a mi madre antes de irse. Blas era un señor educado, muy educado, a veces ausente, con una voz cálida y amable. Blas vivía en una residencia psiquiátrica. Un accidente con la moto dejó al antiguo Blas allí donde solo los recuerdos alcanzan, y trajo a la vida a uno nuevo, el que conocíamos.

En la residencia se había echado novia, «la Beni», una mujer dicharachera que hablaba despacio, reía mucho y siempre, siempre pedía cigarros. Le encantaba fumar, pero las enfermeras le racionaban las cajetillas. Por eso, si te veía, después de saludar, lo primero era pedir un pitillo. Su novio, Blas, la acompañaba a todas partes sin decir ni pu, ni mu, como un santo.

Una de las Navidades más especiales que recuerdo acompañé a mi madre el día de Reyes a la residencia de Blas y Beni. Mamá les había comprado regalos de todo tipo, principalmente comida de la que no tenían allí, como chocolate y golostreo, y, para Beni, mucho, mucho tabaco.

"Qué sentirán aquellas personas. ¿Se sentirán desamparadas? ¿Serán felices? ¿De qué se preocupan?"

Aquel lugar era inmenso, y siempre me quedaba mirando los patios, verdosos, en forma de claustro, con muchos bancos para sentarse. También imaginaba cómo sería vivir allí, lejos del mundo exterior. Cómo sería pasar ahí las estaciones. Otoño, invierno, primavera, verano y vuelta a empezar.

El rostro de la gente era un insondable misterio, a mi entender. Qué sentirán aquellas personas. ¿Se sentirán desamparadas? ¿Serán felices? ¿De qué se preocupan? En los días que pasamos por allí, Beni y Blas se volvieron casi de la familia.

Ayer mamá tuvo que pasar por la residencia por un familiar que está ingresado. Desde que estalló la pandemia de coronavirus, los residentes no salen, salvo por motivos muy justificados. Aquel día, mamá vio a Beni, pero no a su fiel escudero.

—Blas está en el cielo.

Fueron las palabras de Beni. Y la verdad, me gustaría saber quién estará en el cielo, si el Blas de antes del accidente, o el Blas de después, el que nosotros conocimos, aquel señor amable, de voz cálida, que se despedía siempre con un “adiós, profesora”.

"En la antigua Grecia eran muy dados a pensar que el alma era inmortal. Los pitagóricos y los seguidores de Platón, por ejemplo, creían que el alma vivía una serie de reencarnaciones"

El día que mi abuela nos dejó, nevaba. No había visto nevar así desde mi infancia, solo que por aquel entonces corría bajo la nieve, y la muerte era una pantalla muy lejana por pasar todavía. Entre los múltiples pensamientos que me rondaron la mente se encontraba el pensar si mi abuela sería ahora esa chica joven y guapa de Velayos que robó el corazón de mi abuelo, o la anciana rellenita que me achuchaba con fuerza, me cebaba a comida y me decía que sí a todo.

Quizá ella fuera más feliz siendo joven y lozana, pero a mí me gustaba como mi abuela, no la vislumbraba de otra manera. Seguro saldré de dudas cuando yo también suba al cielo.

En la antigua Grecia eran muy dados a pensar que el alma era inmortal. Los pitagóricos y los seguidores de Platón, por ejemplo, creían que el alma vivía una serie de reencarnaciones hasta adherirse al soplo vital (pneuma) que lo envuelve todo. En una línea parecida, los estoicos creían que el alma se reencarnaba en la propia Naturaleza.

"No hay mejor manera de oponerse al sinsentido que reconocer que la lucha está perdida"

Los epicúreos fueron más valientes, en este sentido, y aseguraban que muerto el cuerpo, muerto el alma. No había más allá, ni cielo, ni reencarnación. ¿Y cómo lo asimilaban? Simplemente Epicuro decía que cuando se vive, se es, y que cuando se muere, se deja de ser, por lo que, pase lo que pase, no nos enteraremos.

Habrá a quien le tranquilice esta explicación, pero se antoja insuficiente para los que pensamos no en nosotros, sino en aquellos que nos han dejado para siempre. Quizá velar a los muertos no tenga sentido. Pensar en ellos puede que tampoco. Emular a aquel famoso personaje de Miguel Delibes en Cinco horas con Mario y mantener largas charlas en soledad puede resultar terapéutico, ¿pero es trascendental?

No me queda más remedio que volver a acudir a Albert Camus para decir que sí lo es. Porque aunque nos pasemos la vida luchando contra molinos, como aquel buen señor adicto a la literatura, el mero hecho de que haya una dirección, un impulso, nos debe hacer seguir adelante. Que esos pequeños gestos dicen mucho. Que no hay mejor manera de oponerse al sinsentido que reconocer que la lucha está perdida y seguir abalanzándonos contra él. Este ha sido el primer año que mi abuela no me felicita el cumpleaños, pero yo sí se lo he felicitado a ella.

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