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A un gancho de la gloria, de Carlos H. Vázquez

A un gancho de la gloria, de Carlos H. Vázquez

Carlos H. Vázquez ha escrito 16 crónicas que recogen las andanzas de otros tantos púgiles nacionales históricos. Por el cuadrilátero de estas páginas pasan deportistas tan famosos como Dum Dum Pacheco, José Manuel Urtain, José Legrá, Perico Fernández, Pedro Carrasco y, en definitiva, los boxeadores que, en alguna ocasión, consiguieron levantar a todos los españoles de sus asientos.

En Zenda reproducimos el Prólogo que Jaime Ugarte ha escrito a A un gancho de la gloria (Efe Eme), de Carlos H. Vázquez.

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Con pies ligeros

Jaime Ugarte

Creo que no existe nada que se le parezca. Suelo decir que Héctor y Aquiles, con las murallas de Troya como testigo dentro de la increíble imaginación de Homero, deberían sentir las mismas emociones. Es verdad que aquellos héroes iban armados y protegidos con lanzas y armaduras, pero al fin y a la postre eran uno contra uno, sin nadie al lado, solo los caprichosos dioses —¿son ahora esos dioses jueces y árbitros?—. Solían otorgar la gloria a sus preferidos y no, quizá, al que más nobleza y empeño mostrara. Por cierto, ganó el duelo «el de los pies ligeros». Siempre la velocidad…

Cuando compartes conversaciones con aficionados al pugilismo suele surgir la misma pregunta: ¿de dónde te viene la afición? He observado que la práctica totalidad coincide en culpar del amor por el noble arte a familiares directos, padres, tíos, etcétera. Mi caso es igual. A mi padre le encantaban todos los deportes, pero tenía una especial predilección por el boxeo. Guardaba con mucho cariño una foto tomada durante su servicio militar en posición de guardia con unos guantes y mirada firme. Al dorso, su rival le ponía un simpático texto, algo así como «pídeme lo que quieras, menos cien pesetas». Eran muy amigos, pero pelearon. Mi padre perdió el combate, según me dijo con claridad, porque su amigo —algo que en aquel momento no terminaba de entender; los amigos no se pelean, pensaba yo— era no más fuerte pero sí mucho más rápido. Otra vez los pies ligeros, siempre la velocidad…

"He de reconocer que he sido un privilegiado. ¡Qué digo he sido! Soy un privilegiado de la vida gracias al boxeo"

Recuerdo claramente al boxeador que más me gustaba. Diría que me impactaba y me hacía reflexionar sobre el mundo de las dieciséis cuerdas, aunque impresionaban lo mismo las antiguas doce cuerdas, más aún cuando por aquí teníamos a un aragonés, Ignacio Ara, que era un catedrático a la hora de moverse por el ring. ¡Qué cosas! Unamuno en Salamanca y Ara en un cuadrilátero. Pero hablaba de mi favorito, nacido Cassius Clay, luego Muhammad Ali. Menudo personaje. A pesar de ser de un lugar tan lejano como Louisville (Kentucky, Estados Unidos), salía cada dos por tres en los periódicos de aquí y no siempre en los deportivos. Su forma de comportarse, sobre todo fuera del cuadrilátero, llamaba la atención. ¡Qué verborrea, qué arrogancia, qué seguridad, qué principios, qué todo! Y arriba, en el ring, donde la oratoria ni golpea ni esquiva, ¿qué tal Clay? La respuesta era sencilla: un escándalo de boxeador, un peso pesado con unas combinaciones portentosas, armónicas, precisas, pero sobre todo un juego de piernas increíble, una manera de bailar que para sí la quisiera el gran [Vaslav] Nijinsky. Y sí, por supuesto, lo que verdaderamente te dejaba atónito: los pies ligeros, siempre la velocidad…

Poli Díaz (c) Ana Torralva

He de reconocer que he sido un privilegiado. ¡Qué digo he sido! Soy un privilegiado de la vida gracias al boxeo. En los paseos —que la maldita pandemia nos arrebató durante demasiado tiempo— por el Retiro madrileño paso a paso, frase a frase, con mi admirado por tantas cosas José Luis Garci, hablábamos —como no podría ser de otra manera— de cine (mucho), política (poco) y mujeres (bastante), pero sobre todo de deportes.

"No faltan referencias al atletismo, donde sale a relucir la prodigiosa memoria de nuestro Óscar de Hollywood, que se sabe los tiempos que marcaban las grandes estrellas del medio fondo"

A Garci, como a mí, le apasiona el fútbol. Ahí aparecen nuestros equipos del alma: su Atlético de Madrid, de Luis [Aragonés], Adelardo [Rodríguez], [José Eulogio] Gárate o [Larbi] Ben Barek; y el viejo y querido Athletic de Bilbao, como lo llama otro gran aficionado al pugilismo, Alfredo Relaño, donde siempre hay hueco para históricos leones como [Telmo] Zarra, que nació el mismo día que Garci, o Piru Gaínza, del que Pedro Escartín, una autoridad en el balompié hispano, le dijo a José Luis que era el mejor futbolista que había visto. Por cierto, también nos une algo importante: que no somos «anti ningún equipo», algo que da mucha ventaja a la hora de analizar y disfrutar un partido.

No faltan referencias al atletismo, donde sale a relucir la prodigiosa memoria de nuestro Óscar de Hollywood, que se sabe los tiempos que marcaban las grandes estrellas del medio fondo. Recitamos bien rápido sus nombres como si estuviésemos en la pista: [Saïd] Aouita, [Steve] Cram, [Noureddine] Morceli, [Steve] Ovett, [Hicham] El Guerrouj, [Sebastian] Coe… «González era mejor, pero Abascal no fallaba en las grandes citas», «Y ¿Cacho? ¡Qué carrerón de Fermín para el oro olímpico en Barcelona!».

Sin embargo, tengo la sensación de que todo eso es un aperitivo, un dry martini para entrar en materia. El boxeo y sus historias son imbatibles, así como suena. «Sugar» Ray Robinson, Joe Louis, Jack Dempsey —al que Garci conoció personalmente en su bar de Nueva York, donde se rodó una escena de El padrino— y los nuestros de la Edad Dorada, que recitamos mejor que a los reyes godos: [José] Legrá, [Pedro] Carrasco, [Miguel] Velázquez, [José Manuel] Urtain. Y desde luego, los más recientes: Poli Díaz, [Javier] Castillejo o Kiko Martínez, que nos sirven para recordar las calurosas (en Madrid en verano siempre ha hecho un calor de mil demonios) noches del Campo del Gas, donde las anécdotas se suceden una tras otra, un no parar, risas, «no le pegues en la cabeza, que está estudiando»… Y también hay un punto de seriedad por los dramas de algún jornalero o por aquellos campeones que solo supieron vivir el presente y se olvidaron de que la vida suele ser larga y te cobra las facturas pendientes. Y todo lo hacemos con pies ligeros, siempre la velocidad…

"Como a tantos otros, este deporte lo sacó de la calle, apartándole de un mundo oscuro de héroes con navajas y pistolas"

Mi pasión por el noble arte, aparte de haberme dado la opción de viajar por medio mundo y presenciar in situ extraordinarios combates, me ha permitido conocer por dentro el mundo de los grandes protagonistas de este bello, duro y a veces cruel deporte, es decir: los boxeadores. Han sido muchos pero quiero mencionar especialmente a uno: José Manuel Berdonce Resina, conocido en el mundillo como Manel Berdonce «El Tigre de Tetuán».

Resulta curioso que la primera imagen que me viene de él a la cabeza no es en un ring o en algún gimnasio o recinto deportivo. Fue en una acera de la calle de la Princesa de la capital de España, casi enfrente del Palacio de Liria. Manel trabajaba en una zanja, era acerero, trabajo duro. Hablamos un rato de sus próximos combates y nos despedimos. Años después, a Manel le abrirían de par en par las puertas de la residencia de la Casa de Alba, donde le esperaba su «hermano» Cayetano Martínez de Irujo, padrino de su hijo Fran, cuya madrina fue la Duquesa de Alba. ¿Y eso cómo es posible? La respuesta da para otro libro, que por supuesto jamás escribirá un servidor.

Y quería hablar de Manel como un claro ejemplo de que el boxeo puede ayudar a un final feliz. Como a tantos otros, este deporte lo sacó de la calle, apartándole de un mundo oscuro de héroes con navajas y pistolas, a caballo de sustancias que te comían la vida. Lo mejor, casi la cárcel; lo peor, demasiadas madres enterrando hijos. Un día, en su primer combate, recibió el aplauso del público y sintió que su vida tenía sentido. Después, las lesiones le apartaron de su ilusión por ser campeón del mundo, pero le llevaron a formarse, a esforzarse, a renunciar a muchas horas con su familia… Un gesto de valor incalculable en los Berdonce, pero con una gran recompensa: seleccionador de España en los Juegos Olímpicos de Pekín y Londres, entrenador con la máxima calificación mundial y Medalla de la Real Orden del Mérito Deportivo. Aunque todo lo cambiaría por la salud de su hermano Paco. Así es El Tigre, la demostración de que la voluntad, el respeto y la lealtad al final tienen premio, como cuando derrotó en su casa a Sergio Rey gracias a un preciso gancho al hígado, bien trabajado desde los desplazamientos, con los pies ligeros, siempre la velocidad…

"A Carlos le sedujo el aroma que desprenden los grandes combates, asociados a noches eternas y emoción asegurada hasta las luces del alba"

Tengo la impresión de que este maravilloso libro que ha escrito Carlos H. Vázquez, y que agradezco en nombre de todos los que amamos este deporte, ha bebido de todas estas anécdotas, de todas las historias que a gente sensible como es el autor seguro que le dan, ojalá sea así, para más libros con esta temática. Él, como yo, tuvo a su padre como mentor. A Carlos le sedujo el aroma que desprenden los grandes combates, asociados a noches eternas y emoción asegurada hasta las luces del alba. Le inspiró El Potro de Vallecas, quien me dijo cuando le conocí aquello de «soy Poli Díaz, el chico del día, que pega hostias como tranvías». También me dijo algo que me dejó tocado, cuando estaba preparando su batalla contra Pernell Whitaker pero ya había iniciado un romance suicida con las drogas: «Tenía que haberme muerto joven».

Carlos, el autor del libro, descubrió a Dum Dum. ¡Qué personaje Pacheco! Cuando boxeaba en Bilbao era un acontecimiento. Allí conocí a Elio Guzmán, su entrenador, con el que una hora de conversación parecían cinco minutos. Siempre le consideré mi maestro y lloré como un niño cuando se fue a conversar con Pampito al cielo de los boxeadores. Pero a Carlos le sorprendió Pacheco y cómo se hacía con sus rivales utilizando sus ingeniosas y chulescas frases: «Te doy tres puñaladas de ventaja», «Vas a gastar el dinero de la bolsa en medicinas», «Te voy a pegar con la de matar osos». Y, por supuesto, arriba en el ring se comportaba como un novio de la muerte.

Una vez más te doy las gracias, Carlos, por el tiempo, el cariño, la paciencia y el talento para escribir A un gancho de la gloria, que los lectores van a disfrutar esta vez, y sin que sirva de precedente, con calma, degustando lo bueno que hay en el libro. No todo va a ser con pies ligeros…

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Autor: Carlos H. Vázquez. Título: A un gancho de la gloriaEditorial: Efe Eme Intermitente. Venta: Efe Eme y Todostuslibros.

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