Ocurre que en un momento de la historia de la humanidad y la literatura puede darse la coyuntura de otra versión de los hechos. De una realidad paralela o alternativa que promueve ese condicional tan sugestivo y atrayente que nos invita a la elucubración y la divagación; a imaginarnos cómo serían las cosas si se hubiese actuado de otra forma, si se hubiese tomado otro camino u otra decisión. A veces, en los tiempos presentes, y más aún en el arte, hay creadores a quienes les obsesionan este tipo de argumentos y, de algún modo, también de juego, pues, no lo olvidemos, la vida es un juego, a veces de azar y otras de casualidad, como lo es también la mera existencia, y teniendo en cuenta esto, la creación supone, sin duda, el mejor de los pasatiempos para sobrellevarlo como meramente podamos. Hay creadores que toman como referencia un argumento de sobra conocido para darle una reinterpretación y visión; una vuelta de tuerca, un nuevo punto de vista, con tal de plantear otra serie de cuestiones, de preguntas y respuestas. De escenarios y destinos a los que se podría haber llegado, siempre y cuando se hubiese puesto el foco en otro personaje, quizá secundario, quizá terciario, pero no en el protagonista, pues su historia ya es de sobra conocida, como es el caso del héroe de la Odisea, Ulises. Todos aquellos que se han acercado a los cantos épicos de Homero saben qué pasó. Conocen las aventuras y las desventuras; los retos y desafíos a los que el magnánimo protagonista tuvo que hacer frente; las tentaciones, algunas consumadas, otras no, que pusieron a prueba su lealtad hacia Penélope, quien, por otra parte, y convencida de la superveniencia y regreso de su marido, tejía y destejía cada día y cada noche para evitar a los pretendientes y mantenerlos a raya. Ahora bien, ¿qué habría pasado si la que se hubiese ido a la guerra y surcado los mares hubiera sido Penélope en lugar de Ulises? Quizá, lo más seguro, es que el concepto de guerrera y heroína, ligado al nombre de Penélope, se habría perpetuado a lo largo de los siglos hasta llegar intacto a nuestros días y la educación literaria y cultural de nuestro presente también sería diferente. Sin embargo, nada puede hacerse. La Odisea, qué duda cabe, está perfectamente concebida. Nosotros no somos quiénes para deslegitimar a día de hoy a un sabio, poeta y maestro como Homero y el resto, y mucho menos tomar represalias y denuncias, censuras, alegatos o ideales panfletarios sobre cómo debía o no narrar la historia, el mito o la leyenda, pues justo ahí se halla la libertad del creador, que, al igual que Penélope, teje y desteje a su antojo, y borda el lienzo con unos colores, un estilo, una estructura, una curiosidad y mirada únicas, siempre en consonancia a la contemplación y libre interpretación del mundo que le rodea. Y todo ello para intentar comprenderlo, tanto al mundo como al hombre, como a sí mismo.
Cuando un relato cae en nuestras manos, se haya escrito en la antigüedad o en nuestra contemporaneidad, además de abrirnos una puerta a veces inimaginable nos permite asimismo adecuarlo y amoldarlo a nuestro carácter y personalidad. Conectarlo con nuestras experiencias, con lo que hemos vivido, con lo que hemos sufrido. Y eso no hace sino agrandar aún más la historia original, pues nos convertimos, sin querer o queriendo, en su continuación, en su secuela o, directamente, en esa otra versión de los hechos. Nos disfrazamos de los personajes que fueron ideados en un tiempo indefinido. Nos damos el lujo de ponernos sus máscaras o ser, en definitiva, si no como ellos, al menos ellos en un arrebato de osadía. ¿Por qué? Porque de eso se trata. Porque en eso consiste la experiencia vital humana. En jugar. En probarse. En retarse y, sobre todo, en identificarse. En buscar y encontrar similitudes, reflejos de una parte de nosotros allá donde fijamos nuestra atención y nuestra mirada. Allá donde nos aventuramos; donde, gracias a lo leído, visto o escuchado, sentimos cómo nuestra identidad se va poco a poco modificando. Cómo, de repente, o llegado el día, no tenemos reparo en embarcarnos y escribir un nuevo capítulo de nuestra vida; tomar un barco y surcar el mediterráneo con la compañía de un humilde capitán entrado en años, que se reconoce tan pecador como marino y, precisamente por eso, no admite remordimientos en su casa —que no es otra que su barco, como es lógico—. Un hombre que no se siente dueño de sí ni de su inescrutable destino, pues su verdadero amo y señor no es otro que el mar mismo, como diría Conrad; que lleva a sus espaldas tantas millas surcadas como puertos arribados, y ha conocido todo tipo de monstruos, terrenales y marinos, reales e imaginarios, a los que ha tenido que enfrentarse con tal de seguir respirando y deleitarse con otro amanecer o día. Demasiado océano. Demasiados rostros y gentes como para no distinguir con presteza la esencia pura del hombre y la naturaleza; como para no hallar y distinguir bellas flores en el fango, como hacía Baudelaire con sus prostitutas, una vez pisa tierra firme. O como para no interpretar el viento, el mar embravecido y la lluvia, que, en ocasiones, gustan de confabularse con el alma y el corazón del hombre, provocándole tanta zozobra como, pasada ya la tempestad, una meritoria serenidad. Este capitán y honrado pecador te interpretaba unos “Cantares” de Serrat, como unos “Conductores suicidas” de Sabina o, su preferida, la “Oración del remanso” de Fandermole. La plegaria que, por lo general, le entregaba a la noche antes de que llegasen sus más oscuras pesadillas.
Tras una larga odisea, fue él quien me hizo llegar a un pequeño pueblo de pescadores y marineros ubicado en el noreste de Girona llamado Calella de Palafrugell, donde, en las tabernas de Port Bo, las leyendas del lugar son cantadas al ritmo lento de habaneras. En esta época del año, cuando cae la tarde en este rincón, parece que la aguja y el limbo de la brújula se detienen con la precisión con la que lo hacen las manecillas del reloj en cuanto se escucha el rumor de otro tiempo, el eco flamante de melodías y la correspondiente añoranza que trae consigo la tradicional Cantada d’havaneres. Versos entonados que hablan de lo vivido e imposible de olvidar; de aquello que sentimos tiempo atrás, cuando el “yo” de hoy era otro, y que lamentablemente, o por mucho que nos esforcemos, ya nunca volveremos a serlo. Cuentan historias de mujeres que esperan, como Penélope, el regreso de su Ulises, que, como Circe, Nausícaa o Calipso, se encuentran cerca de la orilla a un errante, nómada marino, soldado casado con la mar, pues sólo a ella le debe su lealtad. E historias de hombres cuyo aliento sabe unas noches a whisky y otras a ron. Que, a diferencia de Ulises, prefirieron desatarse del poste y entregarse al canto de las sirenas, aun siendo aquella decisión su mayor perdición; que todavía recuerdan cómo era acariciar y sentir un cuerpo desnudo junto al suyo, besar unos pechos y unos labios húmedos, aunque no tienen muy claro si semejantes imágenes les pertenecen verdaderamente a ellos o si se las han apropiado después de haberlas escuchado o cantado. La memoria, es lo que tiene, a veces nos juega malas pasadas. Al igual que las cicatrices marcadas en su pecho y en su alma, ¿se las provocaron otros o se las hicieron ellos? Conmueve comprobar que algunas canciones parecen hechas a medida del oyente, compuestas para el espectador, que no puede evitar sentir una punzada que le oprime el estómago y encoge su corazón cuando el desconocido que tiene enfrente puntea las cuerdas de su guitarra al tempo que narra los episodios más claros y más funestos de su biografía; sus alegrías y sus desgracias; sus anhelos; los secretos que sólo a él pertenecen. ¿En qué momento dichos secretos están en boca de otro? ¿En qué momento se filtraron de tal forma que generó que un artista pusiera música y letra a sus pensamientos y vivencias?
Sucede algo con este Mediterráneo y estos pueblos pequeños, costeros, de pescadores y marineros que se hallan tan cerca del mar, y es que siempre dan buenas ideas. Quizá porque, a diferencia de los de interior, que se encuentran de algún modo limitados, viven mirando hacia el infinito, allá donde acaba la tierra y empieza lo enigmático y desconocido; donde se tiene un pie —o parte de la mente— dentro, en la costa, y otro ahí fuera, en el océano, donde todo es posible y todo puede pasar, sea bueno o malo. El mero hecho de arribar, tras una ardua travesía por mar y tierra, a Port Bo (puerto bueno, o buen puerto, según como se quiera interpretar) durante las jornadas en las que se celebraron la Cantada d’havaneres y, al día siguiente, presenciar el Festival Ítaca: Cultura i acció a l’Empordà (que contaba con la presencia y el regreso a Callela —su Ítaca, su casa— de su hija predilecta, Sílvia Pérez Cruz, quien también había realizado su particular odisea viajando por todas las partes del mundo presentando su Toda la vida, un día), me hizo pensar en lo que me había costado llegar hasta allí, y me resultó paradójico hacerlo en esas fechas tan señaladas con el telón de fondo de un festival bañado en mitología y leyenda. Parecía que todo se había armonizado acorde al poema de Homero para que así fuera. E inevitablemente pensé en las venturas y desventuras de un periplo digno de canto y novela, basado, inspirado, en la cultura y la acción. En los mares, costas y puertos que había dejado atrás. En las gentes a las que había conocido y reconocido en los bares y tabernas que olían a piedra, madera y maresía; tabaco, vino y cerveza, donde se concentraban hombres y mujeres que habían nacido, madurado y envejecido allí, o que habían ido a parar allí sin saber muy bien por qué. Unos decían que por el viento, otros por el amor, y otros, sin embargo, por la necesidad y sencilla razón de despojarse de un pasado y una identidad que preferían no desenterrar ni reavivar, sino, en consecuencia, cimentarse una nueva. Algunos de esos hombres y mujeres de diversas generaciones y edades podían resultar a primera vista lejanos e inaccesibles, pero todos aquellos rostros albergaban un relato y un misterio. Y si unos callaban, otros, por el contrario, no tenían reparo en desnudarse y desenmascararse en presencia de una desconocida, revelando, cada cual a su modo, historias que, no sin cierto recelo, habían omitido u ocultado durante largo tiempo. Sólo entonces, entre trago y trago, las palabras, la voz quebrada, las lágrimas, el abrazo o el más ligero estremecimiento, se traducían en arrepentimiento y perdón; en expiación y redención. Y conviene recordar que tampoco hace falta irse muy lejos, sino irse, en todo caso, donde se encuentran los demás, a ese paraje similar a una isla, una montaña, una cueva o una cabaña, que representa cada persona. Apreciar sus aristas y, desde ahí, desde los puntos donde confluyen, comprender que la humanidad vive en una constante historia interminable en la que inesperadamente surgen chispazos, instantes luminosos de verdad y bondad, echando por tierra cualquier diferencia y poniendo de relieve las semejanzas y avenencias que nos unen y acercan. Y cuanto más se presta atención al otro, con mayor lucidez se llega a la conclusión de que, en realidad, todas las historias se parecen y se repiten, y todas, en definitiva, son la misma. Como expresó Landero en El huerto de Emerson: «Tenemos que saber quiénes somos y cuál es nuestro mundo, propio e intransferible. ¿Dónde ir a buscarnos a nosotros mismos? ¿Tendremos, como Ulises, que navegar por mil islas y salir airosos de peligrosas aventuras para llegar a Ítaca? Sin duda. Cada cual es Ulises en busca de sí mismo. Solo que Ítaca no está lejos. No, ya estamos en Ítaca».
Meditando sobre todo ello, pensé entonces en lo que hubiese sentido Penélope de haber vuelto ella a Ítaca. ¿Habría tenido una sensación similar a la mía, similar a la congoja de dejar atrás lo ya hace tiempo comprendido y aprendido para, precisamente, desafiar el conocimiento que se tiene de las cosas cotidianas y volverse, en consecuencia, aprendiz inquieto en la escuela de la vida; diferiría acaso del periplo protagonizado por su marido? ¿Cómo lo habría vivido, con qué ojos, con qué valentía, con qué sensibilidad? Tal vez, por su regreso y el mío, nos hubiésemos identificado y distinguido. Aunque también por los hombres conocidos, los infortunios sufridos, los desafíos, las penurias y las pruebas, entre Escila y Caribdis y demás tormentas y monstruos marinos, que los dioses y las moiras gustan de despertar y alentar en un tramo del camino. Tal vez, de haber leído la historia desde su punto de vista, sí, es posible que se pareciese a la mía, que ella fuese, sin querer, uno de los referentes que a las mujeres viajeras tanto nos motivan y nos conmueven. Sin embargo, en su historia ella se quedó y, en la mía, yo opté por irme. Y quizá por eso lo que importa es, independientemente de la existencia de un referente llamado Ulises o Penélope, que cada cual se defina y construya su propio arquetipo, con nombre y apellidos. Que contemos a nuestras espaldas con un bagaje del peso y la brillantez que describe la Odisea, o, directamente, que escribamos la nuestra, si es que corresponde. Que la vivamos en propias carnes. Que no se tema la aventura, ni las dificultades ni las batallas o la guerra y, menos aún, la mar, reconociendo con humildad y franqueza la valentía y el coraje que exige hacerse a ella. Enfrentarse al ocaso más sombrío con la entereza y serenidad con la que contemplamos el amanecer más luminoso, porque por muy oscura y peligrosa que sea la noche, en ocasiones, resulta ser nuestra mejor amiga, compañera y confidente. Aprender, asimismo, a combatir los fantasmas internos y reconciliarnos con nuestras máscaras externas, sean éstas propias o las de otros. Y es curioso el efecto que tienen sobre nosotros no sólo las experiencias artísticas sino también las biográficas de las que nos nutrimos. Son bofetadas de realidad, y aún más de identidad, pues como expresó en su día Almudena Grandes, “las experiencias artísticas, los libros, las películas, las imágenes, la música, por supuesto, son emociones, son vidas de más. Una persona que lee libros, que ve películas, que va a conciertos, vive más. No más años, pero sí muchas más experiencias que una persona que vegeta al margen de la cultura. Porque la cultura es emoción, la cultura es identidad, y la cultura es un ingrediente de la felicidad”. A nosotros, lectores y espectadores, gracias a ellas no sólo se nos permite revivir la historia, sino, mejor todavía, reescribirla partiendo de la nuestra, pues la vida, en definitiva, es una cuestión de experiencias. Se computa y modifica en base a ellas. Se transforma, y conforme más se interiorice y combine la experiencia artística con la biografía, de la suma de ambas es probable que resulte, en consecuencia, una de esas historias más grandes jamás contada. La tuya. La mía. La de todos: la más humana.


El texto está muy bien, pero chirrían un par de cosas: por un lado, meter en el mismo saco a los inconmensurables Joseph Conrad y Charles Baudelaire, o a los honestos Landero y Serrat, y a dos pájaros como Joaquín Sabina y Almudena Grandes; y por otro, la mención, aunque sea de manera metafórica, de la guerra: cualquiera que la haya vivido, o que conozca íntimamente a quienes la vivieron, sabe que es algo tan espantoso que no se puede equiparar a prácticamente ninguna otra de las muchas experiencias extremadamente duras que a menudo nos toca vivir a los seres humanos.
LA ODISEA DE CHRISTOPHER NOLAN
Pues he leído que hace sólo unos días C. Nolan ha terminado el rodaje de (su) La Odisea, tras seis meses, intensos según todos los indicios. Sin embargo el largometraje tardará casi un año en llegar a las pantallas del globo; sí, con certeza devendrá un acontecimiento global. Todo hace suponer este director se toma muy en serio lo de seccionar/empalmar, porque habrá rodado metros y metros de celuloide, o mejor dicho muchas horas; en efecto, no pocos entendidos estiman que quien “corta” la película es su verdadero autor, quién determina lo qué es.
Primeramente, reincidir en que este cineasta no se halla en mi lista de los Grandes contemporáneos; carece de la destreza técnica de Sorrentino o Wes Anderson, o del “Ojo” de Ridley. Sus encuadres tampoco alcanzan la calidad de Fincher o Kosinski, pero no, no es manco con la cámara: e.g. ahí está Dunkerke y esos enemigos alemanes a los que nunca se ve.
Desde mi punto de vista nuestro artista lo es ante y sobre todo por el guión, siempre atrevido, original, rompedor. Cuando vi el largometraje que le arrebató el Oscar a Oppenheinmer en esta categoría pensé: ingenioso, divertido, inusual, con chispa e ironía …; pero ¡cielos!, ¡el de Oppenheimer! Capaz de hacer cercano a los espectadores de medio planeta (o éste entero) El Gato, lo intrincado (entrelazamiento cuántico) de la teoría científica más compleja que ha parido el Homo Sapiens. Pues sí, Nolan lo trasladó a un texto inteligible para el espectador común: toda una ordalía, superada con matrícula de honor. Lo coloco entre mis Grandes: La Herencia del Viento, Vencedores o Vencidos, Network, Cadena Perpetua, Cómo ser John Malkovich …
Meses antes de verla, ya enterado por la constante publicidad, me tiré a la piscina (con agua) para vaticinar que sería la película del año; y también me lancé (sin agua) para predecir (deseando ardorosamente errar) que sería un fracaso de público. A pesar de ser muy superada por la muñequita, ¡vaya si me equivoqué!, con gran regocijo de mi corazón, de mi intelecto y de mis ojos. Barbenheimer es un caso único en el estreno y promoción de largometrajes, inmarcesible y no-irrelefante.
Con Nolan convertido en rey Midas de Bosque de Acebos, y todos expectantes sobre su siguiente proyecto, mi preferencia era Arquímedes, con Bardem (o Cumberbatch). Pero admitámoslo, esta historia (a pesar de Indiana Jones) no posee arrastre comercial en absoluto. Pero hete aquí, que para mi gran sorpresa (y de otros muchos plausiblemente) nuestro realizador opta por un tema heleno clásico.
Y de nuevo considero que este argumento no se venderá: ¿cómo hacerlo con los jovenzuelos criados en el seno de los superhéroes & superpoderes?, ¿un escrito de hace casi tres milenios sobre un tipo de mediana edad que da un montón de tumbos por el Mediterráneo (¡es mucho más reducido que el Pacífico!) hasta conseguir regresar a casa, con su mujercita esperando y esperando con paciencia de santa cristiana (más que de mujer ática), tejiendo y tejiendo. ¡Uf!, ¿qué adolescente va a gastarse unos euros/dólares en contemplar todo ello en la pantalla?
A pesar de todo, más tarde … Yo (y millones) otorgo toda mi confianza a este tipo. Ha confeccionado una obra señera sobre el arma más poderosa del universo, sobre el saber más complejo en éste …, ¿y ahora qué? Pues una historia, que es … la madre de todas ellas, La Odisea es el arquetipo (¿jungiano?) de todas las andanzas, el prototipo de todas las narraciones, el modelo de todos los relatos, el Relato. Una guerra larga e implacable, dos civilizaciones enfrentadas, y sólo puede quedar una, Inmortal. Un caballo de madera (saldrá con Nolan supongo, aunque es Virgilio quien lo narra en detalle), un gran guerrero, “héroe” en el más olímpico de los significados; éste, exhausto física y mentalmente sólo ansía regresar al hogar dulce hogar. Infortunadamente su “odisea” los hados le son adversos; seres raros (lotófagos), malos encuentros (Polifemo), tentaciones (Circe), incluso descenso a los Infiernos, engaños (sirenas), monstruos marinos (Escila y Caribdis), furia divina (Zeus), largo cautiverio (Calypso), peligros (tempestades), ¿enamoramiento? (Nausícaa) etc. etc. etc. Inacabables desventuras, ¡y peligro de que las audiencias se cansen!
Y mientras la gentil Penélope (¿inclusión de canción de Serrat en la banda sonora?, ¡je, je!) tejiendo y destejiendo como una descosida; los Pretendientes, zánganos, comiendo y bebiendo de gorra. El hijo, Telémaco, añorando al padre y desesperándose. Y el arco que sólo Él puede tensar.
¡Vaya Narración!, ¡inmortal!, entendible y reproducible en todo tiempo y lugar, en toda cultura, en cualquier latitud o clima, para jóvenes y viejos, a cualquier hora del día o de la noche. Pues sí, mi hipótesis es que Nolan ha anhelado, ¡nada menos!, contar la gran Historia. Para ello, ¡cómo no!, ha acudido a la civilización helénica: geometría, aritmética, astronomía, ciencia experimental (sí, Arquímedes), la comedia, la proporción áurea, la tragedia, la arquitectura, el alfabeto, la escultura, la guerra como estrategia, poesía, lesbianismo, épica, las orgías como dios manda (dionisíacas), la democracia, el laicismo, las mujeres liberadas … Siempre me gusta remachar que entre todas las ciudades de la Historia Universal, ninguna ha tenido más impacto/influencia que Atenas.
Pues hace sólo unas fechas, por casualidad (o Destino, como en la tragedia griega), me enteré de que para Tom Hanks el mejor largometraje de la Historia no es Ciudadano Kane (¡ni Jeanne Dielman!) sino Jasón y los Argonautas. No por causa de su director, sino por el irreemplazable Ray Harryhausen, a quien entregó en 1.992 un Oscar honorífico. Yo mismo soy desde siempre admirador de Harryhausen, y el combate de Jasón y sus guerreros contra los esqueletos lo considero de lo más logrado de la gran pantalla. Ciertamente Nolan tiene ante sí muchas montañas/retos que superar, y al mismo tiempo fuentes para inspirarse.
“Grecia y las islas del Mar Egeo han sido cuna de muchos mitos y leyendas de guerra y aventuras. Estas piedras antes llenas de orgullo, estos templos destruidos, son testigos de la civilización que aquí floreció y murió. De los semidioses y héroes que inspiraron tales leyendas en este mar y en estas islas”.
Este texto no es mío evidentemente, porque lo he “fusilado” (sin pelotón de ejecución) del prólogo de Los Cañones de Navarone (resonante voz de James Robertson Justice); a continuación, pam, pam, pam, ¡tronar de timbales!: la vigorosa música de Dimitri Tiomkin, inmarchitable, como la mitología helénica.
Incuestionablemente nuestro artista precisa de una banda sonora igual de imperiosa para su producto, si aspira a que sea universal y arquetípico, como su referente. Algo como la de Los Siete Magníficos, que es la música de la Aventura. Asimismo podría ser algo similar a La Cabalgata de las Walkirias, empleada en Apocalypse Now; y ello a pesar de que Wagner era el músico predilecto de Hitler. Pero viene de otra epopeya, Los Nibelungos, como lo es igualmente La Odisea: hay que caminar por ahí.
También está Así Hablaba Zaratustra, de Richard Strauss, otro wagneriano, para 2.001 Una Odisea del Espacio. Listón muy alto sin duda, pero … necesario alcanzar como complemento necesario para la epopeya, la cinematográfica, objetivo a mi entender del realizador londinense.
Es bien sabido por todos que El Maestro se lamentaba porque el macrocosmos del público & el microcosmos de la crítica no lo considerara como un Artista, alguien de la dimensión de Caravaggio, Velázquez, Rembrandt, Turner, Renoir … Categoría a la que él juzgaba tener derecho. ¿Arrogancia?; desde luego los cinéfilos juzgamos que no, a causa de sus grandes contribuciones no sólo al género de suspense, sino al séptimo arte. Claro que ahí se ubica el quid de la cuestión, esto es, si el medio de las imágenes que se desplazan es tal, o sólo una industria; y ésta con el único plan de conseguir muchos cuartos. Figuras como la suya demuestran que este campo no es sólo comercio, una faceta más de El Mercado, sino mucho mucho más.
Estoy jugando mucho a las suposiciones psicológicas (más de lo habitual), porque nadie puede meterse en la cabeza de otra persona, ni siquiera en la de John Malkovich (Charlie Kaufman). Sin embargo, infiriendo a partir de muchas señales, C. Nolan apunta a desear un puesto en el Olimpo del Arte. Para ello acumula muchos méritos, casi tantos como Hitchcock; benéfico hado pues con su odisea para obtener esa cátedra …, en su presumible intento de hacer su Ramayana británico en fotogramas, su epopeya en celuloide, su Ciudadano Odiseo.
El cosmos olímpico es fuente feraz de grandes gestas: Troya, Las Termópilas, Maratón, Salamina, podríamos añadir a Alejandro Magno; de modo que sí, creo que nuestro hombre ha elegido adecuadamente con Ulises. ¡Suerte y al toro!; que no fracase en taquilla como el Alejandro Magno de Oliver Stone (buen largometraje a pesar de todo).