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Misión imposible: Sentencia final, un ejercicio de cine en peligro de extinción

Misión imposible: Sentencia final, un ejercicio de cine en peligro de extinción

Ejercicio capaz de aunar lo artificioso con lo honesto, lo ingenuo y lo complicado, el cacareado final de la saga Misión imposible, con Tom Cruise, que forma dupla casi indisoluble con la anterior, Sentencia mortal, nace y muere con una sola meta metida entre ceja y ceja: devolver al cine concebido como espectáculo colectivo una cierta cualidad clásica, simple, que camina de la mano de esa campaña de marketing que presenta a su estrella como un saltimbanqui capaz de ejecutar él mismo, sin necesidad de efectos digitales, la practica totalidad de las proezas físicas del personaje.

No por casualidad, la extraordinaria secuencia final de Misión imposible: Sentencia final tiene lugar a bordo de dos antiguos aviones biplano sobre los que el propio Cruise, en calidad de piloto pero también de wingwalker, ejecuta unas cuantas proezas capaces de matar antes a su agente de seguros que a él mismo. El director y guionista, Christopher McQuarrie, convertido desde hace años en la mejor mano ejecutora del astro, estampa con ello —con perdón— toda una declaración de principios fílmicos: hay algo de pionero en esas acrobacias a bordo de un avión primigenio, analógico, imágenes que remiten al cine mudo de Buster Keaton o Harold Lloyd, a la aventura clásica del Hollywood de antaño.

"La lucha contra la Inteligencia Artificial de Ethan Hunt y su equipo es un ejercicio de resistencia, de rebeldía analógica contra la manipulación algorítmica de la realidad"

Obviamente, la ¿última? entrega de la saga Misión imposible no reniega de los efectos digitales, pero lo principal es el ritmo implacable, casi desasosegante, que McQuarrie imprime a la primera hora de película, con algunas escenas contestando a otras e infiltrándose en el montaje de cada una de ellas. Se trata, como se dijo en Cannes, de un mero preparativo de ese descenso al submarino ruso que se anunció en el desenlace de la anterior película, pero que lejos de lo proclamado no carece de espectacularidad o función narrativa. Concebida toda ella como un crescendo casi musical, Cruise y McQ ofrecen durante esos muchos minutos parlamentos a los que prestar atención y algo que hacer a sus actores: las escenas de centro de mando, donde se reúnen un puñado de excelentes actores como Angela Bassett, Holt McCallany o Nick Offerman, lejos de servir del habitual intermedio de las peores muestras del género, están planificadas con gracia, ironía y dinamismo, remitiendo al mejor Martin Campbell (Casino Royale) en su oscuridad y estilo.

Mientras tanto, la película, afectada de algunos problemas (su avance en ocasiones es abrupto, ese montaje no lineal en ocasiones confunde, la inserción de flashbacks de anteriores entregas una mera impresión de punto y aparte de franquicia) va redondeando el gran mensaje que anunciamos en el primer párrafo. La lucha contra la Inteligencia Artificial de Ethan Hunt y su equipo es un ejercicio de resistencia, de rebeldía analógica contra la manipulación algorítmica de la realidad, una lucha contra la lógica maquinal que convierte a Cruise en una suerte de Snake Plissken humanitario y romántico y a la humanidad en un títere de una operación de reboot o reinicio de raza.

"Declaración de principios fílmica, acrobacia de pionero, puro escapismo en el que el fin del mundo se juega en un solo instante"

La película, evidente constructo al servicio del propio Cruise, la última gran estrella, solidifica no obstante la concepción de éste como astro de cine completo, incorruptible ante cualquier estudio de mercado que no sea su propio ego. El actor está, huelga decirlo, fenomenal no solo en las escenas de acción, y hay algún que otro instante que fuerza a Hunt/Cruise (como su largo ruego a la presidenta) a alcanzar lugares más bien poco habituales en él. Y en conjunto, sirve de reivindicación de tiempos pasados cinematográficos, quizá más simples y a menudo bastante mejores: la formidable escena de la cabaña, donde reaparece un personaje de la primera entrega de 1996, está repleto hasta la bandera de soportes como el CD y el VHS que vieron nacer la entrega primigenia de Brian De Palma.

Declaración de principios fílmica, acrobacia de pionero, puro escapismo en el que el fin del mundo se juega (¿homenaje a la pajita de Decisión crítica?) en un solo instante, pero a la vez sometido a un cierto criterio de equipo, de ejercicio de colaboración entre el equipo de Hunt y él mismo, entre Cruise y el equipo de profesionales a su servicio, entre todos ellos y el público considerado aquí como la comunidad de una sala de cine. Hay cierto sentido de aventura clásica en el periplo de Hunt hasta el submarino ruso, tratando de eludir la vigilancia de sus superiores, sus perseguidores y la propia Entidad o inteligencia artificial, que en pleno 2025 presenta el mundo como un lugar asombroso y todavía ignoto, donde el elemento humano cuenta y sus proezas tienen mérito debido a esa misma vulnerabilidad.

De visión obligada junto a la anterior entrega, con la que conforma una única historia apabullantemente comprensible en términos generales, Misión imposible: Sentencia final podría no ser la mejor de la franquicia. A esa innecesaria complicación narrativa (echen, no obstante, un vistazo a la película original de De Palma) suma un villano (humano) un tanto desabrido, una banda sonora más genérica que en otras ocasiones. Pero evoca un ritual mítico a prueba de cínicos y tiene, en conjunto, una calidad incuestionable, un atractivo como producto honesto y bien ejecutado que convence. La última entrega de Misión imposible se vende como la última, pero no debería serlo, y la propia película parece convencida de ello.

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