Llega a las librerías una novela inédita en español del aclamado autor del Mundodisco. Se trata de la primera obra que escribió Terry Pratchett, con tan solo 17 años, y en la que ya daba una vuelta de tuerca a los tópicos de la literatura de aventuras.
En Zenda ofrecemos una parte del primer capítulo de El pueblo de la alfombra (Minotauro), de Terry Pratchett.
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Capítulo 1
La ley dictaba que, cada diez años, los miembros de todas las tribus del Imperio dumii debían asistir al Recuento.
El Recuento siempre era un acontecimiento sin parangón. En cuanto plantaban las tiendas tribales al otro lado de las murallas, Tregon Marus doblaba su tamaño e importancia de la noche a la mañana. En la ciudad, el visitante encontraba un mercado ecuestre, una feria de cinco días de duración, viejos amigos con los que reencontrarse y un aluvión de noticias listas para ir de boca en boca.
También se celebraba el Recuento propiamente dicho, un proceso durante el cual se añadían los nuevos nombres a los pergaminos ajados, documentos que al pueblo le gustaba pensar que luego se hacían llegar a Mercadeo, e incluso al mismísimo palacio del emperador. Los escribientes dumii anotaban laboriosamente la cantidad de cerdos, cabras y pisoteadores que poseía cada cual y, uno tras otro, pasaban a la mesa contigua y pagaban sus impuestos en pieles y cuero. Esa era la parte más impopular. La cola serpenteaba alrededor de Tregon Marus, entraba en la ciudad por la Puerta Oriental, atravesaba la poterna y los establos, cruzaba la plaza del mercado y desembocaba en la oficina del censo. Hasta los bebés más pequeños desfilaban frente a los escribientes, cuyas plumas se bamboleaban y arañaban sus nombres sobre el pergamino. Más de un miembro de una tribu acabó con un nombre gracioso tras tropezar con un escribiente con mala ortografía, y la historia contempla más casos de estos incidentes que los que cabría esperar.
El quinto día, el gobernador de la ciudad convocó a todos los jefes tribales a una audiencia en la plaza del mercado para escuchar sus agravios. No siempre actuaba para remediarlos, pero, al menos, así los escuchaba alguien. Además, el gobernador asentía mucho y, al terminar, los agraviados se sentían mejor, al menos hasta que regresaban a sus hogares. La política es así.
Así era como siempre había transcurrido el Recuento desde tiempos inmemoriales.
Finalmente, el sexto día, la tribu regresó a sus hogares por las carreteras que habían construido los dumii. Iban hacia el este y, a su espalda, la carretera continuaba en dirección oeste hasta alcanzar la ciudad de Mercadeo. Una vez allí, no era más que una de las muchas carreteras que se adentraban en la ciudad. Más allá de Mercadeo, la vía se convertía en la Carretera Occidental, que se iba volviendo cada vez más estrecha y sinuosa hasta alcanzar el puesto fronterizo de la Alfombra, el más occidental de todos.
Esos eran los dominios del Imperio dumii, que cubría casi toda la Alfombra, desde el Muro de Madera al páramo del norte, en las cercanías de Barnizolmo.
Al oeste, lindaba con la Tierra Virgen y los flecos exteriores de la Alfombra, y hacia el sur, las carreteras llegaban hasta la Tierra de Fuego. La gente pintada del Zócalo, los belicosos hibbolgs, e incluso los adoradores del fuego de Alfombra pagaban tributos al emperador.
A una parte de ellos no les agradaban demasiado los dumii, generalmente porque el imperio coartaba las pequeñas guerras y el cuatrerismo, que en las regiones periféricas constituían una especie de actividad recreativa. Al imperio le gustaba la paz. La paz implicaba que la población disponía del tiempo necesario para ganar dinero con el que pagar los impuestos. En general, la paz parecía funcionar.
Así pues, la tribu munrung se dirigió al este y se esfumó de las crónicas del Imperio durante otros diez años. De vez en cuando, sus miembros se enzarzaban en alguna disputa interna, pero, en general, vivían en paz y evitaban implicarse demasiado en la historia, que tiene la mala costumbre de encargarse de que la gente acabe muerta.
Y entonces, un año, no se supo nada más de Tregon Marus…
El viejo Grimm Orkson, jefe tribal de los munrungs, tuvo dos hijos. Glurk, el primogénito, sucedió a su padre como cabecilla del grupo tras la muerte de Orkson.
Según la forma de pensar de los munrung, que era lenta y trabajosa, no podría haber habido un candidato más idóneo. Parecía una segunda edición de su padre, de quien había heredado desde los hombros anchos al imponente cuello grueso, el poderoso centro de su fuerza. Glurk era capaz de arrojar una lanza más lejos que nadie. También podía luchar cuerpo a cuerpo con un snarg, y lucía un collar de largos dientes amarillos de esas bestias para demostrarlo. Además, era capaz de levantar un caballo con una sola mano, de correr una jornada entera sin fatigarse y de acercarse tanto a un animal mientras pastaba que a veces sus presas morían del susto antes de que tuviera tiempo de alzar la lanza. No era menos cierto que movía los labios cuando reflexionaba ni que se le podían ver los pensamientos rebotando unos con otros como las albóndigas de un guiso, pero no era idiota. No era lo que entendemos por ser idiota. Su cerebro acababa alcanzando su destino. Simplemente, llegaba a él por el camino largo.
—Es un hombre parco en palabras, y desconoce el significado de todas ellas —decían, pero solo cuando él no podía oírlos.
Un día, poco antes del anochecer, marchaba hacia su casa a través de claros polvorientos con una lanza de caza de punta de hueso bajo un brazo. Con el otro brazo sujetaba el largo palo que cargaba al hombro.
Un snarg con las patas atadas colgaba del centro del palo. Al otro extremo de la vara iba Snibril, el hermano pequeño de Glurk.
Como el viejo Orkson se había casado joven y había gozado de una larga vida, un largo trecho ocupado por una retahíla de hijas que el jefe tribal se había encargado de casar con munrungs decentes, respetuosos y, por encima de todo, acaudalados, separaba a los dos hermanos.
Snibril era un hombre delgado, sobre todo comparado con su hermano. Grimm lo había enviado a la estricta escuela dumii de Tregon Marus para que se formase como escribiente.
—Apenas es capaz de sostener una lanza —se lamentaba—. Puede que se le dé mejor sujetar una pluma. Así tendremos a alguien con estudios en la familia.
Tras la tercera fuga de Snibril, Hormiga había ido a ver a Grimm.
Hormiga era el chamán, una especie de sacerdote multiusos.
La mayoría de las tribus contaban con uno, pero Hormiga era distinto. Para empezar, se lavaba todas las partes del cuerpo que quedaban a la vista al menos una vez al mes. Era una costumbre infrecuente. Los otros chamanes tendían a fomentar la suciedad y abrazaban la creencia de que, a más roña, más magia.
Además, Hormiga no lucía un montón de plumas y huesos, y tampoco hablaba como el resto de los chamanes de las tribus vecinas.
Otros chamanes comían las setas con manchas amarillas que crecían en las profundidades de la espesura de pelos y chillaban cosas como: «¡Yeeeepacayeepa! ¡Yepayepayayayay! ¡Unga! ¡Unga!», palabras que, indudablemente, sonaban mágicas.
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Autor: Terry Pratchett. Título: El pueblo de la alfombra. Traducción: Lluís Delgado. Editorial: Minotauro. Venta: Todostuslibros.


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