Lynn Povich nació en 1943. Su padre, Shirley, era periodista deportivo en The Washington Post. Dos semanas después de graduarse en Historia por Vassar (todavía en los tiempos en los que este college norteamericano era una institución solo para mujeres), Lynn se fue a París en 1965 como secretaria del buró europeo de la revista Newsweek. Durante el año y medio siguiente, aprendió todo lo que pudo sobre periodismo aprovechando que parte de su trabajo consistía en pasar a máquina los reportajes de los redactores, y en noviembre de 1966 volvió a Estados Unidos a trabajar como researcher en el edificio madre en Nueva York. Se casó en junio de 1967 y ascendió a “redactora junior” en marzo de 1969.

Newsweek siempre se había tenido a sí misma como una publicación progresista, y lo cierto es que eso se venía demostrando a menudo en temas como el racismo y la guerra de Vietnam, pero por alguna razón, en el asunto de la igualdad de sexos el editor, Osborn Elliott, se escudaba sin pudor en una “tradición” de 50 años, con lo cual no solo estaba reconociendo públicamente que la queja de sus empleadas tenía validez, sino que admitía que llevaba décadas ocurriendo de manera deliberada e institucionalizada, y que incluso se avisaba en todas las entrevistas previas a las candidatas. Así que no le quedó más remedio a la revista que mirarse a sí misma y observar esa gran contradicción interior. Nada la explica más claramente que la reacción de una mujer, Katharine Graham, la dueña tanto del Washington Post donde escribía el padre de Povich como la Newsweek donde trabajaba la hija: “¿Y ahora de qué lado se supone que me tengo que poner?”
Según explica la propia Povich, la situación en la redacción, con las mujeres encargadas de prepararles todos los ingredientes a los reporteros masculinos, llevaba a muchas situaciones de sexo interoficinesco, ya se estuviera soltero o no. Es un trabajo largo, duro, absorbente, que a veces otros no entienden y en el que acabas pasando más tiempo que en tu casa, así que este tipo de cosas ocurrían todo el tiempo, y aumentaron con la llegada de la píldora, la minifalda, la música pop y rock, las drogas, las mejoras en el transporte, la boyante situación económica, el olvido de las estrecheces de las generaciones anteriores y la propia actitud más liberada de las mujeres. Sobre el tema de si todo esto era consensual o forzado, cada una lo cuenta como le fue en ello. Povich dice que no había acoso sexual y que aunque los tíos eran bastante francos, que hablaban abiertamente de los culos y tetas de las tías, y que tenían las manos muy largas, la que no quería no tenía por qué. Pero otras cuentan historias mucho menos edificantes, de verse puestas en la situación de “o nos metemos ahora mismo en la camilla del botiquín o el contrato no se te renueva”. También había casos donde la identidad de las mujeres que ascendían solía guardar relación con la importancia del empleo que tenía en la misma oficina el hombre que salía con ella.
La denuncia nunca llegó a juicio, y todo se resolvió con la promesa de cambiar las cosas y hacerlas más igualitarias, pero la cosa fue muy lenta, e incluso llegó a empeorar, con tres de cada cuatro contratos nuevos yendo a parar a hombres, así que en 1973 la revista fue denunciada otra vez, al mismo tiempo en que The Washington Post tenía otra denuncia en contra hecha por siete de sus empleados negros. Dos años más tarde, en agosto de 1975, a los 32 de edad, Povich fue nombrada “editor senior” de la revista, convirtiéndose en la mujer que más alto había llegado en su organigrama hasta entonces. Sin embargo, su salario seguía siendo más bajo que el de los hombres en un puesto comparable.
Durante las tres décadas siguientes el tema de la situación laboral de las mujeres fue avanzando a tirones, pero en general se iba progresando. En 2010, con motivo de los 40 años de la histórica denuncia, Povich, ya jubilada, descubrió que varias de las reporteras más jóvenes de Newsweek no sabían nada del asunto, o que lo acababan de conocer muy por encima mediante búsquedas en Google. Para entonces la figura del researcher ya no existía, por motivos económicos, y en la revista solo había las categorías de redactor o reportero. Conversó con ellas y comprobó que algunos temas de falta de igualdad por motivos de sexo aún existían en la redacción: peores salarios, menos mujeres en los puestos de responsabilidad, marginación en temas “para chicas”, ascensos menos rápidos, desestimación de ideas para reportajes dependiendo de si las presentaba un hombre o no, y también, todo hay que decirlo, una menor ambición en términos generales, dada la percepción de que un hombre ambicioso es admirable, pero una mujer ambiciosa es digna de desprecio. Una de estas jóvenes, Jesse Ellison, incluso llegó a decir que no se le había ocurrido que estuviera trabajando en un lugar sexista.

Pero en la serie las protagonistas principales son otras: una de ellas es Patti (Genevieve Angelson), minifaldera, melenuda, protestona, vivaracha y liberada, al loro de lo último de la música del momento, y que se cepilla a su reportero mientras va haciendo méritos periodísticos. Otra es Jane (Anna Camp), que es todo lo contrario: rubia, formal, elegante, conservadora, de buena familia, creyente en el sistema tradicional de la revista y aspirante, si es que no lo es de facto ya, a ser la hembra alfa entre todas las demás, por mucho que el techo esté firmemente cerrado por arriba. Y la tercera es Cindy (Erin Darke), que es tímida, gafitas, aspirante frustrada a escritora y que habita mayormente en la sección de fotografía y clippings, escribiendo pies de foto alejada del mundanal ruido de la sala de redacción. Además, está casada con un marido que quiere ponerla ya a parir y retirarla del oficio. Los personajes masculinos son un editor envidioso de lo marchosa que es la competidora Rolling Stone por aquí, un pisaverde reportero de pajarita por allá, y el dinosaurio cincuentón de toda la vida que afirma rotundo desde el principio que aquí las chicas no escriben. Según la guionista de la serie, Dana Calvo, que contrató al mayor número de mujeres que pudo en los principales roles de la producción, desde la dirección a la fotografía, el grado de machismo reflejado en pantalla fue uno de los puntos más debatidos del rodaje. Por un lado no se quería a unos cromañones excesivos (la propia Povich dice que la inmensa mayoría de los reporteros eran gente admirable, muy currante, muy respetuosa y de mucho talento), pero por otro se quería dejar bien claro que si las cosas hubieran ido de maravilla en la redacción, nadie habría tenido que presentar una queja sin precedentes históricos. También se mantuvo el papel central del camastro de la enfermería y de los baños de las mujeres, lugares ambos donde ocurrían las cosas ilícitas que estaban creando la revolución.
En cuanto a las tramas sobre las que escribir, se usan varios sucesos reales de entre 1969 y 70, como el trágico concierto de Altamont, la huelga de carteros, la obsesión con las portadas sobre Vietnam, las manifestaciones pro derechos civiles, el FBI vigilando a los Panteras Negras, etcétera, mientras que en lo personal las chicas van a reuniones de toma de conciencia de clase (y de autoinspección vaginal) y a fiestas decadentes en hoteles de Manhattan entre marihuana y lámparas de lava. Y poco a poco irá llegando el momento en el que tendrán que decidir si dar el histórico paso adelante contra sus propios empleadores.
La serie está bastante bien, pero que nadie la confunda ni la compare con Mad Men. Ambas comparten el estar ambientadas en una empresa ficticia radicada en la neoyorquina Madison Avenue (allí una empresa de publicidad, aquí una revista), pero GGR empieza cuando MM acaba, en 1969, y además la que nos ocupa hoy está contada de una forma más directa y menos intelectual, careciendo de las continuas analogías y metáforas extendidas que Don Draper y compañía desplegaban en casi cada episodio, y que hacen salivar a los críticos de carrera. Esta no tendrá tanto subtexto que analizar, pero es una historia bien contada, con buenos personajes y que mereció mejor fortuna. Salió a la luz solo once días antes de unas elecciones generales en Estados Unidos en las que un hombre que se jactaba de poder agarrar a las mujeres por el coño si así lo quería derrotó a la única candidata femenina a la presidencia que había habido en la historia del país. Un mes después del controvertido resultado, se anunció que la serie (cuya en principio primera temporada acababa con el anuncio público de la denuncia contra la revista) no sería renovada. Puede que ambas cosas estén conectadas o no, pero lo cierto es que la campaña electoral estadounidense tuvo un contenido “de género”, por mal dicho que esté, sin precedentes anteriormente, y además durante el rodaje se produjo el cese en la vida real del presidente de Fox News, Roger Ailes, por motivos de acoso sexual. Tanta atención sobre el tema puede haber perjudicado en vez de beneficiado esta vez, o quizá Amazon no haya querido quedar como excesivo martillo de herejes en este asunto. Mientras tanto, ahí quedan tanto el libro como la serie.






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