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La mirada expropiada

La mirada expropiada

(Dedicado a José María Merino)

Hace tiempo hice un viaje a Siria y, entre la vastedad de sus ruinas clásicas y la calidez inquebrantable de su gente, me caí del caballo, qué mejor sitio para epifanías, y experimenté una certeza incómoda: los españoles hemos perdido la capacidad de ver el mundo con nuestros propios ojos. Nos han expropiado la mirada. Lo que pensamos que observamos, en realidad nos llega filtrado, moldeado, empaquetado y servido por otros. Y lo consumimos sin resistencia alguna.

Allí, en Siria, sentí una proximidad inesperada. Los sirios no eran ese “otro” extraño, exótico o impredecible que tantas veces nos ha mostrado la mirada ajena, no solo la anglosajona, sino también la de una Europa que de alguna manera aún se cree “el rostro pálido” civilizador del mundo. En Siria hay rostros pálidos, sí. Y también morenos, que abundan más que en París, Bruselas o Londres. Pero lo esencial estaba en su humanidad, que latía al mismo ritmo que la mía. No eran el otro, eran yo mismo disfrazado de otro. Entonces me pregunté: ¿por qué los había considerado distintos? ¿Qué relato había interiorizado yo, sin saberlo, para verlos como algo ajeno?

"Hemos sido educados para identificarnos con los colonizadores y desconfiar de los colonizados"

Vivimos en una época donde el relato lo es todo. El poder no solo se ejerce con ejércitos o economías; también —y sobre todo— con narrativas. Sabido es que quien controla el relato controla la percepción de la realidad. Y aquí es donde aparece la gran maquinaria narrativa del mundo moderno: Hollywood, junto con la armamentística, la primera industria de los Estados Unidos.

Pocas formas cinematográficas ilustran mejor esta operación cultural que el western. Durante décadas, las películas del Oeste han constituido una épica fundacional para los Estados Unidos. Pero lo que para ellos fue una narrativa de expansión, valentía y civilización, para el espectador informado debería resultar, con perspectiva, una exposición brutal de racismo estructural y justificación imperialista. En esas películas, los “buenos” —el cowboy, el sheriff, el pionero blanco— representan el orden y la civilización, mientras que los pueblos originarios de América son sistemáticamente mostrados como bárbaros, violentos, salvajes. Y todo esto envuelto en una estética poderosa, conmovedora, que hace difícil no empatizar con quien, en realidad, ocupa el rol del invasor.

La expresión “pieles rojas” ya delata la carga racista de fondo. Una denominación que convierte la identidad étnica en un rasgo caricaturesco, útil para la simplificación y la deshumanización. El espectador occidental —y aquí nos incluimos los europeos, los iberoamericanos, los propios españoles— se ha acostumbrado a ver esas películas tomando partido, casi inconscientemente, por los agresores. Hemos sido educados para identificarnos con los colonizadores y desconfiar de los colonizados, aunque el papel de cada uno en el marco narrativo esté invertido.

"Nosotros, espectadores europeos, hemos aplaudido las victorias del Séptimo de Caballería como si fueran un triunfo universal del bien sobre el mal"

Y así, el imperio cultural estadounidense ha logrado algo extraordinario: que incluso aquellos pueblos que nunca participaron de su historia asuman como suyas sus emociones, sus valores, sus categorías. Nosotros, espectadores europeos, hemos aplaudido las victorias del Séptimo de Caballería como si fueran un triunfo universal del bien sobre el mal, cuando en realidad eran la culminación cinematográfica de un genocidio.

Este tipo de lógica narrativa no solo afecta a la historia estadounidense y a nuestro modo de ver al otro, sea el que sea. También ha contaminado nuestra manera de mirar nuestra propia historia. La leyenda negra que pesa sobre España es un producto elaborado en parte con ese mismo lenguaje audiovisual, con ese mismo esquema moral binario: los españoles como fanáticos, crueles, explotadores; los demás como víctimas indefensas de una maquinaria inquisitorial y opresora.

En los últimos años, algunos estudios y voces —desde la investigación rigurosa, el análisis comparado y la reflexión histórica— han tratado de matizar o cuestionar esta visión. No desde la negación del pasado, sino desde la necesidad de contar también el otro lado de la historia: la integración jurídica de los pueblos indígenas, la fundación de universidades en América, la existencia de un sistema legal que reconocía derechos —aunque no siempre se respetaran— y un mestizaje que no fue excepción sino norma.

La publicación de uno de estos trabajos recientes provocó un efecto revelador: por un lado, generó un inusitado interés popular que desbordó las previsiones editoriales; por otro, desató una virulenta reacción en ciertos sectores académicos y mediáticos, que, incapaces de refutar el fondo del argumento, recurrieron al desprestigio personal y a la descalificación ideológica. Resulta llamativo que, en el país al que concierne esa historia, expresar una visión alternativa sea más escandaloso que seguir repitiendo un relato impuesto desde fuera.

"Hitler no fue ajeno a la lógica del imperialismo europeo. Al contrario: quiso imitarla, admirando especialmente el modelo británico"

Y es que muchos españoles han interiorizado una desconfianza profunda hacia su propia historia. La universidad española, en este sentido, ha jugado un papel ambivalente. Si bien cuenta con figuras brillantes y centros de investigación de gran nivel, también ha sido infiltrada por una lógica endogámica, en la que la promoción académica depende más de las redes personales que del mérito intelectual. Esto ha facilitado que ciertas visiones ideologizadas de la historia se consoliden sin el necesario contraste crítico. Y así, en lugar de generar pensamiento propio, reproducimos discursos ajenos, a menudo mal comprendidos y peor aplicados.

España no fue un imperio al estilo británico. No hubo segregación racial institucionalizada, no se impuso un sistema esclavista a gran escala en las colonias continentales, no se destruyeron las culturas locales por sistema. Por el contrario, hubo mestizaje, evangelización, fundación de universidades, y —aunque solo fuera en el plano legal— los indígenas americanos fueron considerados súbditos de la Corona, con derechos que muchas veces no se respetaron, sí, pero que al menos existieron. Esa diferencia es sustancial, y sin embargo apenas se menciona.

Mientras tanto, los modelos imperiales anglosajones gozan de una indulgencia crítica difícil de justificar. Incluso los horrores del Imperio británico —desde la hambruna en la India hasta la colonización de África— son presentados, cuando lo son, como “errores del pasado”, desprovistos del juicio moral severo que se aplica sistemáticamente a la historia española.

Y aquí aparece un dato incómodo: algunos de los peores crímenes del siglo XX no surgieron como ruptura con ese modelo imperial europeo, sino como una de sus consecuencias más extremas. El caso más revelador es el del nazismo. Hitler no fue ajeno a la lógica del imperialismo europeo. Al contrario: quiso imitarla, admirando especialmente el modelo británico. Su concepto de Lebensraum no es otra cosa que una versión interior del expansionismo colonial, solo que aplicada dentro de Europa.

"España necesita volver a mirar con sus propios ojos. No al pasado con nostalgia, sino al presente con lucidez"

La diferencia fue la escala y la velocidad. Hitler pretendía lograr en menos de una década lo que otros imperios habían construido durante siglos. Si el Imperio británico tardó más de trescientos años en consolidarse mediante dominación racial, ocupación, desplazamientos forzados y exterminios selectivos, el Tercer Reich intentó ejecutar una versión acelerada de esa violencia, concentrando en pocos años un nivel de brutalidad que, precisamente por su rapidez y proximidad, se volvió insoportable. Esa condensación temporal del horror —esa “industrialización” del mal en tiempo récord— es en buena medida lo que convierte al nazismo en símbolo absoluto de la barbarie, cuando en realidad fue una derivación hipertrofiada de prácticas que Europa ya conocía y había tolerado fuera de sus fronteras.

Todo esto revela un problema más profundo que afecta de manera muy especial a los españoles: hemos delegado nuestra narración en otros. Y el resultado es que hablamos de nosotros con palabras prestadas, con gestos que no son nuestros, con marcos mentales que nos perjudican. La expropiación de la mirada es, en el fondo, la renuncia a tener voz propia.

Recuperar esa mirada no significa caer en la autocomplacencia ni en un nacionalismo hueco. Significa, sencillamente, recuperar el derecho a interpretar nuestra historia desde nuestras propias claves. A disentir de los clichés. A romper con la visión maniquea que nos convierte, una y otra vez, en los villanos de una historia que apenas se ha molestado en conocernos.

España necesita volver a mirar con sus propios ojos. No al pasado con nostalgia, sino al presente con lucidez. Porque mientras sigamos viendo el mundo con los ojos de Hollywood, seguiremos creyendo que los buenos llevan sombrero blanco, y que los otros  —como en los viejos westerns— no tienen más destino que desaparecer.

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