«Un púgil, al igual que un escritor,
tiene que defenderse por sí mismo».
Liebling, La dulce ciencia
Cuando a Jack Dempsey —legendario boxeador estadounidense— le preguntaron sobre qué se necesitaba para ser campeón del mundo, contestó con un solo término: «hambre». Lo dijo sin un ápice de duda, al igual que se golpea al oponente, tal y como se dice la verdad a las personas que amamos. Cien años después, su respuesta nos sigue atravesando cual dardo en la viva piel y nos hace encontrar un paralelismo que responde al porqué de la escritura. Fíjense: si para Manuel Alcántara el boxeo es un ingrediente de la miseria, para Cervantes el año que es abundante en poesía suele serlo también de hambre. No pretendo, sin embargo, que la carestía se entienda exclusivamente en un sentido literal, sino metafórico. En Ensayo sobre las cosas en las que más pienso, Anne Carson —a partir de unos versos de un autor espartano del siglo VII a. C.— admite que el poeta, tras el final del poema, no siente menos escasez. Y es justo ese el misterio compartido de ambos oficios, el nudo que los ata: la irresoluble avidez, la obstinada búsqueda por satisfacer lo que se sabe que no puede ser satisfecho.
Desde Stéphane Mallarmé, la existencia de la poesía se ha explicado por su capacidad para dar un sentido más puro a las palabras de la tribu. Para ello, el rasgo más definitorio del ser humano —el lenguaje— debe transgredirse, desnaturalizarse como el boxeador inhibe su instinto de supervivencia, adoptar una voluntad de forma y percutir en la realidad hasta descubrir lo velado. En ese aspecto, el escritor se convierte en un auténtico hermeneuta de lo que somos. No hace falta que les recuerde a Hermes, mensajero divino, el cual, para salvar a Odiseo de las garras de Circe, extrajo de la tierra la planta moly, descubriendo su naturaleza. Homero nos dice que su flor era imposible de arrancar para los mortales: un símbolo más de que lo inalcanzable empuja nuestra condición. Y ahí está de nuevo la incapacidad ante lo necesario, otra vez la insatisfacción que mueve, el impulso por persistir. No es de extrañar entonces que el boxeador, como el literato y el rey de Ítaca, no sepa retirarse a tiempo. Es lo que tiene entregarse a un cometido en el que, para vencer, es indispensable el entusiasmo en su sentido etimológico: llevar a un dios dentro.
Sin embargo, la mayoría de nosotros hemos sido abandonados por las deidades, razón por la que la catarsis de la escritura —como la del pugilismo— reside en la inevitabilidad de su drama. Hay una cierta tragedia en aceptar la lucha a pesar de la sangre o incluso cuando la muerte es una posibilidad. También la hay en versar la vida con un lenguaje que de ningún modo basta —solo se acerca—, que no colma el estómago vacío —solo lo parece—, y aun así continuar, como apuntó Carol Oates, en uno de esos combates que no cesan, asalto tras asalto, sin certeza alguna, en una pelea tan pareja que es imposible no ver que tu adversario eres tú. «Non fiction», diría José Luis Garci.
Asimismo, la semejanza entre ambas disciplinas se puede observar en una conversación que tuvieron Jaime Sabines y la boxeadora Laura Serrano. El poeta le aconsejaba que para ser excelente en el acto poético se necesita trabajo, oficio y disciplina. Y sentenciaba que así como se aprende a boxear, así hay que aprender a escribir. No hay duda, Budd Schulberg tuvo razón: «Escribir es proyectar golpes en la oscuridad que vienen de vuelta».
La similitud llega hasta tal grado que incluso las dos parecen configurarse por estilos. El narrador breve sería como el noqueador: ambos buscan dejarte fuera de combate en los primeros asaltos, pura sorpresa. El ensayista se asemeja al que se faja: kamikazes dispuestos a dar y recibir a partes iguales, matar o morir. El poeta sería similar al estilista: hacen del combate un cuadro estético. Aún recuerdo a Muhammad Ali deteniendo su puño mientras George Foreman caía, acompañando con su cuerpo —en una suerte de vals— la deshonra de un hombre invicto. Ese no golpear ha sido y será el mejor golpe de la historia del boxeo, puede que como aquel «no sé qué que quedan balbuciendo» de San Juan de la Cruz. Pero el bardo también guarda relación con el encajador: ese héroe trágico que sabe sufrir, que hace de la sangre su identidad. Y por último, el novelista: un prestidigitador al servicio de la victoria, pura técnica y efectismo, un Archie Moore; es decir, un boxeador que A. J. Liebling definió como un artesano, como un maestro en el juego de la espera, alguien que entiende el oficio más allá del sudor, que guarda en cada paso la memoria de mil rounds.
Con todo, les comparto un párrafo de la genial Carol Oates, el cual podría ser aplicado también al escritor y su faena: «Los boxeadores están ahí para establecer una experiencia absoluta, una pública rendición de cuentas de los límites máximos de su ser; ellos saben, como pocos podríamos saber de nosotros mismos, qué poder físico y psíquico poseen, de cuánto son capaces. Entrar al ring medio desnudo y para arriesgar la propia vida es hacer de su público una especie de voyeur… El boxeo es tan íntimo. Es salirse de la conciencia de la cordura para entrar en otra, difícil de nombrar. Es arriesgarse, y a veces alcanzar la agonía».
Y como no es posible mejorar lo dicho, solo me queda señalar la que para mí es la diferencia más evidente: no se puede ser un púgil respetado sin haber subido jamás a un cuadrilátero; en cambio, un escritor puede serlo sin haber escrito nunca un verso. Todo depende de su mirada, de su vivir, de su manera de aprehender lo que le rodea y le sucede.
Por último, me gustaría destacar dos verdades reveladas tras lo expuesto: la mentira se paga con el fracaso en ambos oficios; y escribir se asemeja al boxeo, pero, sinceramente, no es boxear.
Todo el paralelismo es sensacional, pero ver la similitud entre el verso de San Juan de la Cruz y el golpe no dado de Ali ante Foreman es una genialidad. Más ideas frescas y bien escritas como esta hacen falta.
Magnífico artículo. Me ha dado ganas de releer a Jack London y a Gardner
Un placer volver a leerte por aquí, Ismael. Estupendo, como siempre acostumbras.