La decadencia de cualquiera se inicia con la primera cana, esa arruga insolente o un esguince fortuito. Todo será ya declive, reproche, angustia. Seguimos —como si no fuera con nosotros— adelante, hasta que llega otro verano. Pero en el vestuario aparece el desplome con todo su tonelaje, aún más ante el espejo.
—A ellas —me dice un amigo— les ocurre cuando sustituyen el bikini por el bañador. A nosotros cuando nos empieza a apretar el cinturón.
En la piscina todo reluce, la plata y el plomo. Uno —y todos— se esconde sin esconderse detrás de ese trapo de colores que ya no es el mismo de todos los veranos. De pronto, más que desilusión sentimos fatiga, porque nada puede hacerse. Si no es el lumbago se trata de la ingle o la cadera. Lo del estómago o las caderas es otro cantar. Y en otra clasificación cabrían las cicatrices —por caída o cirugía—, las varices, las arrugas y los, en teoría, simpáticos michelines.
—Ya no puedo enseñar el brazo —se confiesa una a otra.
—Ni yo las rodillas, por no hablar de los tobillos.
Se callan para no comentar los cuellos —¡esos pliegues!— o la nueva talla de los pantalones, esa duda de llevarlos apretados o sueltos, que corra el aire.
La cuestión es si operarse una vez ya derrotados por la inutilidad de los gimnasios, a los que se sigue acudiendo para que la hecatombe no sea mayor (aunque una vez que apareció aquella pata de gallo no hay cemento que frene la hemofilia del pantano).
Otro dilema no menor: ¿me medico —me inyecto— para adelgazar sabiendo como sé que el régimen —cualquiera que sea— es, además de insufrible, inútil? ¿Y que una vez que empiece a saber cómo y cuándo pararé? Porque además de ser costosos —no hablo de dinero— suponen un esfuerzo del que ya se carece. ¿Y esto no lo resolverá la Inteligencia Artificial?
Volvamos a la presa: el agua siempre encontrará un resquicio. Bien, eso ya se sabe. ¿Entonces? ¿Voy a tener que bajar así a la piscina? ¿Me estás diciendo que no baje? Es como parapetarse o no tras unas gafas de sol: ¿se pasa más o menos desapercibido?
A algunos se les ve tan felices —en apariencia— descendiendo las escalerillas apretando los dientes o paseándose por el césped con la toalla encima del bañador a modo de pareo sin mirar a nadie, como si el mundo no fuera —no va— con ellos. Tan dignos.
Yo les prefiero, me gusta ver a quienes prefieren no disimular, los que ni lo intentan. Antes se les llamaba “gente sin complejos”. Cada vez son más, son falanges silenciosas que prefieren la discreción, un modo de pasar inadvertidos… hasta que empiezan a vestirse, hasta que de los bolsones van sacando en el vestuario acondicionadores, cremas, abrillantadores, perfumes. Y salen a la calle como si tal cosa, entre el disimulo y la displicencia. No sé si buscando o evitando un espejo.
Quizá debiera preguntar a José Luis, cumplidos ya los cien años, sobre todo esto. ¿Hace falta? Aventuro una respuesta.
—¿Usted cree que yo elijo la ropa cada mañana?
Hay otras posibilidades.
—¿De verdad le interesa esto? Ya crecerá.
—¿Aún está con esto?
El caso es estar vivo, se dicen los que pertenecen al grupo de los displicentes. Y en esto sí que estamos todos de acuerdo antes de acudir —lívidos pero maquillados— a una cita con el médico.


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