No siempre los actores, los presentadores de televisión, los ajenos a la literatura, escriben malas novelas. La prueba es esta novela. Jaime Riba Arango no ha escrito la típica incursión de un intérprete en las letras, sino una obra de notable ambición literaria, que actualiza el realismo mágico con una voz propia.
La novela arranca con doña Urraca Alcolea sentada bajo el único naranjo de su finca en Ventaquemada, esperando la muerte, que sabe llegará el 15 de octubre. A partir de esta imagen poderosa, Riba construye un universo donde lo fantástico se filtra en lo cotidiano con la naturalidad de quien ha asimilado las mejores lecciones del género.
El propósito fundamental es reírse de la tragedia, de la tragedia de todos, o sea, de la muerte. El realismo mágico como manera de burlarse de lo más pedestre. Riba utiliza esta tradición para ver la vida desde arriba, captando dinámicas profundas que escapan al realismo convencional. Se perciben influencias de Isabel Allende en el tratamiento genealógico, de Irene Solá en esa capacidad para convertir lo rural en materia poética. Quien mejor lo entenderá es quien haya tenido vida rural, pero no es imprescindible: la universalidad del texto trasciende cualquier particularismo.
Su realismo mágico encuentra paralelismo obvio en Daniel Uclés y La península de las casas vacías. Como Uclés, Riba entiende que no es pirotecnia narrativa, sino herramienta para acceder a verdades que el realismo convencional no alcanza.
La calidad del lenguaje resulta extraordinaria para una primera novela. Su prosa posee un afilado lirismo que evita grandilocuencia y artificiosidad. Cada frase está tallada con precisión, creando una voz literaria de lenguaje afilado y feroz belleza, que mantiene al lector en tensión constante.
Uno de los grandes aciertos es su sentido del humor, alejado del cinismo contemporáneo. Riba construye situaciones cómicas que nacen de la observación atenta de comportamientos humanos, especialmente de esa fauna particular que puebla los pueblos donde “el tiempo se detuvo hace mucho”. Es un humor comprensivo, que nace de la compasión hacia los personajes, no de la superioridad del narrador.
La herencia de Doña Urraca no es solo económica. Urraca habla a su nieta Motita sobre odios ancestrales, sobre maldiciones que se transmiten como patrimonio maldito de generación en generación. Estas conversaciones funcionan como núcleo emocional donde se revelan los mecanismos secretos por los que el pasado contamina el presente. Riba explora con agudeza cómo se transmiten no solo bienes materiales, sino también culpas, silencios, venganzas familiares, cuyo contenido a veces se borra, quedando solo la carga: «Y bastante aguanto yo con el peso de mi familia y de la herencia que me han dejado, que no todo es el dinero, Prudencio. Que hay herencia que duele». Esta frase, tan universal y tan única al mismo tiempo, condensa toda la complejidad del legado familiar que trasciende lo material.
Esta novela posee esa originalidad profunda que ninguna inteligencia artificial podría replicar, porque nace de una experiencia vital específica, de una sensibilidad moldeada por años de observación directa de tipos humanos, de comprensión íntima de los ritmos del habla popular. Cada página revela una personalidad literaria única que no debe nada a modas ni algoritmos.
Urraca, Urraquita, Urraquitita demuestra la vitalidad del realismo mágico cuando está en manos de un autor que comprende sus posibilidades. Riba ha escrito una novela que actualiza una tradición sin traicionarla, que encuentra en lo local una puerta hacia lo universal. Así lo hicieron tanto los maestros del Boom, con García Márquez en cabeza, como el propio Daniel Uclés. Aunque la acción transcurre en un pueblo inventado de España, los temas nos afectan a todos: la espera de la muerte, el peso de la herencia familiar, la imposibilidad de escapar del pasado o la soledad de quienes han sobrevivido a su propia época.
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Autor: Jaime Riba. Título: Urraca, Urraquita, Urraquitita. Editorial: Dos Bigotes. Venta: Todos tus libros.


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