En el abrasador y atípico verano de 1975, cuando las ciudades industriales de Europa parecían disolverse en su propio desconcierto, Glasgow se convierte, bajo la pluma de Alan Parks, en algo más que un escenario: es un organismo febril, tan vivo como corrupto, donde el tiempo avanza de manera trepidante. En Cualquiera puede morir en junio, la sexta entrega de la saga protagonizada por el inspector Harry McCoy, el policial escocés se vuelve introspectivo, existencial y brutalmente humano.
En paralelo, una serie de crímenes sacude a los más invisibles de la ciudad: aquellos considerados hoy homeless. Nadie pregunta por ellos. Nadie los llora. Nadie los nombra. Salvo McCoy, cuya historia personal, marcada por la figura errante y alcohólica de su padre, convierte cada cadáver anónimo en un espejo posible. Entre ellos, está Govan Jamie. Su muerte se presenta como natural casi como preaviso al lector de que será lo contrario.
Parks entiende, como pocos, que en el corazón de la novela negra late el crimen pero también la compasión; esa que sobrevive, como un vestigio a veces inútil, entre la mugre y el miedo. Por ello, su personaje se interesará por la historia que dos hombres cuentan durante una velada a la que ha asistido con su novia, Margo. La historia de la muerte de Jamie, que ha sido precedida por la de otro vecino de la calle. Suficiente para que la atención del protagonista salga eyectada a causa de la omnipresencia de su padre que vive —y puede morir— en la calle.
McCoy no es un héroe. Ni siquiera quizá sea, estrictamente, un hombre bueno. Es apenas alguien que se niega a mirar hacia otro lado, aunque el precio sea su propia ruina. Duro, fiel, auto flagelado y esquivo. Propicio a caer en la autocompasión. Su vínculo con Wattie, su fiel compañero, y su deuda perpetua con Stevie Cooper —el gánster que lo salvó de una situación de abuso en la infancia y ahora exige lealtad a cambio— conforman un triángulo moral que le concede capas a lo que en otros autores sería simple y mero decorado. Este Cooper, el malo en ascenso en Glasgow, quiere conquistar Possil —el lugar al que ha sido trasladado nuestro inspector— y expandir su territorio en medio de una guerra. Y será este quien conduzca al protagonista a un terreno cargado de ambigüedades.
Pero lo que vuelve singular a esta novela no es la precisión de su trama —que la tiene— ni la eficacia de su tensión narrativa —también presente, claro—, sino su capacidad para entrever la enfermedad moral de una época. La corrupción policial, las sectas religiosas que predican el sufrimiento como virtud, los suicidios silenciosos, la infancia borrada por el dolor: todo compone un fresco oscuro, narrado con una prosa austera pero exacta. Un libro que imaginamos reescrito y tallado a la medida que pretendió su autor.
En uno de los momentos más conmovedores de la novela, McCoy descubre, en la Biblia de una mujer muerta—sí, la madre que denunció la desaparición de su hijo— la fotografía de ese niño que se presumía inexistente. Ese detalle pequeño y desgarrador condensa la poética de Parks: ha sido el marido de la propia mujer, un pastor de una secta religiosa, el que ha negado a ese hijo, contradiciendo su versión. Y punto. No diremos más respecto de este giro de trama, clave de la novela, en donde los fantasmas se esconden en las palabras y laten en las ausencias. Mucho menos del final en donde se pergeña una continuidad para nuestro protagonista, pese a su propensión a caer en los mismos vicios de su padre.
Cualquiera puede morir en junio es una novela negra en el sentido más noble del término: no se limita a narrar un crimen, sino que radiografía el alma de una ciudad que ha dejado de creer en la justicia. Y sin embargo, entre la mugre y la desesperanza, todavía hay hombres como Harry McCoy, que siguen buscando una verdad, aunque esta no redima a nadie.
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Autor: Alan Parks. Título: Cualquiera puede morir en junio. Traducción: Juan Trejo. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.


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