El año es de hace un siglo.
Mil novecientos
dieciocho (más o menos). ¿Primavera?
Un hombre como tostado por el sol
—volcán, palmeras, isla—,
barco arriba,
reciendescubre Madrid.
Deambula de hoja en hoja por las calles
sin ruido, enjabonadas de penumbra.
Está pendiente
de todo. Holgazanea.
Se mira en los reflejos como alguien
que se preguntara con temor quién anda ahí.
(Véamosle en su foto. Es como un niño
ensayando un puchero).
¿Se ha perdido? Luis García Bilbao,
un viejo amigo, le espera como atrapado en su chaqueta,
en su gabán inconsútil. No se ven.
El hombre con el mar entre los ojos
no entiende estas estatuas de jardín
que son las torres,
los focos, los difuntos
(perdonen) peatones, las glorietas
con niebla en los balcones, los tristones,
los verdes macilentos de una hueca,
de una aterida y triste Babilonia.
¡Ah, bien! Por fin se encuentran. (Luis y él, y sí:
en Babilonia).
Yo apenas recordaba estos momentos.
Otra noche, en la Plaza de Santa Ana,
Luis Bilbao, dentro del fanal de sus lentes,
me habló con una razón alejada
de sociedad y de ABC, de cosas
humanas
tan fuera de Madrid, que hubimos de dar vueltas
toda la noche, hasta la madrugada.
Es un poco Virgilio este García,
y un poco Dante el poeta del puchero
y los ojos acuosos. Míralos.
Descienden los peldaños que Carrère
descubrió en la calle Sacramento.
No llegan al Pretil de los Consejos,
ni el señor Catafalco les sumerge
en su capa raída. Pero ven
un Madrid diferente de su mera
monumentalidad paleocastiza.
Dentro de ese Madrid se escucha y calla.
No hay tranvías que crucen el espíritu,
ni el Caballero Audaz hace una sobria
interviú callada. (Salvo “sobria”,
las dos últimas frases son de Alonso
Quesada, el Dante amigo
de Luis García Virgilio. ¿Y por qué
me parecen ahora como algo
que podría ser mío? ¿Eh, poetas?).
¡Oh, amigo poeta, ya las horas,
son lejanas,
pero un calor cordial —puente de ensueño—
brota del alma mía, hacia tu alma!
Entiendo…
Entonces será eso.
Estos puentes están por todas partes,
pero es raro
—¡y tanto!— que uno note
entre sus suelas y los viejos
adoquines
ese poco de aire levantado
que le lleva a otro sitio, hasta otra alma:
el alma de un poeta ya olvidado,
el de la gran ciudad oculta en la ciudad.
(Qué serio me ha quedado todo esto… Pero bueno, lo he dicho y ahí se queda.)
Alonso se lo toma de otro modo.
Es un tipo infeliz, desencantado,
a su manera infantil, subtropical.
Cuando él ve a Pérez Díaz (un político),
ve “una Puerta del Sol encuestionada.”
(Porque “para una cuestión previa” Pérez Díaz
“pedía la palabra. Madrid”, dice, “es todo cuestiones previas.”).
Ateneo.
El Ateneo sueña y él
también. (Quesada, no ese Díaz).
¿Y qué sueña,
o dicho de otro modo, qué es el sueño
para Alonso
sino un gran sombrerón,
“un sombrerón terrible, el Dostoievski
de todos los sombreros”? Por ahí dentro,
dentro de su cabeza fue a indagar
ese horrible sombrero. Ved:
¡Madrid! La naguela testerada
del hombre aquel resonó
como una rota campana.
(Aquí el modernista Alonso —disculpen: “posmodernista”—
extiende otro blanco puente
de ensueño a sus amistades: Zorrilla, Espronceda, Bécquer…
que también son las nuestras. Prosigamos.
Dentro sueño:)
¡Dentro, rumor de oscuridad antigua!
¡Negra humedad de cueva abandonada!
Palpitaba una vida viscosa
entre la sombra huraña…
(¡Qué jinete! ¡Un Bécquer dibujado por Darío!)
Imberbe Calibán de un desierto remoto
aparece en mi sueño. (La cabeza se abre
como la divina puerta encantada.)
(Eso es del viejo Homero. Y también
de Nerval: aquellas puertas
de cuerno o de marfil. Leed Aurélia.)
¡Mi mano es la libertad!… Era un sapo amarillo
cubierto de crisis, lentejuelas y sotanas.
Un sapo dentro, un sapo viejo
lleno de polilla fatal… ¿España?
¡Vaya manera de abrirse al primer canto!
Uno se queda pasmado ante ese sueño,
ese sombrero de mago desnutrido
en el que Alonso, como quien no quiere la cosa,
mete una mano y saca una península,
una futura España desbandada.
(Iba a decir un tropo conocido: “España desgarrada”.
Pero Alonso
le da la espalda a eso. Y yo también.
Por lo demás,
ahí sigue la polilla.)
Alonso es conducido por Virgilio
—después de dormitar en el palacio
Trianon y de ver a Raquel Meier—
hasta el silencio más hondo de Madrid,
un momento de pausa en que la noche
se llena de amplitudes.
¡Huir! La noche es ahora más amplia
y el corazón al fin se hace infinito.
Entre el húmedo amor de la madrugada
vuelve mi encarnación de personaje tímido…
Y en el silencio de Madrid, silencio
que sobre mí siembro yo mismo,
brotan las claridades familiares
del ánimo contrito.
Alonso tornasola en los espejos
de un café con “olor de Eusebio Blanco.”
Allí está Benavente,
en un rincón:
viejo perro acolchado en sus escenas
de teatro poscarpetovetónico.
(“Diez comedias debajo del sombrero”,
dice Alonso. También dice que lleva
así el ingenio: “como un perro preferido
al que se dan bizcochos y se acaricia el rabo.”)
Thuiller y su “belleza biselada”.
La “tolerancia de Miquis. Muy simpático.”
Un “doctor Rank” que no sé si es aquel
que tantas veces vio desnuda a Anaïs Nin,
el señor Otto Rank, psicoanalista
(sus últimas palabras fueron “komisch…
oh komisch, komisch, komisch”,
traducible
por “cómico”, pero también “absurdo, raro.”)
Como en la muerte, suena un reloj. Y ya no suena.
Suena un reloj. No suena. Se supone
que suena porque marca el horario.
Un reloj no se oye nunca
en un café español. Todo es tan largo,
las horas son eternas y el tumulto verbal
tan exacerbado
que la hora del reloj es un débil lamento
mendigo, en medio de un pueblo amotinado…
En España no hay horas. Nadie sabe la hora.
Una vez hubo una, hace mil años,
y esta es la hora actual. Un minutero
catedralicio corta el espacio
en dos mitades: sol y sombra;
día de sueño y noche de trabajo.
“Oratorio”, llama Dante Quesada a ese trabajo,
al salir a la “elocuencia exuberante”
de la Puerta del Sol. Pasa un ministro
con una piruleta, un pitecántropo,
una mujer espléndida (“belleza
elocuente también”). La llama “un párrafo”:
un “párrafo brillante de mujer”. (¡Genial, Alonso!).
Después saca un reloj, y reconoce
la hora de su sueño. Va a dormir.
Duerme en Barquillo, 1, frente a un banco.
Precisamente él, que es un contable.
Como evitando
restarlo por completo de la vida.
Pero después… ¡Después viene la India!
Esto nadie lo espera en un poema
dedicado a Madrid. Pero ahí está…
En medio de Madrid tiene una casa
inglesa el poeta Juan Ramón.
“Él es un indio bello como Rabindranath.
Y su barba de ébano recubre
la timidez de mi alma espectadora”,
dice Quesada. (“Y no sé qué hago aquí”,
dice también.)
¡Qué misterio frondoso el de esta casa,
en medio de los bustos trepadores,
de las barrocas cariátides, del halo
de tanta gasolina impertinente!
Hay un rastro de malva en las ventanas,
una pintura roja en la pared
(es “un rojo de niño”),
unas tacitas
infantiles, pintadas en Japón,
con un té de Ceilán brillando en ellas.
Hay jazmines reales descolgándose
por todos los balcones, y un poeta,
un poeta que escucha,
y yo le pongo
sin que él lo note todo el sueño mío
como una moneda en su alma pobre.
En su alma pobre y nobilísima. (El alma
también es roja como las barbas y el paisaje.)
Se humedece los labios Dante Alonso
con el té de Ceilán, ¡y qué lejano
le parece este aroma a ese otro aroma,
el aroma castizo, en día de toros!
Día “de muchedumbre de abalorios.
Hombres con gracia nacional, sin otras luces
que las luces de los trajes vivarachos…”
Pero Alonso Quesada bebe y piensa,
y recita su alma tan cansada
como pobrísima es la de Juan Ramón.
Las palabras,
bailando sobre el humo,
se vuelven también humo. Son palabras
“que alcanzan una enguantada entonación.”
Juan Ramón se ilumina suavemente
por la luz interior. La estancia tiene
la tibia claridad de un hall lejano…
No estamos en Madrid. (Y en fin: ni estamos.)
Un sacerdote calvo
oficia su misterio en este templo
de cemento y cristal,
un Taj Mahal
como un oasis en medio del desierto
de las calles y su putrefacción.
Desde el balcón los árboles son palmas,
de vidrio en vidrio va espejeando el sol.
Los brillos amarillos ponen un
azafrán riquísimo a la tarde. Habla de California Juan Ramón.
Ciudades como joyas cintilando
sobre un tafetán de noche.
Juan Ramón,
entonces, se recoge,
y aparece en el estudio una luz nueva,
clareando las sombras, suspendida,
la silueta azul, reciencasada,
de la última joya en el joyero. Zenobia Camprubí.
(Campo de fresas
que un ocaso dispersa en los tejados.)
¡Oasis en Madrid! En mi memoria
hay esta reconciliación divina…
¡Ay, Alonso!
¡Cuánto hubieras querido que en el templo
de Juan Ramón Jiménez terminara
tu descenso divino por Madrid!
Pero vendrá después la pesadilla
del sombrero redondo, de las voces
que giran como aspas afeitadas
—Belmonte, que es tan “negro como el hambre”;
la “serpentina humana” de Gallito—,
voces en la espesura de las Ventas,
que giran y que tosen y que giran
como un eléctrico ventilador.
(Así son los sombreros para Alonso; lo de la voz, perdón: lo digo yo.)
¡Oh calle de Sevilla! ¡Un día más
en la dramofonía tragihispana!
¡Triunfo! ¡Aproximación
hispanoamericana! ¡Novela
de Ricardo León!…
¡Oratoria de Maura! ¡Real Orden de Cierva!…
¡Nuevo Gobernador
en Barcelona!… ¡Apoteosis!
Función de gala en el Español.
¡La niña boba en la Princesa!
¡Retrato en ABC de Camprodón!
¡Excursión cinegética a los Picos de Europa!
¡Football!
¡Los reposteros nobles adornan La Bombilla!
¡Hace una crítica don Julio Cejador!
¡Estreno de polainas en La Castellana!
¡Blasco Ibáñez se vuelve a Nueva York!…
¡Joselito es la patria! ¡El día vibra!…
¡En Flandes no se ha puesto el sol!
Aquí ya un poco sí. Aún no es de noche.
Pero la terca polilla no se ha ido
y su sombra desgarra a un viejo toro:
viejo, ciego y castrado.
(¿Algún día
fue bravo? Algo así
oí…
Pero viendo
lo que veo déjenme
que ejerza mi derecho a disentir.)
Puerta del Sol: “prestigiosa”
la acicatea Alonso.
(Está de coña).
Jugando, otra vez,
personifica,
y la compara
a un tal Commelerán. Pero con una
sencillísima rima le describe: “Commelerán/bla… bla…/crepuscular.”
(Ironía con guante de metal.)
“Es la hora imbécil” —¡qué fatiga,
siempre la misma hora!— “de patriotismo colonial.”
Todo es Puerta del Sol… ¡Oh, el isidrismo
incompleto, perjudicial!…
Sombra. La noche sale
como de un café astral.
Las estrellas son chistes de esa noria
que es el ingenio de Madrid. Igualdad
de gracia, democracia del ánimo,
¡socialismo mental!…
¡Señor! Mi alma ahora es una losa.
Mi corazón, intolerablemente audaz.
¿Esta ira amarga del pecho desnudo
es mía? ¿Soy un salvaje
azotado de mar,
o un hombre solo, como un fantasma rencoroso
y amarillo, que cruza la ciudad,
rápido, carcomido hasta la entraña
de su hastío animal?
¡Silencio! Pasa con una brasileña
don Ramón del Valle-Inclán.
Es manco. Yo le daría ahora mi brazo
iracundo. Él lo sabría utilizar.
Nada se salva ya de la irascible
visión de lo que al fin sobrevendrá.
España. Dos Españas.
Dos abrigos
rivales, dos chaquetas que dan frío.
Los fantasmas se siguen paseando
hasta la mesa torcida de Quesada:
Núñez Arenas, quizá Roso de Luna,
Echevarría y Claudio de la Torre,
Salinas “desde el fondo de su ingenio”.
Aparece hasta Kafka en una carta
que escribe con “frialdad sindicalista”
un raro ilustrador, Luis Bagaría:
pone una K en la cuartilla en blanco
para empezar. El pantalón asoma
bajo la mesa. Un pantalón caricaturizado.
(Mirad cualquier dibujo hecho por Kafka.
Sus funcionarios de palo son así.)
El ánimo se agosta,
¡pobre Alonso!
Hasta la ira se le rompe, y no me extraña.
Ni él, el hombre más oscuro de su tierra,
más oscuro todavía que el obispo,
se siente en condiciones de abrazarse
siquiera a la alegría de Ramón,
esa alegría que Ramón sostiene a tientas
más para los demás que para él.
(Ramón, que morirá en su Buenos Aires
querido y malquerido, desangrado
de Madrid por todas sus heridas.)
Alonso, han pasado ya cien años,
y yo conozco muy bien ese Madrid.
Madrid de los espectros y los grises
caminos de hormigón. De las pirámides.
De los templos traídos de Debod.
De la Gran Vía hiperesclerotizada.
De los cadáveres que suben desde Sol
a Carretas y otra vez
desde Carretas
bajan a trompicones hasta Sol.
De las putas drogadas de Montera,
de sus hijos bastardos que dejaron
al pie de un par de perras de metal,
entre la calle de Zorrilla y la Carrera
de San Jerónimo.
(Allí
podemos encontrarlos todavía,
sentados en sus cómodos escaños.
Buenos hijos:
no quieren que olvidemos a sus madres,
y a decir verdad no pasa un día,
sin acordarnos de ellas).
¡Zafarrancho
de cada madrugada en los salones
de baile, de cada despertar
en los atascos!
¡Madrid de los puñales en el metro!
¡Madrid de las estatuas de Botero,
de las bocinas que mugen como vacas,
de los siniestros cubos saturnales
y la niña callada de Colón!
¡Y la bandera!
Te encantaría ver esa bandera
que patea como un crucificado
sobre las ruinas
y el papel mojado
de nuestra Biblioteca Nacional.
Tú que viste el Madrid de los milagros,
“ciudad de la alegría espeluznante”:
¿qué te parece, Alonso, si te digo
que ese Madrid tan sólo se ha especializado:
que ese Madrid aún no se ha ido de Madrid?
(Por cierto, también yo fui un breve huésped
en la casa de Juan Ramón Jiménez:
allí tuvo mi padre su despacho,
y oíamos sus pasos por la tarde,
trazando sus mandalas de hombre muerto.
Pero por más que abría las ventanas,
yo nunca vi las torres de Ceilán.)
No es así como acabas tu poema.
(Tu poema no acaba. Sigue y sigue.)
Es un yantra infinito al que pensaba
hacer un comentario algo sesudo, una crítica —como dirías tú—
académica, y seria y licenciada,
pero a un libro tan bello como el tuyo
no lo puedo llevar hasta la gente
oliendo a naftalina.
No es así como acaba tu poema, no.
Pero traigo aquí una estrofa, Dante Alonso
Quesada del infierno de Madrid,
genio insular, tan vivo como muerta
está tu patria
(“la Patria que es ingrata…
tan próvida con otros… ¡Patria parcial!”),
Alonso arrebatado de la noche
por quien halló tus huesos encantados
entre un millón de libros
en París
—ya sé que no es París, pero encajaba
mejor que Nueva York—,
y de tu brazo,
apretado a esa estrofa malherida,
así lo acabo yo:
Salgo. El alma mía está ya rota.
No hay luz en la ciudad. El corazón
se pierde entre la muchedumbre madrileña.
Periódicos. Gentío coruscante.
¡El discurso de Maura en circulación!
Escaparate de mujeres escogidas.
Hay guerra europea en la nación.
Corro. ¡Un tranvía! Casa de don Benito,
rincón solitario. Un temblor
de miedo, de remordimiento. El aire
ahuyenta el recuerdo del pasado dolor.
Silencio. Don Benito no sale a la calle.
Ya está ciego. Mejor. Mejor. ¡Mejor!
(Posdata al editor:
necesitamos más libros de Quesada.
¡El lino de los sueños, por favor!).
—————————————
Autor: Alonso Quesada. Título: Poema truncado de Madrid. Editorial: Renacimiento. Venta: Todos tus libros.


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