La lectura de novelas, como todo, tiene sus lugares comunes: que si nos hacen mejores, que si viajamos sin salir de casa, que si nos permite vivir muchas más vidas… A veces está bien dudar de afirmaciones tan hermosas, complacientes y tajantes. Eso es lo que ha hecho Álvaro Ceballos (Madrid, 1977). También se ha preguntado qué es la literatura, qué hacemos los lectores con ella y qué hace ella con nosotros. Dudas, preguntas y, claro está, respuestas a todo esto son el material de que está hecha La lectura salvaje, el original ensayo escrito como una suerte de dietario con toneladas de erudición y atinadas dosis de humor por este filólogo y profesor de literatura española en la Universidad de Lieja desde 2008.
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—¿Te has propuesto aplicar la Ciencia a todo eso que damos por bueno en nuestra relación con los cuentos o novelas?
—Bueno, quienes me conocen saben que llevo dentro de mí un pequeño aguafiestas. Muchas de las ideas que hay sobre estos temas son mitos, lo que las neurociencias llaman neuromitos. Cualquier cosa que tenga que ver con el cerebro es fácilmente malinterpretada. Son ideas que no se sustentan en nada. Por ejemplo, tendemos a pensar que cuando leemos una ficción somos capaces de visualizar a los personajes. Algo así se desmonta de una forma tan sencilla como pedirle al lector o lectora que dibuje al personaje o que nos diga de qué color tiene los ojos. Es entonces cuando nos sentimos muy desarmados. Podríamos crear ese tipo de imágenes muy detalladas, sí, pero consume tanto tiempo que prácticamente detiene la lectura.
—Eso no nos pasa con el cine.
—Claro, no percibimos la literatura igual que otras formas de ficción, como las que proponen las películas, los cómics o los cuadros, que nos dan muchos más detalles sobre el elemento representado y son además percibidos de una manera mucho más inmediata que un texto literario de mediana o larga dimensión. El novelista nos da un nombre y, con unos pocos datos más, empezamos a montarnos nosotros una imagen mental. A cambio, la literatura nos puede dar muchas otras cosas. Nos puede hablar a los cinco sentidos. Leer, con independencia de lo que estemos leyendo, enriquece nuestro vocabulario y sintaxis, que son las herramientas cognitivas que tenemos para comprender y relacionar los elementos del mundo.
—Escribes que decimos mucho eso de que la experiencia de la lectura amplía nuestra visión del mundo y que, en cambio, se dice demasiado poco que nuestra visión del mundo restringe la lectura, que la amolda hasta hacerla encajar en nuestro repertorio de ideas preconcebidas. ¿Leemos demasiado con gafas ideológicas? ¿Tendemos, de manera consciente o inconsciente, a rehuir aquellas obras que sospechamos de antemano que van a cuestionar lo que pensamos?
—Es inevitable. Sin duda, en la lectura, y en la vida en general, conviene tratar de entender a los demás y poner un poco al margen las convicciones o representaciones del mundo que uno sostiene. En el libro, más que decir si se debe o no leer de una forma más o menos ideológica, me centro en cómo se generan lecturas aparentemente aberrantes. Lo hago a través de algunas anécdotas o historias de gente que, después de haber leído novelas en apariencia muy militantes, muy políticas, escribe a los autores y les da a entender que las ha leído de una forma completamente opuesta a lo pretendido por sus creadores.
—Te pasó a ti mismo con tu libro anterior, la novela La Edad de Tiza.
—Sí. Mi novela era una sátira vitriólica de la educación concertada. Me escribió el director de un colegio concertado del barrio más rico de España diciéndome que ese discurso final era una puerta a la esperanza cuando en realidad el discurso propone algo espantoso, un modelo horrible de sociedad. Desde luego no le reprocho nada a ese lector porque hizo lo que todos hacemos sin darnos cuenta: imponer nuestra visión del mundo sobre las ficciones que leemos.
—Después de casi dos décadas enseñando Literatura en una universidad belga, ¿te arrepientes de haber abandonado Biología para dedicar tu vida a “explicar y enseñar mentiras”, como te dijo un amigo?
—No me arrepiento. Fue entonces una decisión difícil y un poco traumática, porque no se entendía fácilmente que quisiera dar ese volantazo, pero luego descubres que muchos antes han procedido igual.
—Cuando hablas en tu libro del escritor británico C. S. Lewis, afirmas que un librito de este autor es más honesto y penetrante que tres de cada cuatro conferencias universitarias. ¿Ganas de provocar entre los tuyos, o querías transmitir cierto hartazgo del mundillo en el que desarrollas tu trabajo?
—No hablaría de hartazgo. Lo que ocurre cuando uno practica una disciplina universitaria es que, sin ser muy consciente de ello, termina compartiendo una serie de creencias y valores que rara vez se hacen explícitos. En los estudios literarios uno de esos valores implícitos es que los textos tienen un significado que solo puede ser desvelado por lectores aguerridos, expertos y muy experimentados. Y así no funciona el mundo real. Cada lector le atribuye o no le atribuye un significado a lo que lee y lo experimenta de una manera bastante individual, lo cual no quiere decir que en dicha percepción individual no desempeñen también un papel prismas preceptivos socializados y valores que compartimos con otras personas de nuestra clase, de nuestra quinta, de nuestro mismo credo político… C. S. Lewis se dio cuenta y lo que hizo fue formular preguntas que todos nos deberíamos seguir planteando: hasta qué punto podemos estar seguros de que la interpretación que hace un catedrático es la única posible.
—¿Qué se aprende de la literatura española enseñando literatura española fuera de España?
—Pues es una experiencia enormemente transformadora y sin ella no existiría La lectura salvaje. Efectivamente, en un país hispanohablante uno puede dar clases sobre Antonio Machado o Rosa Chacel, y los estudiantes escuchan ya convencidos de la importancia de leer y estudiar a esos autores; además tienen una facilidad mucho mayor para recrear y comprender el mundo de sus ficciones. En un país donde no hay ese interés previo y hay una barrera cultural importante, no puedes apoyarte en el valor patrimonial de la literatura para explicarla. Para leer a Federico García Lorca no hay que saber cómo era exactamente la guardia civil o qué papel ha jugado el pueblo gitano en España, pero digamos que saberlo arroja una experiencia de lectura completamente distinta.
—No hablas en el libro de la omnipresente Inteligencia Artificial, pero sí lo haces sobre ese fenómeno que supone saber en tiempo real lo que piensan miles de lectores de una obra concreta a través de redes sociales.
—No hay muchos datos para estudiar cómo era en el pasado la lectura ordinaria, cotidiana, fuera de un contexto escolar o académico. No sabemos cómo leían nuestros abuelos. Las redes sociales han provocado una explosión de testimonios de lecturas de gente no experta que nada más terminar de leer una novela policiaca, por ejemplo, va a Goodreads y escribe sobre ella lo que le da la gana, con total libertad. Para el historiador de la literatura es algo fascinante. Si hubiera existido esta posibilidad hace quinientos años, no hablaríamos de otra cosa en las universidades porque tendríamos un acervo, un corpus gigantesco de testimonios que contaron espontáneamente qué les pareció un libro, qué les aportó, en qué les cambió…
—Todos hemos leído sobre la decisión de Anagrama de no publicar El odio. En tu libro rescatas la controversia de Los últimos días de Adelaida García Morales, de Elvira Navarro. Sin llegar, claro, al ruido que ha generado la obra de Luisgé Martín, también provocó una polémica notable cuando el cineasta Víctor Erice, que fue pareja de García Morales, acusó a la autora de apropiarse de una vida real sin ponerse en contacto con los amigos o familiares.
—Es que, de cara a los lectores, cualquier libro debe dejar claro qué es real y qué no es real. Debemos saber si estamos ante algo fundamentalmente ensayístico, basado en fuentes de testimonios reales o si contiene pocas o muchas dosis de ficción, y, por tanto, en qué grado podemos confiar en ese libro. Yo no sé hasta qué punto hace esto Luisgé Martín. Los autores y las editoriales deberían empezar a abrir debates éticos sobre cómo contar historias de vida. Todos deberíamos hacerlo. Incluso historias de vida a las que parecería que tenemos un derecho natural, como las de nuestros padres o nuestros hijos, y basta con informarse un poco. Hay libros muy interesantes sobre la ética de contar vidas, sobre la ética de la no ficción; hay especialistas en derecho que han contado cuáles son los límites. La no publicación de El odio es una oportunidad para llamar la atención sobre este asunto, sobre la necesidad de abrir debates éticos más allá de lo que diga el código legal.
—Cuando hace unos meses murió Vargas Llosa, no faltaron voces que nos recordaron su enorme talento también para escribir sobre la obra de los demás. ¿Crees que los novelistas son también los mejores críticos?
—Sin tener una opinión formada al respecto, espontáneamente tendería a decir que no. No sé si voy a saber argumentarlo. Un autor contemporáneo no puede ser un buen crítico, porque es juez y parte. A partir de cierto umbral, en el mercado editorial todo el mundo se conoce. Pasa entonces que se comparte agente, editorial… Aunque solo fuera por eso, ya me costaría verlos como los mejores críticos posibles. Hacen falta más espacios para una crítica profesional, y que esa crítica profesional tenga más en cuenta las voces amateurs, la gente a la que le gusta leer. Terminaré citando a un amigo y colega de Bélgica que dice: “Aquel que disfruta mucho leyendo algo es el que tiene razón”.




Súper interesante! Ahora, no se
discute la necesidad de corrernos
de nosotros mismo para leer o
escuchar. Correr al YO para…
Ello es dejar de lado TODO lo
que TIÑE la MIRADA : FE –
IDEOLOGÍA – TRADICIÓN FAMILIAR /
CULTURAL. Genial. Comparto.
También, tenemos la LIBERTAD
de HABLAR ARGUMENTALMENTE;
involucra INVESTIGAR.
Nos CONSTRUÍMOS continuamente.
A veces NO ES EMOCIÓN; es NO: ME
MOSTRÁS ALGO INCOMPLETO.
Es esa DELGADÍSIMA RECTA
SEPARADORA entre lo que yo
qiiero decir y vos querés que
yo diga. En defensa de nuestra
individualidad podemos
equivocarnos o crear un enunciado
erróneo.
“LA ÉTICA DE CONTAR” , Álvaro
Ceballos. Esas 4 palabras lo
DICEN bien.
“LOS TEXTOS TIENEN UN
SIGNIFICADO QUE SOLO PUEDE SER
DESVELADO POR LECTORES
AGUERRIDOS, EXPERTOS Y MUY
EXPERIMENTADOS”.
Álvaro Ceballos
.