Por poco que uno ahonde en la figura de Kyusaku Yumeno (1889-1936), inevitablemente se encontrará ante una trilogía de datos recurrentes. Padre ultranacionalista, infancia enfermiza, genialidad precoz. Si en algo coinciden antólogos y biógrafos es en esos detalles, los puntos fijos de una silueta que no se ajusta fácilmente a la sobriedad del canon. Parece que Yumeno despierta en nosotros la obligación de triangular el origen de su extraña literatura, su fascinación por los apetitos destructivos, por las relaciones torcidas y por lo que algunos críticos han tildado de simple mal gusto. ¿Pero se trata solamente de una voluntad de catalogación, de explicar lo que de otro modo resulta inexplicable? Yumeno, qué duda cabe, no es un autor convencional, y no lo sería siquiera si prescindiéramos de generalidades y tratáramos de destilar su nivel de extrañeza precipitándolo dentro de una lista de autores “peligrosos”. Se tiene la inquietud, al acercarse a este hombre nervioso y desesperado de Fukuoka, de que es preciso justificarlo, como si su talento fuera uno de esos fatídicos milagros que dan lugar a monstruos destructores en lugar de hermosos dioses. El padre, la infancia y su genialidad aparecen así como pretextos ornamentales, zonas de alivio que rebajan la preocupación de que un talento semejante pueda surgir, sencillamente, de la nada.
Yumeno se sirve para ello de todos los recursos a su alcance. Pero su don no es el de saber mezclar a conveniencia las técnicas de sus antepasados y las pulidas herramientas de sus contemporáneos. Su don es la naturalidad. Pocos autores —y entre esos pocos la comparación más aproximada que me viene a la cabeza es Henry Miller— poseen un estilo tan respiratorio como el de Yumeno. La definición que mejor se le ajusta proviene de algo tan aéreo y diáfano como el baile: escribe como si la pluma fuera él, dejándose mecer por la más pura y sencilla gracilidad. Por eso nos toma por sorpresa la ferocidad a la que es capaz de llegar, ese nivel de brutalidad que la literatura había olvidado hasta la terrible llegada del meteorito Sade: bomba del espacio psíquico interior que estalló en el centro de la literatura y llenó la novela (y la poesía: pensemos solamente en Lautréamont) de cascotes sangrientos. Para encontrar esa naturalidad en los aspectos más sórdidos y siniestros de lo humano tendríamos que remontarnos, nada menos, a la Biblia: todo el capítulo 12 del segundo libro de Samuel, por citar un ejemplo, es un bonito derroche de animaladas por parte de David, contado con la misma sencillez con la que Yumeno relata la crueldad —casi propia de un santo— de una jovencita. La diferencia radica en el hecho de que Yumeno, además, escribe como el que recoge florecitas. El efecto en el lector no puede ser más profundo, ni las secuelas inmediatas de la bomba más demoledoras.
“Matando en broma” —un relato en el que todos los personajes carecen de nombre, y donde un espejo permite descubrir lo ocurrido: todo, como se puede ver, enormemente simbólico, sello del estilo de Yumeno— es un claro ejemplo de historia obsesionante, más que evocadora, pero eso es lo que sucede con todos los relatos escritos por un hombre cuyo cerebro, literalmente, reventó a los cuarenta y siete años: no he salido de sus narraciones sin sentir que me gustaría conocer la historia pasada de esos hombres y mujeres, tocados por un tipo no diagnosticado de locura, que llegan a ellos con su vida hecha. En los años en que Yumeno recogía los pedazos de una realidad perturbadora, esos informes del subsuelo psicológico que tituló “Asesinatos por relevos”, “El huevo” o “Por el anhelo de morir a tus manos”, los cohetes de la narrativa fantástica americana comenzaban a surcar el espacio literario para colonizar la luna, Marte y los planetas más distantes, reales o inventados, de la galaxia Gutenberg (con excepciones que uno siente sólo existencialmente próximas a Yumeno). Europa, entre tanto, mantenía sus barcos de remos en las nerviosas corrientes que no dejaban de brotar desde el siglo XIX y empezaba a colonizar de inquietantes sombras el espacio interior. Yumeno está más cerca de esa forma de contar, pero en la clave cifrada de un hombre oriental que, independientemente de sus orígenes, de sus enfermedades y de las manías de un padre o de una madre, si escribía así es sin duda porque hay talentos, sencillamente, que surgen de la nada.
No entraré a valorar lo que su obra le puede deber a la literatura policíaca inglesa o a un genio de ese género como Edogawa Rampo (también publicado en Satori) en la forma en que ese tipo de narraciones adoptó en su país; todo ello supone un registro formalmente interesante desde el punto de vista académico pero que no aporta nada a la hora de explicarnos los elementos de alta extrañeza que hay en los relatos y novelas de Yumeno. Pero sí quiero dejar constancia de la influencia que sin duda tuvo en él el simbolismo francés, a cuyos poetas principales (Verlaine y Rimbaud en particular) Tarō Tominaga ya había traducido cuando Yumeno abandonó la literatura infantil para ocuparse de esas narraciones que le ganaron fama e infamia, y a los que Chūya Nakahara dedicó traducciones e imitaciones en Cuaderno de 1924. Aunque obras como La Eva futura (1886), de Villiers de l’Isle-Adam, Las diabólicas (1874), de Barbey d’Aurevilly, y Las hijas del fuego (1854), de Nerval, no llegaran a ser una influencia directa en la obra de Yumeno, la crueldad de esas mujeres maquilladas con la pintura de guerra mitológica de las lamias de Keats corría por las vetas de aquel simbolismo decadentista recién descubierto para el mundo cultural de Japón. Yumeno sólo tuvo que meter las manos por una brecha en el aire y, palpando a ciegas unos párpados o unas mejillas, limitarse a cortar.
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Autor: Kyusaku Yumeno. Título: El infierno de las chicas y El infierno embotellado. Traducción: Daniel Aguilar. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.



Genial, como siempre, Lorenzo !!