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Francisco Umbral: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú”

Francisco Umbral: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú”

Diario, confesiones, libro de y con poemas, monólogo, llanto. No importa cómo intentar definir Mortal y rosa, se trata de dejarse llevar por el caudal lento y vertiginoso de unas páginas en las que cabe el mundo, el autorretrato y la minucia del niño enfermo, de cómo va perdiendo su lustre, su color.

El libro es lirismo puro. Juanramoniano a veces, nerudiano también.

No es cierto que sea sólo un libro sobre el dolor. Umbral va dibujando un reguero de intimidades, de homenajes. Cita, sin citarlos, como adueñándose de sus versos, a Lorca, a Juan Ramón, a Jorge Guillén, a Neruda, a Machado. Como si quisiera arroparse en otros poetas. Es un hombre descuadernado, tiene frío y se trastabilla en la vida; pero en esa zozobra va tejiendo unas páginas deslumbrantes. Quizá, junto con Un ser de lejanías, sea su mejor libro.

El niño crece y el niño mengua. El niño que fue promesa, enferma; y con él, el padre primerizo, el Umbral entusiasmado, y también el creador desvalido, el huérfano. Todo es atroz y todo es poesía. Contando su tragedia nos va relatando nuestras pérdidas.

Estremece acercarse a este libro, que impone su ritmo, despacio, a tientas. Sorprende porque no sabemos qué nos vamos a encontrar en la página siguiente, aunque pronto intuimos que de él saldremos también heridos.

"El escritor va desmenuzándose a través del pelo, de sus manos, la nariz, el alma. Y de repente el niño"

Quizá por eso el escritor empieza intentando descifrarse a sí mismo. Necesita un prólogo, calentarse en su propio pulso antes de afrontar lo que le doblegará. Éste soy yo, viene a decirnos. “Cuando me arranco al bosque de los sueños, a la selva oscura del dormir, y me cobro a mí mismo, me voy lentamente por mis sueños”. Así empieza Mortal y rosa. Y muy pronto nos recuerda, a modo de presentación, su adolescencia y juventud doliente de ser, de haber sido, hijo natural, enfermizo y, siendo adolescente, botones del Banco Central en la Valladolid de la primera posguerra: “Soñar con mi madre muerta o con calefacciones que debía encender de pequeño”.

Para quien no lo recuerde bien, para los que lo entrevean en una nebulosa (no hay trama; las ensoñaciones se suceden a los desahogos, todo es una noria lenta que se aprovecha de un arroyo de ideas y temores), su hijo, Pincho, no aparece hasta ya cumplidas más de veinte páginas del libro, según recuerda Santos Sanz Villanueva, catedrático de la Universidad Complutense, en el muy documentado y perspicaz prólogo a la reciente edición de Austral. En estos casi cuarenta folios, el profesor nos guía como aquella mujer con alcuza de Dámaso Alonso por los entresijos de un libro desbordante y sorprendente.

Pero antes, el escritor va desmenuzándose a través del pelo (“ahora es una antorcha apagada que queda triste y estopatosa en la claridad diurna de la lucidez adulta”), de sus manos (“en el amor son aves”), la nariz (“va pasando de padres a hijos, cruza como un pequeño esquife los mares de la herencia”), el alma (“la paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto, que va de un palo a otro”).

Y de repente el niño. “Estoy viendo crecer a mi hijo”, escribe. Y deja el resto de la página en blanco. No hace falta más. No necesita más. Este hallazgo, tan sencillo, tan delicado, lo barajó como título, hasta que Pedro Salinas le convenció con los versos finales de La voz a ti debida: “… esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”.

"La muerte del niño es su propia muerte, como la infancia del niño fue también la suya. Y se pregunta, y nos pregunta: ¿Adónde han ido las infancias de todos nosotros?"

Cincuenta años ya, todo un medio siglo desde que en mayo de 1975 se publicó Mortal y rosa en la editorial Destino de Josep Vergés. Confundió su aparición, pocos lo supieron ver. Entre ellos Miguel Delibes. “A él se referirán los críticos, aunque ahora no lo critiquen. Les coge de sorpresa. No saben a qué carta quedarse”, le comenta por carta manuscrita a Umbral en agosto de ese año. Y dos meses antes: “Tu más hermoso libro”.

No llegó el niño (Pincho, Picarito, en realidad Francisco) a cumplir los seis años. Murió de leucemia el 24 de agosto de 1974. Apenas 2.109 días (301 semanas, sólo 69 meses).

Empezó Umbral a escribir el libro, que define como “diario” al final de sus páginas en numerosas ocasiones, como celebración, como gozo; esa inocencia azul tan próxima a la de Platero y yo. Muy pronto, amenazados los dos: “Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones desde todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas (…). El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma”. Esa zozobra, esa debilidad infantil, ese miedo a cualquier susto aparece como una señal sospechosa. “Aparto el dolor de que el niño haya nacido y pueda morir”.

El libro mantiene su vigor, su fulgor, también, porque con la enfermedad del niño Umbral se adentra en el final de todos, en “el fracaso de nuestra vida”, “en la chamarilería atroz a la que todos venimos a parar antes o después”. La muerte del niño es su propia muerte, como la infancia del niño fue también la suya. Y se pregunta, y nos pregunta: “¿Adónde han ido las infancias de todos nosotros?”.

Umbral interpela al lector constantemente, le hace partícipe de sus pequeños soles y de los temores, “porque tanto esfuerzo, tanta vida, tanta esperanza y tanta letra menuda han venido a parar a esto”. “Esto” es aquello “de lo que querías huir siempre” y que él lo cifra así: “Una soledad como un naufragio”.

"Umbral es, en ese momento, en esos meses blancos, un rebelde, el Oscar de El tambor de hojalata que no quiso crecer, aunque en vez de aporrear un tambor ha ido tecleando sin cesar una máquina de escribir"

A continuación, el escritor intenta levantar el vuelo (tal vez ese párrafo contiguo fue escrito al día siguiente) evocando la risa limpia del niño. “Cuando el niño ríe, el mundo se espuma, la vida se aligera y el sol se enciende”. Da respiro al lector, respira él mismo, pero en seguida, “entre todas las risas infantiles, la suya tiene para mí un doble fondo de tristeza, un quiebro de debilidad, algo que me la hace estremecedora y querida”. Es una constante del libro, alegría y zozobra, alianza y condena.

Hacia el ecuador de Mortal y rosa, los temas van y vienen; los aborda, los abandona y los recupera. Como si necesitara retomarlos porque ha encontrado una metáfora que los redondeara, que los abrillantara. Entre ellos destaca la infancia, su infancia y la del niño. La infancia es un mayordomo que nos acompaña en una estancia nueva y a la vez conocida, por eso estamos cómodos con / en el libro. Aunque no hayamos perdido a un hijo. Umbral no sólo habla del niño, del suyo y de todos los niños del mundo; Umbral nos ha ido colocando en el escenario todo aquello que nos atañe como seres humanos, lo que nos es común; para luego levantar la sábana y que podamos reconocer aquello que sentimos, aunque se acabe diluyendo. Esa fugacidad tan cruel. “Quedan fotografías, rastros, cintas, alambres, pero la niñez es fragancia que desaparece al aspirarla”.

Y en ese despojamiento, en esa transparencia, Umbral se mira a sí mismo. Y se plantea su modo de estar en el mundo y en la literatura: “Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”. Umbral es, en ese momento, en esos meses blancos, un rebelde, el Oscar de El tambor de hojalata que no quiso crecer, aunque en vez de aporrear un tambor ha ido tecleando sin cesar una máquina de escribir. “He prolongado mi infancia a lo largo de la vida”.

"Es un lamento porque él sabe que es un libro valiente, atrevido, distinto. Pero lo que a su vez Umbral pretende es evitar caer en la depresión, que tanto él como Delibes han sufrido antes"

Mortal y rosa no es un arrebato. Lo fue macerando, lo adentraba en el horno, lo dejaba estar, lo olía y lo volvía a dejar más tiempo. Dos años, parece ser. El niño (Pincho, Picarito) le sirve tanto para abordar la felicidad como para arremeter contra “el pudridero literario” que lo enfrenta a lo puro: “Cuando leo o escribo. Salvación única, tarea febril”. La queja por carta del escritor a su mentor Delibes una vez publicado ya el libro, en agosto del 75, es clara: “Siempre se ocupan mucho más de mis libros escandalosos, periodísticos, oportunos y ocasionales que de estos otros libros entrañables y verdaderos”. Y añade, lacónico: “Son muy burros, pero qué más da”. No le da igual, por eso se queja.

Es un lamento porque él sabe que es un libro valiente, atrevido, distinto. Pero lo que a su vez Umbral pretende es evitar caer en la depresión, que tanto él como Delibes han sufrido antes, como puede rastrearse en otras cartas (de la que tampoco se escapa el editor: “Me escribe Vergés con los mismos problemas, y en esto veo una vez más que no es un problema de edades, pues nosotros tres, por ejemplo, somos tres generaciones distintas, sucesivas, y vivimos la misma sensación de vacío que, desgracias personales aparte, debe ser universal. ¿Acaso no teníamos depresiones a los veinte años?”. Hay que recordar que el 22 de noviembre del año anterior, 1974, había fallecido Ángeles de Castro, la mujer de Delibes).

“La libérrima concepción global del texto le permite conjugar la prosa narrativa con la poesía”, escribe Santos Sanz Villanueva. “Integra en el supuesto relato varios poemas y unas cuantas veces el verso aparece camuflado bajo la apariencia de prosa”. Sí, camuflado, tapado, pero a la vez canta, se eleva. Veamos el ejemplo que cita el profesor:

“Miro a veces los días que pasan como huecos, la luz adolescente que se seca en las copas, el relieve del tiempo granado en las muchachas y el milagro de todo que cuaja sin ser visto. Miro el oro caliente que queda abandonado cuando los niños pierden su inocencia en la tarde, y recojo despacio, con manos de mendigo, el color de la música y el aire de la vida”.

Veamos ahora el poema de ocho alejandrinos blancos:

“Miro a veces los días que pasan como huecos,
la luz adolescente que se seca en las copas,
el relieve del tiempo granado en las muchachas
y el milagro de todo que cuaja sin ser visto.
Miro el oro caliente que queda abandonado
cuando los niños pierden su inocencia en la tarde,
y recojo despacio, con manos de mendigo,
el color de la música y el aire de la vida”.

Esta intensidad la alterna en el libro con islotes, con narraciones que quizá no vengan a cuento, aparentemente. Por capricho, por alguna conexión que se nos escapa, o por simple placer de contar lo que le ocurre, lo que se le ocurre, lo que le rodea, Umbral destensa el libro con relatos como el que dibuja de un pintor (Eduardo Roldán, según el crítico Miguel García-Posada, responsable de la edición de Mortal y rosa de Cátedra), cómo le cortaba la madre del escritor las uñas, las pensiones donde malvivió con “sillones de cuero sintético en el recibidor, penumbra, flores de plástico”; comenta el placer íntimo de comer castañas de un cucurucho de papel que le huele a tinta impresa…

"De repente, le escribe una carta a España, a su mujer, que nos remite a la carta inédita que aparece en la edición de Austral con dibujos del escritor"

Y en varias ocasiones, el vacío de la fama: “La atención con que soñabas. Ya tienes la atención, y resulta que una multitud es siempre siniestra, aunque venga a beber en ti”. Pero también el oficio de escritor, su obsesión. Umbral se muestra a sí mismo y se dice a todos en varias confesiones, bien desde aquellas estancias sombrías donde “estaba yo mismo (…) escribiendo mentalmente el libro que escribe uno durante toda la vida, sin escribirlo”, bien sobre sus preferencias literarias, que razona: “Casi no soporto las novelas realistas, la novela tradicional. Ni la leo ni la escribo. Sobre la ratificación aburrida de sí misma que es la vida, está la ratificación ociosa que nos dan Galdós o Balzac. ¿Y para qué tanta certeza? Lo que hay que ponerle a la vida es duda, luz de dubitación (…). A veces me refugio en un orbe novelesco completo y cerrado, como es el de Proust, y no sólo por el encanto único de Proust, por su perfume (…). Aquel tiempo perdido es un tiempo que está ya salvado para siempre”.

Y de repente, le escribe una carta a España, a su mujer (“hemos venido fraguando un hijo para la muerte”), que nos remite a la carta inédita que aparece en la edición de Austral con dibujos del escritor (un elefante sostiene con la trompa una sombrilla, un cocodrilo prendido de un paracaídas, un niño con una lengua larguísima, el propio Umbral y un “este soy yo”). Y esta posdata: “Pincho, creo que hay ahora en Madrid una selva por donde andan los rinocerontes sueltos. Se puede ir a verlos en coche. Tenemos que ir”.

Umbral y Pincho de fondo. Autora. María España Suárez.

FRASES / FRAGMENTOS

“Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un solo solo que apenas los roza (…) si un día no estuvieras del todo, niño, cómo sería eso”.

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“Todo se ha cumplido como en sueños, y no es grandioso, ni hermoso, ni embriagante. Es más bien tétrico, sombrío, siniestro. Has conseguido que miles de cabezas se vuelvan hacia ti y no tienes nada que decirles”.

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“Más que irnos barroquizando, el tiempo nos va desnudando. Todo es un ir retomando a la niñez, a la sencillez (…) la muerte nos toma niños, puros, solos”.

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“El bosque juega con mi hijo como un tigre verde con un jilguero”.

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“Qué domingo de noviembre, claro y frío, por los pueblos en fiesta, por los merenderos en llamas, viendo al hijo marchar, inmortal por un momento, rubio de mediodía, ciego de luz, a través del campo, del agua, del humo, del aire, del mundo”.

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“Meter la vida en un libro, tomarle medidas al tiempo. Eso es escribir (…) El escritor no termina nunca su libro. No se terminan los libros por cobardía, por miedo. Cuando yo termino un libro, empiezo otro enseguida. No se puede permitir la sangría del tiempo”.

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“Vamos en llamas por la vida, y nadie nos avisa del incendio, por no asustarnos”.

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“Qué bien, lejos de la astronomía convencional, de las fiestas literarias. Qué lejos del que creen que soy, del que esperan, del que conocen, del que aman, del que odian. Qué bien lejos de mí, de ése en el que torpemente me he convertido”.

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“Miro el oro caliente que queda abandonado cuando los niños pierden su inocencia en la tarde, y recojo despacio, con manos de mendigo, el color de la música y el aire de la vida”.

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“Escribo en la copa del árbol de los días poemas en prosa y libros de colores. Mi hijo se ha dormido en lo más profundo de sus zapatos”.

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“Estoy oyendo crecer a mi hijo”.

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“Tendido en la oscuridad, solo, veo mi vida como una historia de nubes. Nada existe, nada ha existido, y lo escribo todo para que de alguna manera exista”.

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“Hoja tierna del cielo, presagio de primavera, hielo alegre del domingo, vida mortal y rosa”.

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“Hablar solo, silbar, cantar, llorar, por las calles negras de una ciudad, a primera hora de la noche. Una cosa que he hecho muchas veces en mi vida. Un paria con las manos en los bolsillos y los bolsillos vacíos. No una soledad metafísica, sino el paseo que se da el barrio alrededor de sí mismo. Y otra vez a casa”.

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“Por el mal de los niños descubrimos que ‘la vida no es noble, ni buena, ni sagrada’. Descubrimos lo que la vida tiene de alimaña ciega”.

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“El hijo es un relámpago de futuro que nos deslumbra un momento. Por él, por mi hijo, he visto más allá, más adentro y más lejos y quizás —ay— eso basta”.

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“La gloria, la fama, la popularidad, el renombre, el simple prestigio se acaban a la vuelta de la esquina. No soportan un trayecto de autobús del extrarradio, el viaje de un tren de cercanías”.

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“El hijo y yo. Prendemos fuegos, hogueras, como dos vagabundos solitarios por los vertederos de la ciudad, y pisamos la llama alegremente, desesperadamente, él con su pie sin peso, dulcísimo, yo con mi pie enorme, cansado, negro”.

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“El hijo, amigo del mar, tiene todas las mañanas su menudo intercambio con el monstruo. De ese comercio con el mar, el niño trae erizos de mar, conchas como senos de sirena, raíces, tesoros de arena, oro y plata de la tierra y del agua. Ese miligramo de plata que hay en la ola, sólo se le da al niño”.

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“No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante”.

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“Escucho con mis ojos a los muertos, como el barroco, vivo en conversación con los difuntos, y veo mi vida como una novela lejana, tópica, vieja y todavía querida”.

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“Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido. Vivo de llorarte en la noche con lágrimas que queman la oscuridad”.

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“Te escribo, hijo, desde otra muerte que no es la tuya. Desde mi muerte”.

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“Desvelado, dolorido, cansado, cobarde, solo, enfermo, herido, estoy entre tus cosas, hijo, ni vivo ni muerto, sin decidirme por ninguna de las soledades que me esperan, dudoso entre tantas ausencias”.

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“En el vaivén de la mecedora se va trazando una vida, un fracaso, una resignación, una distancia, un miedo, una soledad, una cobardía, un amor. Qué manera tan dulce e insospechada de renunciar. Ea, mi niño, ea”.

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Irene
Irene
4 meses hace

Qué maravilla de artículo, muchas gracias don Manuel.

David Alejo Chacón
David Alejo Chacón
4 meses hace

Magistral artículo