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Concurso de relatos #conexiones: 10 finalistas

Concurso de relatos #conexiones: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 832 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #conexiones, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 25 de julio. El primer premio está dotado con 1.000 €. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 €.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

***

COSAS QUE NUNCA CAMBIAN

Marta Mayol Font

Pulso el interruptor. La luz blanca del plafón parpadea, luego se apaga. El laboratorio se queda en penumbra, con el brillo azulado de la cápsula como única fuente de iluminación.

Tomo un último sorbo de mi taza y observo el cuaderno, de la misma marca que usaba mamá para sus bocetos, con los bordes de piel negra gastados. Hay cosas que nunca cambian. Lo abro y coloco la goma sobre la última página escrita. Apenas veo las letras, pero sé lo que ponen. Arriba, la fecha de hoy: 10 de marzo de 2085. Debajo, una frase: «Cuéntaselo todo».

Dejo abierto el cuaderno sobre el escritorio, junto a la taza vacía.

Me levanto y apoyo la palma sobre el cristal de la cápsula. La superficie vibra, como si respirara. Compruebo una vez más la fecha que parpadea en el panel del interior de la cápsula: 24 de junio de 2024. Debajo, unas coordenadas que marcan un lugar preciso.

Me meto en la cápsula y cierro la puerta. El sistema me pide confirmación y tecleo la contraseña. Oigo un zumbido que va a más. Me imagino vista desde fuera, como un insecto atrapado en un tarro de cristal.

Aprieto los dientes. Cierro los ojos. El mundo se dobla y se desdobla.

Abro los ojos. La cápsula está ahora rodeada de árboles, en el parque que está detrás del Instituto Matute. Salgo y aspiro el aire: pura polución. En cuanto se me pasa el mareo del viaje, doy unos pasos. Las agujas secas de los pinos crujen bajo mis pies. Oigo el ruido del tráfico de la autovía, a escasos metros. Mi destino está en la dirección opuesta. Echo un vistazo a mi atuendo, una camisa con vaqueros y sandalias. Ropa de la época, para no llamar la atención. Camino hacia el instituto, guiada por el griterío de los adolescentes. La verja metálica está abierta y entro sin que nadie me lo impida. Aparento ser una madre más que va a la fiesta de graduación de bachillerato.

Sé que antes de entregar los diplomas, habrá una serie de actuaciones en el salón de actos. Enseguida lo encuentro. Cruzo el patio de butacas en dirección al escenario, donde un grupo de chicas ensaya un paso de baile sin música. Enseguida la veo. Es bajita, no aparenta los casi dieciocho años que tiene. Sigue con la mirada el movimiento de sus pies. Lleva el pelo rubio con la raya en medio. Va vestida de bailarina, como el resto de sus compañeras. Me suena ese tutú azul, lo habré visto en alguna foto. Me seco una lágrima con el dorso de la mano. Podría pasarme el resto de mi vida mirándola, pero tengo una misión que cumplir. Así que aprovecho que no hay nadie vigilando para colarme tras el escenario.

—¿Quién es usted? —me dice una mujer vestida como una estrella del viejo Hollywood.

—Soy la tía de Paula —digo, señalando a las bailarinas—. He venido a traerle su medicación, que se la había dejado en mi casa.

Todos los profesores saben que Paula es diabética, así que la mujer me mira de arriba abajo, evalúa el parecido físico y me deja pasar con un movimiento de cabeza. No debo perder el tiempo, así que llamo a Paula entre bastidores. Ella se vuelve, me mira extrañada, sin moverse. Insisto hasta que viene hacia mí, con gesto interrogativo.

—Soy tu tía Ágata —le digo.

—¿Tengo una tía?

—Necesito que me acompañes, porque tu madre me ha dado tu medicina.

—La tengo en la mochila.

—No, te la has dejado en casa.

Me mira con el ceño fruncido.

—No sé quién eres —dice.

—Claro —digo—. Tranquila. Solo ven un momento ahí, conmigo —señalo las butacas frente al escenario. Obedece y me sigue. Al sentarme, noto el olor del terciopelo raído del tapizado. Me resulta familiar.

—¿Qué pasa? —dice.

Entonces, él aparece en el escenario, con el aura insolente de una estrella de rock: desaliñado, irresistible. Paula también lo mira, con la boca entreabierta. Él no puede apartar los ojos de ella; se queda petrificado en medio del escenario. Sé lo que está ocurriendo. Es demasiado tarde. Aun así, sigo adelante con mi plan. Le digo que ese chico no es para ella. Que es malo, que le hará creer que es una inútil. Que le hará daño y que no parará hasta matarla. Que no verá crecer a su hija. Ella no me mira, parece hipnotizada.

—No digas tonterías, ni siquiera sé quién es —dice—. Además, ¿cómo podrías saber todo eso?

—He viajado en el tiempo.

Paula aparta la vista del chico un instante y me mira.

—Soy tu hija —añado.

Sus labios se curvan en una sonrisa. Ríe, primero discretamente, luego a carcajadas. El chico del escenario se ríe también. La risa de Paula es contagiosa. Entonces, me doy cuenta. Yo ya he vivido esto. Ya me he sentado en esta butaca de terciopelo raído. Ya he visto el tutú azul.

—¿Y ese es… tu padre? —señala al chico, sonrojándose—. Es la primera vez que lo veo.

Esto ya ha pasado. Ya sé lo que va a decir antes de que hable:

—Oye, si nos separas, tú nunca existirás.

Me levanto sin contestar. Atravieso el patio de butacas hasta la salida. Oigo a mi espalda las risas de los adolescentes que acaban de enamorarse. Salgo del instituto y vuelvo al bosque, a la cápsula. Entro y tecleo la fecha: 10 de marzo de 2085.

El zumbido es ensordecedor. El mundo se dobla y se desdobla. Luego, ya en silencio, abro la cápsula y salgo al laboratorio en penumbra.

Pulso el interruptor. La luz blanca del plafón parpadea una vez. Luego se enciende.

El cuaderno sigue abierto sobre la mesa. Leo la nota escrita con mi letra. Arranco la hoja y la hago pedazos. En una página nueva, escribo: «Lleva otra niña al patio de butacas».

HARRY

Paco Moreno Trinidad

Harry apunta otro nombre en la columna de especies extintas. Lo hace despacio, letra a letra; más despacio incluso de lo habitual.

Solicitó que le asignaran esta tarea años atrás. Una sensibilidad especial lo empujaba: ningún compañero pondría ese mimo, supuso. Y acertaba. Actualizar a diario el registro de seres vivos y seres desaparecidos puede efectuarse fría, impersonalmente, o con la solemnidad y respeto que en su opinión merece.

Termina de apuntar el nombre y piensa: este planeta se desangra. Lo piensa siempre, pero hoy con un regusto particularmente amargo. Harry está destrozado. Había temido la llegada de este momento, sí, aunque no tan pronto. Para él no se trata de una especie más. Todas resultan insustituibles, por supuesto, pero ésta es única. Y a ninguno de sus colegas parece importarle.

En la pantalla, al final de la lista, oscila en caracteres verdosos el nombre que ha escrito. Deliberadamente ha usado alfabeto, y no otro código. Un pequeño homenaje.

Ellos lo llamaron así. Harry. Lo dotaron de la más avanzada inteligencia emocional. Sólo a él de entre todos los de su serie.

Harry. Como si fuera uno de ellos.

EL ORDEN ALFABÉTICO

Manuel González Seoane

Aquel otoño de 1974 había llegado con adelanto. Para nosotros era época de reencuentro en las aulas. Además del calor, había otra sorpresa: Historia de la Filosofía, materia nueva de previsible digestión lenta, iba a ser impartida los lunes a las cuatro de la tarde.

Recuerdo vagamente aquella profesora, algo novata. El primer día, quiso que nos sentáramos respetando el orden de lista. No era frecuente esa petición en Magisterio, pero abandonamos sin protestas y con calma nuestros lugares y esperamos de pie en la tarima a que nos fuera colocando alfabéticamente. Guardo en mi memoria muchos detalles de aquella sesión. Era una tarde calurosa, las ventanas estaban abiertas de par en par y llegaba el alboroto de los críos que jugaban en el patio de una escuela vecina. El proceso se estaba haciendo algo espeso. Seixas Lucía, dijo la profesora hasta tres veces. Se veía que Seixas Lucía no había comparecido, de modo que cuando a continuación oí mi nombre me senté al lado de Sáez, Inmaculada. No nos conocíamos apenas, pero poco importaba eso, porque en cuanto hubiera acabado la clase cada uno regresaría a su zona de confort. O esa era la idea.

Transcurrieron las primeras semanas con una velocidad inesperada. No podría decir cuánto tiempo tardamos en reaccionar, pero me pareció mínimo: Inma y yo decidimos que aquella era la organización perfecta, y que por tanto no era necesario cambiar nada. Fue un acuerdo sin palabras, sin dudas, y también sin tener conocimiento del alcance real de aquello que estaba sucediendo entre nosotros. Y así, cuando sonaba el timbre permanecíamos anclados en nuestros asientos. No salíamos a fumar. Ni a comer, ni a beber, ni al baño. Y como el final de las clases y el regreso a casa comenzaron a ser una tortura evitable, decidimos también continuar con el orden alfabético fuera del aula hasta donde nos fuera posible. Continuamos de ese modo meses y meses, otoño tras otoño, hasta que cada uno comenzó su viaje en solitario.

No guardamos fotos, tampoco había muchas. Pero supe, porque a veces nos escribimos y me hizo llegar las imágenes, que ella conserva los viejos cuadernos de apuntes. En el borde de muchas de las hojas, reconocí mi letra de aquellos días y las tonterías que solía escribirle durante las clases. Y si yo alzara ahora la mirada y girase la cabeza, vería, en una de las estanterías de mi salón, cuidado y protegido como una joya única, el tren de miga de pan que ella hizo para mí. Me lo regaló en mi cumpleaños cuando estábamos de prácticas: una minúscula locomotora roja y tres vagones azules, todos con sus ruedecitas, unidos entre sí con un hilo finísimo, que contra todo pronóstico aguantó, como trenzado con el mejor acero, algo más de cincuenta inviernos.

HILVÁN

Abraham Antonio Osorio Sandoval

—¿Crees que me escucharían si muriera?

—Solo si haces ruido.

Eso me dijo ella. No recuerdo su nombre. Recuerdo su voz, más parecida al sonido de un radiocasete viejo que a la de una persona. A veces le preguntaba si venía del pasado. Me respondía con otra pregunta:

—¿Y tú?

*

Las sábanas tienen manchas. El médico dice que la piel se desprende como el musgo. Mamá dice que no toque la pared porque transmite cosas malas. Pero yo toco.

Cada noche me conecto.

Una mano invisible recorre mi cuello.

Un cablecito baja por la columna.

No duele. No arde. Solo cansa.

*

La conexión empezó en la cocina. Las radios de papá murmuraban noticias de antes: una huelga minera del 85, el atentado al periodista aquel, la caída del meteorito.

—Hoy es miércoles —decía mamá—. Lo que escuchas no es de hoy.

Pero yo veía a los mineros en la sopa. Escuchaba al periodista dentro de la licuadora. Y el meteorito aparecía, todas las noches, en la pantalla del microondas.

*

En el colegio hablaban de satélites. De niños que nacen con antenas mentales. De sueños que viajan por la fibra óptica.

Yo solo pensaba en la niña del piso cinco, la que se reía de la nada.

—Tiene un hilo invisible, profe —dije una vez—. Uno que le nace del ombligo.

Me castigaron por burlarme.

*

Cada vez que muere alguien, noto que el cielo se pone más lento.

*

El abuelo dice que estamos hilvanados. Como tela. Que cada persona es un punto y que lo que duele en una, duele en otra.

—El problema —agrega— es que hay hilos cortados.

Cuando le cortaron el pie, lo enterramos en el parque.

—Así no se pierde —dijo mamá.

Y yo la creí.

*

Una tarde me conecté con un caballo. Sentí correr grandes distancias. Había un niño encima de mí. No hablaba, pero reía. Su risa vibraba como teléfono olvidado.

Otra vez me conecté con un hombre que dormía en la calle.

Su sueño era tan hondo que parecía haber nacido allí.

*

La radio volvió a hablar. Esta vez no eran voces viejas. Era ella.

—Yo no nací. Me encendieron.

Quise llorar. Quise preguntarle qué era.

—Una costura —respondió antes de que lo pensara—. Una herida que todavía no se ha cerrado.

*

Hoy la pared no transmite. La radio está en silencio. El abuelo no respira. Mamá dice que no lo toque.

Pero yo lo toco.

Su piel está tibia, como los cables cuando pasa la corriente.

*

Intento conectarme.

Cierro los ojos.

Pienso fuerte, como él me enseñó.

Extiendo el hilo desde mi pecho hasta el suyo.

Espero.

Espero un rato más.

*

A pesar de que mamá diga que es hora de descansar…

A pesar de que la noche tarda en llegar…

*

Ella apareció en sueños.

Se sentó al borde de mi cama.

—No llores —dijo—. Solo es silencio.

JÚLIA…

Eva Viñals Barba

Júlia llegó a lo alto de la montaña, a las puertas de las ruinas del castillo. Y se puso a buscar la piedra. La encontró un poco más allá. Colocó su mano encima y la piedra le habló.

A través del contacto entre su palma y la piedra, esta le contó que el castillo había sido construido cuatro siglos antes, que dentro de sus muros los mercaderes habían vendido cabras, trigo y dulces, que se habían celebrado bailes y entierros, que la peste había acabado con la vida de la mitad de la población y que una tempestad había arrasado todas las casas con los tejados de paja. Le siguió contando la piedra a Júlia que un señor feudal vecino, arrogante y con ínfulas de rey, había batallado contra el señor del castillo y había ganado. La contienda había destruido el castillo que, año tras año, siglo tras siglo, había visto cómo los torreones y los alféizares, las puertas y las ventanales, las vigas y los techos iban desapareciendo y la maleza, los hierbajos y algunos frágiles árboles tomaban el lugar.

Cuando la piedra terminó de contar su historia, Júlia le dio las gracias, cogió un pincel y la limpió de polvo y tierra y se quedó a su lado en silencio. Después, cubrió la piedra con cristal irrompible, grabó la historia del castillo con una nota de voz, la transfirió al cristal y puso una pequeña marca con su nombre y la fecha del día.

Se alzó y empezó a caminar hacia las ruinas de una ermita.

TRAZOS PRESTADOS

Irene Mollá Segura

Nadie recuerda de quién fue la idea. Lo más probable es que naciera en la cocina de casa de Julia, una tarde de domingo cualquiera, entre cucharadas de cacao espeso y bizcocho de yogur. Tenían doce años y el algoritmo les acababa de regalar un vídeo sobre la reencarnación: niños que recordaban vidas pasadas.

—¿Y si nosotras también fuimos otra persona? —preguntó Julia, con las migas todavía en la comisura del labio.

—¿Y si buscamos quién murió el día en que nacimos? —propuso Carmen, con la lógica incuestionable de las grandes revelaciones.

Abrieron el buscador. Teclearon sus fechas de nacimiento, esperando que la pantalla les mostrara una señal tan contundente como el peso de un mazo dictando sentencia. Se pasearon por listas de famosos, foros polvorientos y periódicos archivados en la niebla de lo irrelevante. Luego encontraron las esquelas del Diario Montañés; el único periódico local que archivaba los muertos como si fueran libros.

—¿Qué piensas del anticuario? —preguntó Carmen—. Mira: “vivió rodeado de mapas antiguos”. Como tú, con tu obsesión —señaló el enorme atlas que yacía sobre la mesilla.

—No sé… Era pelirrojo —se cuestionó Julia, que rebuscaba entre el resto de esquelas—. Y me gustaría pensar que mi muerto hizo algo más que vender cacharros viejos.

Siguieron buscando.

—Mira —Julia señaló la esquela de Ramón Aguilar López.

Nacido en 1951, había muerto a los sesenta años; el día exacto —y casi a la misma hora— en que ella había nacido. Filósofo, ensayista, novelista… Y también había sido campeón provincial de ajedrez. En la única fotografía que encontraron de él, llevaba un pañuelo muy parecido al que Julia llevaba al cuello cada día, incluso en los calurosos meses de verano. La joven sintió una extraña conexión con sus ojos, como si, en silencio, la estuvieran saludando.

—Tú no sabes jugar al ajedrez.

—Nunca lo he intentado…

Poco después, Carmen dio con una tal Teresa Ballesteros, una pintora costumbrista de León que había fallecido exactamente a las seis de la tarde del mismo día en que ella había nacido: la primera mujer licenciada en Bellas Artes de su comunidad, premiada en la Bienal de Valladolid por su serie Mujeres del campo.

—¿Pintora? —Julia la miró con una ceja arqueada—. ¿Te recuerdo quién te hacía los dibujos para Plástica en primaria?

—Quizá tengo un don que aún no he descubierto —respondió Carmen—. Ya sabes… “Que la inspiración nos encuentre trabajando”.

A partir de aquel día, Carmen se adhirió al hábito de la pintura como la témpera se incrusta al algodón. Compró lienzos, cuadernos, lápices y pinturas. Empezó a asistir a una academia; sus estanterías se llenaron de pinceles y sus prendas se convirtieron en trapos salpicados de trazos multicolores.

Julia se dedicó a leer a los autores citados por Ramón, aunque ello implicara visitar archivos y bibliotecas polvorientas. Leía novelas hasta el amanecer y escribía nada más despertarse. Pronto redactaba con la agilidad de quien escribe lo que le dicta su cabeza. Comenzó a colaborar con medios de comunicación y, con los años, su voz se abrió paso como tertuliana en programas culturales, haciéndose un hueco entre el barullo de las voces masculinas que copaban los silencios.

Al poco de estrenarse en el mundo de la adultez, ambas rebosaban el brillo intenso de un éxito innegable. Parecía que, gracias a aquella extraña conexión con almas de otros tiempos, sus vidas habían seguido el camino correcto.

Pero con el tiempo, Julia empezó a perderse en el turbio entramado de las discusiones públicas, la frustración con el mundo y el sentimiento de soledad. Pasó varias depresiones suaves, perdió colaboraciones y desarrolló cierta torpeza para identificar las pausas que deben respetarse.

Una tarde de diciembre, ya en la treintena, las antiguas amigas se reencontraron en la misma casa donde todo había empezado. Estaban en el despacho de Julia, que antaño fue su habitación. En el rincón junto a la ventana había un tablero de ajedrez con las fichas inmóviles, en posición de jaque, a medio declarar. Julia cargaba con prendas viejas y con el peso del fracaso, mientras Carmen lucía luminosa, envuelta en el resplandor del éxito y la elegancia bohemia.

La conversación fue larga y pausada. Hablaron de aciertos, de errores y de caminos impuestos.

—¿Sigues creyendo que nacemos con un futuro escrito? —preguntó Julia.

—A veces pienso que sí; que algunos lo encuentran, y otros se equivocan al elegirlo —respondió Carmen.

Durante unos instantes permanecieron en silencio, pensativas.

—Yo creo que no hay nada escrito. Si no, ¿dónde queda la libertad? —planteó Julia—. Por lo que ambas hemos vivido, el éxito depende de dos cosas: la suerte y el trabajo duro.

En algún momento de la tarde, Carmen se levantó para ir al baño. En una estantería del pasillo había un libro pequeño de tapa negra, sin editorial: Aforismos para un siglo sin fe. Estaba firmado por Ramón Aguilar López. Lo abrió y se fijó en un círculo repetidamente trazado a lápiz en torno a una reflexión:

“Haz lo que se espera de ti, y fracasarás con dignidad. Haz lo que deseas, y fracasarás con alegría. Pero solo al elegir por ti sabrás qué parcela del mundo era la tuya”.

Carmen cerró el libro. Se miró las manos, que tenían restos de acuarela seca.

Por la noche, ya en su estudio, pensó en Julia, en Teresa Ballesteros y en todos los artistas que de algún modo habían sido sus maestros, y comprendió que ningún trazo sería del todo suyo. Pero pensó que, aunque algunos caminos quizá estén escritos, pueden bordearse. Y supo que el verdadero comienzo no está en crear algo nuevo, sino en elegir cómo colorear, moldear y dejar huella en ese gran tapiz que otros empezaron antes.

Abrió una carpeta olvidada en su ordenador. Se llamaba pinturas_antiguas. Borró el nombre. La renombró: Comienzo. Luego, abrió una nueva hoja en blanco. Dejó que su mano se moviera libre, guiada por la influencia de todos sus maestros. Y pintó como si, por fin, lo hiciera por ella.

CUANDO VUELVE LA LUZ

Sergio López Vidal

La central llevaba años fuera de servicio. Nadie asumió las reparaciones ni atendió los partes de avería. El tendido eléctrico fue apagándose poco a poco, primero por sectores, después de forma definitiva, hasta que solo quedaban linternas de mano y velas medio consumidas. Durante un tiempo, el pueblo resistió con generadores de gasoil, pero el precio del combustible los arruinó en un par de inviernos. Así aprendieron a convivir con la penumbra, a cocinar antes de anochecer y a dormir con el rumor del río como único consuelo.

No siempre había sido así. En otros tiempos, la central era el orgullo del valle. Un ingeniero joven llegó desde la capital para modernizarla, y durante semanas todo el pueblo bajaba a mirar cómo izaban turbinas, cómo brillaban los cuadros de mando, cómo el agua, domesticada, encendía la vida. Aquel hombre dormía poco, bebía café de puchero y acabó marchándose con una muchacha del lugar. Todavía se habla de ellos, aunque ya nadie recuerde su destino.

Con los años, la central perdió manos expertas, repuestos, futuro. Al final quedó allí, varada. Hasta aquella madrugada de lluvia desbordada, cuando el río, crecido y terco, arrastró maleza, piedras y troncos, y en su empuje forzó las compuertas rotas de la presa. El agua obligó al generador a un estertor inesperado. Saltaron chispas, un fusible crujió, y un latigazo de corriente trepó por los cables oxidados hasta encender las farolas de la plaza.

Fue un fogonazo breve, inseguro, pero suficiente para reanimar bombillas, radios, voces. Suficiente para recordarle al pueblo que la luz, más allá de la factura, era la señal de que alguien seguía al otro lado.

El primero en notar el resplandor fue Alfredo, el panadero, que cada mañana preparaba la masa con una linterna al cuello. Vio su horno eléctrico parpadear y sintió un escalofrío, convencido de que el pan volvía a tener sentido. En la escuela, la maestra encendió la radio para comprobar si funcionaba: una voz lejana rompió años de silencio.

En la plaza, dos hermanos que no se hablaban desde hacía tiempo se cruzaron bajo la luz recuperada. Ninguno pronunció palabra, pero se saludaron con un gesto cansado que bastó. Una mujer, agotada de cuidar a su madre sin frigorífico ni agua caliente, respiró tranquila al ver la bombilla de la cocina encendida. Incluso el perro de la escuela, desaparecido hacía días, regresó junto a la fuente iluminada, moviendo el rabo despacio.

Algunos lloraron sin saber por qué. Otros calentaron café, compartieron mantas, salieron a la calle con la excusa de revisar fusibles. La central seguía temblando, al borde de apagarse otra vez, pero aferrada todavía a un resto de vida.

No era una salvación definitiva. Nadie esperaba que durara. Había demasiados cables podridos, demasiadas piezas rotas. Pero aquella chispa bastó para encender algo más profundo: la certeza de que, cuando un pueblo recupera la luz, también recupera el pulso. Y que a veces un simple destello alcanza para que la gente recuerde cómo estar unida.

Al amanecer, cuando el río bajó su caudal y la corriente se interrumpió de nuevo, la oscuridad ya no pesó tanto. Quedaban brasas encendidas en las cocinas, niños inventando linternas de papel, conversaciones a medio empezar en cada casa. Y un rumor nuevo en el aire, con la esperanza de volver a brillar.

LA ZAPATILLA AZUL

Juan Carlos Beltramino

El día amaneció con un calor insoportable. Las chicharras ya lo habían anunciado en el atardecer rojizo de la víspera.

Los Ramírez desayunaron en cueros. Pablito tomó mate, acompañado de pan con manteca y azúcar. Estaba feliz. Para asistir al último día de clases, lo vistieron con el guardapolvo blanco tiza y le calzaron sus zapatillas azul marino, las favoritas.

Pablito gritó de pronto. Su cara enrojeció y vomitó un líquido verde. Los Ramírez partieron raudos hacia el hospital en un Fiat viejo y desteñido, que alguna vez fue amarillo. Durante el viaje, el niño salivó sin parar. De su nariz chorreaba agua y la piel se le erizó como plumas de gallina. Volvió a vomitar, ahora un líquido incoloro.

Cuando apoyaron su cuerpito flácido sobre la cuerina negra de la camilla, Pablito respiraba con dificultad. Su tez se volvió gris ceniza; su mirada, remota. Al quitarle la zapatilla azul, emergió con la cola erguida un escorpión castaño. Marrón ataúd.

AMOR BORDADO

Julia Cortés Palma

Madrid, 1913.

Aquel año, la ciudad parecía sostener la respiración. Las campanas de San Ginés marcaban las horas con una gravedad antigua, como si cada tañido temiera despertar a los fantasmas que dormían entre las piedras. El humo de los tranvías se enroscaba en los balcones como un presagio, y el aire —pese al sol— llevaba consigo un frío leve, elegante, de esos que no calan en los huesos, pero sí en la memoria.

Madrid olía a carbón, a castañas asadas, a tinta fresca en las redacciones de la calle Mayor. La ciudad se debatía entre el corsé de lo viejo y la fiebre de lo moderno. Las mujeres comenzaban a mirarse entre ellas con una complicidad nueva, callada, revolucionaria. Y en uno de esos talleres discretos, donde las agujas hilvanaban los secretos de la burguesía, dos vidas estaban a punto de cruzarse, como hilos que el destino cose con paciencia invisible.

Nadie lo sabía aún. Pero aquel invierno, el amor iba a bordarse con puntadas pequeñas, precisas, casi imperceptibles.

En la penumbra del taller de costura de la calle Arenal, donde las agujas tejían silencios y secretos, Clara conoció a Elisa.

Clara llevaba ya cuatro años trabajando allí, manos firmes y mirada baja, acostumbrada al rumor de hilos y reproches. Elisa llegó una mañana de enero, con las mejillas encendidas por el frío y una maleta de cartón que olía a sueños. No dijo mucho, solo que necesitaba trabajo y sabía bordar. Y bordaba como nadie.

La señora Valverde, dueña del taller, la contrató de inmediato. Las clientas eran exigentes: damas que vestían luto con puntillas francesas, otras que ocultaban amantes bajo sedas carmesí. Pero Elisa no parecía intimidarse por nada. Su aguja tenía música y sus ojos también.

—¿Tú haces esto por gusto o por hambre? —le preguntó Clara.

—Por ambas cosas. Pero, sobre todo, por no volver a donde estaba.

Y nunca explicó de dónde venía.

Las dos compartían la mesa más alejada de la ventana. A veces, cuando los demás se iban, se quedaban un rato más, repasando encargos, cortando tela, hablando bajito.

—¿Alguna vez has querido algo que no puedes nombrar? —dijo Elisa una noche.

Clara no respondió aunque sus dedos acariciasen con devoción aquel encaje.

Las primeras caricias fueron torpes. Un roce de codos, un botón abrochado con lentitud. Luego, la certeza: en una mirada fugaz durante la merienda, en el temblor de una voz que no sabía mentir

Se amaron como podían: con gestos, en silencios. En cartas escondidas entre los pliegues del delantal.

Un día, Clara bordó su inicial junto al número cinco, según ella, su número de la suerte, en el dobladillo de una camisa que Elisa nunca se quitó.

Pero el mundo no bordaba como ellas. El mundo tejía con nudos de miedo.

Una tarde, la señora Valverde las llamó a su despacho. Tenía una carta en la mano.

—Hay rumores —dijo—. Esto no es un burdel. Aquí se trabaja. Si alguna de vosotras quiere dedicarse a… otras cosas, sabed que hay consecuencias.

Elisa se marchó esa misma noche. No dejó nota. Solo su aguja, clavada en un retal de lino azul.

Clara la buscó durante semanas. En los portales de Lavapiés, en las estaciones, en los hospitales. Nadie la había visto. Nadie sabía nada.

Hasta que una mañana, al ponerse el abrigo, encontró un sobre cosido al forro. Solo decía:

“Si algún día París te llama, búscame en el puente de los candados. A la hora del bordado.”

Clara no dudó. Vendió su anillo de oro, cosió sus ahorros al dobladillo del vestido y tomó el primer tren que cruzaba los Pirineos.

La encontró allí, a las cinco de la tarde, entre turistas y sombras sentada junto al río, con las manos sobre el regazo como si aún esperara el hilo exacto.

No dijeron nada. Solo se miraron.

Clara sacó una pequeña caja de lata. Dentro, una aguja, un hilo azul y el botón que a Elisa se le cayó la última vez que estuvieron juntas.

—¿Aún bordas? —preguntó Elisa.

—Solo lo que importa —respondió Clara.

Y caminaron juntas por París, sin esconderse, con los dedos entrelazados como una fina labor.

LA BALSA DE HIELO

Jesús Gella Yago

Antes de entrar en el barracón de la compañía peletera nos sacudimos en el umbral la nieve de ropa y botas. El cazador estaba sentado en un banco junto al fuego, con una humeante taza de peltre entre las manos. Los soldados de la guarnición nos habían asegurado que no tendría reparos en contarnos la historia del oso, así que acercamos unos tarugos de madera y nos acomodamos junto a él.

—Entre aquel oso y yo se estableció una conexión difícil de explicar —empezó en cuanto le instamos a ello—. Lo crean o no, el más poderoso vínculo visto en la naturaleza hizo de nosotros un solo ser.

Las llamas de la chimenea arrojaban sombras cambiantes que animaban la expresión del cazador. En realidad su rostro permanecía impertérrito mientras nos contaba cómo el oso había terminado por arrinconarse al borde del hielo.

—Lo tenía acorralado. De haberse zambullido no habría tenido ninguna posibilidad, tan débil como estaba. Su instinto le decía que solo podría salvarse si me sorprendía en un descuido. Era un animal magnífico, no importaba que la sangre de sus heridas ensuciara el pelaje blanco. El oso me miraba y podía sentir su aliento con cada gruñido. Afiancé los clavos de mis botas en el hielo. Estaba cubierto por una capa de agua y lo noté frágil y quebradizo.

La puerta del barracón se abrió y un grupo de hombres de uniforme entraron con el viento helado.

—Toda esta zona desaparecerá pronto también. Se fundirá con el océano —sentenció el cazador alzando la voz para que los recién llegados pudieran oírlo. Dio un sorbo largo antes de continuar—. Apunté cuidadosamente con el rifle, pero un crujido inesperado me hizo errar el tiro. El hielo cedió bajo mis pies y estuve a punto de caer. El oso trotó hacia mí. Pensé que me iba a atacar, pero en realidad había comprendido la situación antes que yo. Intentaba alcanzar el borde opuesto para saltar a hielo firme. Le fallaron las fuerzas y se desplomó a mi lado. Hubiera podido rematarlo con facilidad, pero el fragmento de hielo en el que estábamos atrapados era muy pequeño y tuve que desplazarme para equilibrar el peso. No me atreví a saltar. Si caía al agua estaba perdido.

Algunos de los soldados se acercaron al fuego para escuchar una vez más aquella historia, como si en el fuerte todavía no hubieran decidido qué grado de veracidad otorgarle.

—El oso seguía mirándome —continuó el cazador—. Resoplaba y apenas podía moverse. Nuestro islote se alejaba poco a poco y de sus bordes se desprendían fragmentos cada vez más grandes. Si no reaccionaba rápido terminaríamos a la deriva en un bloque de hielo que no iba a tardar mucho en desaparecer. Metí el rifle en su funda impermeable y lo usé como remo. Lo único que conseguí fue que el bloque girase sobre sí mismo. Debía remar por ambos lados a la vez para avanzar en línea recta, pero era imposible. Pensé que tendría que deshacerme del oso para aligerar peso. Era una lástima perder su piel, pero no tenía más remedio. Me levanté para preparar el rifle.
Los soldados cuchicheaban pero el cazador prefirió ignorarlos, como si no le importaran las dudas de su auditorio sobre la verosimilitud del relato.

—Entonces me di cuenta —aseguró con un dedo en alto— de que el oso había descolgado una de sus patas por el borde para dar zarpazos al agua. Comprendí que estaba imitando mi desesperado intento, así que volví a mi sitio para seguir remando mientras lo vigilaba por el rabillo del ojo. ¡Avanzábamos! Si me lo hubieran contado a mí jamás lo hubiera creído, así que entiendo su escepticismo, caballeros. En ese momento solo existíamos el oso y yo, éramos las únicas criaturas vivas sobra la tierra. Estábamos conectados y nuestro mundo, reducido a aquel pequeño trozo de hielo, peligraba. Él me necesitaba y yo dependía de su esfuerzo. Pereceríamos o nos salvaríamos los dos.

El cazador sumergió el bigote en la taza, midiendo bien la pausa antes de continuar.

—Cada golpe de rifle y zarpa nos acercaba a la salvación. Ya no vigilaba al oso, me bastaba con escuchar su resuello para saber que seguía vivo y empujando. Pronto nos encontramos entre otros bloques recién desprendidos. Casi podíamos saltar de uno a otro, pero preferimos no correr riesgos y seguir impulsando nuestro mundo hacia adelante.

Los soldados intercambiaban codazos y miradas burlonas, pero el cazador fingía no percatarse.

—Por fin lo conseguimos y caí de rodillas sobre hielo firme —prosiguió—. Busqué al oso y lo vi renquear fuera del islote. Se quedó inmóvil. Me observaba con desconfianza y no pude reprochárselo. Yo asentí con la cabeza en señal de respeto y estoy seguro de que fue capaz de interpretar mi gesto. Se giró despacio y comenzó a alejarse de mí. Cojeaba y gruñía de dolor, dejando un rastro de sangre en el hielo. Lo alcancé y me interpuse en su camino. Le sostuve la mirada y sentí que un torbellino de preguntas y respuestas se arremolinaba en mi mente. Nunca habríamos conseguido salvarnos sin cooperar, aunque de no ser por mi acoso tampoco nos hubiéramos visto en aquel trance. Terminé por comprender la paradoja y, al asomarme a lo más profundo de su mirada, vi que el oso también.

El cazador levantó la vista hacia el techo del barracón.

—Cualquiera con algo de entendimiento podría extraer una provechosa lección de esta aventura —dijo entre dientes.

Los soldados se supieron juzgados por sus recelos y chanzas.

—Porque lo crean o no, caballeros, así fue como sucedió —insistió sin apartar los ojos del techo.

De las toscas vigas de madera pendían decenas de pieles. Entre el marrón y gris de nutrias, lobos, martas y castores brillaba una, mucho más grande, de un blanco majestuoso.

—Lo respetaba, teníamos un vínculo —murmuró el cazador—. Pero era una espléndida y valiosa piel.

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Jaime
Jaime
4 meses hace

Me alegro un montón de que el mío no esté entre los finalistas, porque hay muchas personas que lo necesitan más que yo.
No lo digo con ironía, sino con total sinceridad.

Paulo
Paulo
4 meses hace
Responder a  Jaime

Ser observador participante de esta contienda también es una gloria.

Joseantonio
Joseantonio
4 meses hace

Bordado de primor
De la A a la Z
On/Off

Paulo
Paulo
4 meses hace

Son muy buenos los cuentos seleccionados. Va a ser difícil elegir a los tres ganadores. Felicitaciones, Zenda, por la promoción

LAURA MUNICIO
LAURA MUNICIO
4 meses hace

Ha sido un placer compartir mi relato con este jurado excepcional, y tener a unos compañer@s con tanto talento. Marta Mayol me ha encantado encontrarme de nuevo con tus relatos, coincidimos en una semifinal de la Escuela de escritores y la cadena Ser. Te deseo mucha suerte.

Marta
Marta
4 meses hace
Responder a  LAURA MUNICIO

Muchas gracias, Laura. Es verdad, coincidimos en una final semanal de marzo. Qué bien reencontrarte por aquí. Un placer compartir esta conexión contigo 🙂

Última edición 4 meses hace por Marta
Carol
Carol
4 meses hace

Me han gustado mucho. He observado que la selección de relatos/ cuentos causa siempre menos controversia que la de poesía. Siempre me he preguntado si un jurado de narrativa puede ser igualmente bueno para la poesía o si por el contrario según el género se debe configurar un jurado con una competencia propia. Enhorabuena a los finalistas

Pedro Caballero-Infante Perales
Pedro Caballero-Infante Perales
4 meses hace

Debo estar equivocado pero según las bases estos relatos debían ser de al menos CIEN caracteres y un máximo de MIL. Todos los finalistas, menos uno, (“La zapatilla azul”) la han incumplido. De poco más de MIL hasta cerca de SEIS MIL abarcan las extensiones los 10 seleccionados. Quisiera saber por curiosidad dónde está mi “error”. Otrosí: Los he leído todos con mucho gusto. Gracias.

Pedro Caballero-Infante Perales
Pedro Caballero-Infante Perales
4 meses hace
Responder a  zendalibros.com

Perdón de nuevo pero sigo sin comprender. Si son UN MÁXIMO DE MIL palabras; NUEVE de los finalistas la han sobrepasado. Conste que este comentario no lleva más intención que saber si no lo entendí bien cuando me remití a escribir mi relato con menos caracteres de los MIL reseñados.

Pedro Caballero-Infante Perales
Pedro Caballero-Infante Perales
4 meses hace
Responder a  zendalibros.com

He concurrido este concurso de relatos: #conexiones, con el solo fin de participar. A lo Pierre de Coubertin. Lo digo desde la sinceridad. Esto no quita para que insista en saber si entre las normas estaba la horquilla de extensión de texto entre CIEN y MIL caracteres. Ya he solicitado dos veces esta información y me gustaría que se me aclarase. No es uno de mis defectos la pesadez. Pero la ignorancia del tema me hace parecerlo

Pedro Caballero-Infante Perales
Pedro Caballero-Infante Perales
4 meses hace
Responder a  zendalibros.com

La respuesta amable que recibí hace dos días dice textualmente:
“Buenos días Pedro,
Un máximo de 1.000 palabras.
Saludos.”
Es precisamente lo que dicen las bases del concurso #conexiones y lo que solicito que se me aclare.
Los finalistas del concurso, menos uno, han excedido el número de caracteres máximo: 1.000 palabras.
Ruego de nuevo se me aclare la cuestión para que pueda salir de mi supuesto error.
Muchas gracias.

Pedro Caballero-Infante Perales
Pedro Caballero-Infante Perales
4 meses hace
Responder a  zendalibros.com

Aclarado. Muchas gracias. En todo caso utilizar para una extensión los dos términos: caracteres y palabras, se presta a confusión.