Hasta 832 relatos se han registrado en nuestro último concurso, #conexiones, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Desde el día 1 hasta el 20 de julio, hemos recibido historias en las que asistimos, desde multitud de perspectivas, a los modos en que las personas pueden conectar entre sí, o con el mundo, o consigo mismas.
El jurado ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.
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GANADOR
HILVÁN
Abraham Antonio Osorio Sandoval
—¿Crees que me escucharían si muriera?
Eso me dijo ella. No recuerdo su nombre. Recuerdo su voz, más parecida al sonido de un radiocasete viejo que a la de una persona. A veces le preguntaba si venía del pasado. Me respondía con otra pregunta:
—¿Y tú?
*
Las sábanas tienen manchas. El médico dice que la piel se desprende como el musgo. Mamá dice que no toque la pared porque transmite cosas malas. Pero yo toco.
Cada noche me conecto.
Una mano invisible recorre mi cuello.
Un cablecito baja por la columna.
No duele. No arde. Solo cansa.
*
La conexión empezó en la cocina. Las radios de papá murmuraban noticias de antes: una huelga minera del 85, el atentado al periodista aquel, la caída del meteorito.
—Hoy es miércoles —decía mamá—. Lo que escuchas no es de hoy.
Pero yo veía a los mineros en la sopa. Escuchaba al periodista dentro de la licuadora. Y el meteorito aparecía, todas las noches, en la pantalla del microondas.
*
En el colegio hablaban de satélites. De niños que nacen con antenas mentales. De sueños que viajan por la fibra óptica.
Yo solo pensaba en la niña del piso cinco, la que se reía de la nada.
—Tiene un hilo invisible, profe —dije una vez—. Uno que le nace del ombligo.
Me castigaron por burlarme.
*
Cada vez que muere alguien, noto que el cielo se pone más lento.
*
El abuelo dice que estamos hilvanados. Como tela. Que cada persona es un punto y que lo que duele en una, duele en otra.
—El problema —agrega— es que hay hilos cortados.
Cuando le cortaron el pie, lo enterramos en el parque.
—Así no se pierde —dijo mamá.
Y yo la creí.
*
Una tarde me conecté con un caballo. Sentí correr grandes distancias. Había un niño encima de mí. No hablaba, pero reía. Su risa vibraba como teléfono olvidado.
Otra vez me conecté con un hombre que dormía en la calle.
Su sueño era tan hondo que parecía haber nacido allí.
*
La radio volvió a hablar. Esta vez no eran voces viejas. Era ella.
—Yo no nací. Me encendieron.
Quise llorar. Quise preguntarle qué era.
—Una costura —respondió antes de que lo pensara—. Una herida que todavía no se ha cerrado.
*
Hoy la pared no transmite. La radio está en silencio. El abuelo no respira. Mamá dice que no lo toque.
Pero yo lo toco.
Su piel está tibia, como los cables cuando pasa la corriente.
*
Intento conectarme.
Cierro los ojos.
Pienso fuerte, como él me enseñó.
Extiendo el hilo desde mi pecho hasta el suyo.
Espero.
Espero un rato más.
*
A pesar de que mamá diga que es hora de descansar…
A pesar de que la noche tarda en llegar…
*
Ella apareció en sueños.
Se sentó al borde de mi cama.
—No llores —dijo—. Solo es silencio.
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FINALISTAS
TRAZOS PRESTADOS
Irene Mollá Segura
Nadie recuerda de quién fue la idea. Lo más probable es que naciera en la cocina de casa de Julia, una tarde de domingo cualquiera, entre cucharadas de cacao espeso y bizcocho de yogur. Tenían doce años y el algoritmo les acababa de regalar un vídeo sobre la reencarnación: niños que recordaban vidas pasadas.
—¿Y si buscamos quién murió el día en que nacimos? —propuso Carmen, con la lógica incuestionable de las grandes revelaciones.
Abrieron el buscador. Teclearon sus fechas de nacimiento, esperando que la pantalla les mostrara una señal tan contundente como el peso de un mazo dictando sentencia. Se pasearon por listas de famosos, foros polvorientos y periódicos archivados en la niebla de lo irrelevante. Luego encontraron las esquelas del Diario Montañés; el único periódico local que archivaba los muertos como si fueran libros.
—¿Qué piensas del anticuario? —preguntó Carmen—. Mira: “vivió rodeado de mapas antiguos”. Como tú, con tu obsesión —señaló el enorme atlas que yacía sobre la mesilla.
—No sé… Era pelirrojo —se cuestionó Julia, que rebuscaba entre el resto de esquelas—. Y me gustaría pensar que mi muerto hizo algo más que vender cacharros viejos.
Siguieron buscando.
—Mira —Julia señaló la esquela de Ramón Aguilar López.
Nacido en 1951, había muerto a los sesenta años; el día exacto —y casi a la misma hora— en que ella había nacido. Filósofo, ensayista, novelista… Y también había sido campeón provincial de ajedrez. En la única fotografía que encontraron de él, llevaba un pañuelo muy parecido al que Julia llevaba al cuello cada día, incluso en los calurosos meses de verano. La joven sintió una extraña conexión con sus ojos, como si, en silencio, la estuvieran saludando.
—Tú no sabes jugar al ajedrez.
—Nunca lo he intentado…
Poco después, Carmen dio con una tal Teresa Ballesteros, una pintora costumbrista de León que había fallecido exactamente a las seis de la tarde del mismo día en que ella había nacido: la primera mujer licenciada en Bellas Artes de su comunidad, premiada en la Bienal de Valladolid por su serie Mujeres del campo.
—¿Pintora? —Julia la miró con una ceja arqueada—. ¿Te recuerdo quién te hacía los dibujos para Plástica en primaria?
—Quizá tengo un don que aún no he descubierto —respondió Carmen—. Ya sabes… “Que la inspiración nos encuentre trabajando”.
A partir de aquel día, Carmen se adhirió al hábito de la pintura como la témpera se incrusta al algodón. Compró lienzos, cuadernos, lápices y pinturas. Empezó a asistir a una academia; sus estanterías se llenaron de pinceles y sus prendas se convirtieron en trapos salpicados de trazos multicolores.
Julia se dedicó a leer a los autores citados por Ramón, aunque ello implicara visitar archivos y bibliotecas polvorientas. Leía novelas hasta el amanecer y escribía nada más despertarse. Pronto redactaba con la agilidad de quien escribe lo que le dicta su cabeza. Comenzó a colaborar con medios de comunicación y, con los años, su voz se abrió paso como tertuliana en programas culturales, haciéndose un hueco entre el barullo de las voces masculinas que copaban los silencios.
Al poco de estrenarse en el mundo de la adultez, ambas rebosaban el brillo intenso de un éxito innegable. Parecía que, gracias a aquella extraña conexión con almas de otros tiempos, sus vidas habían seguido el camino correcto.
Pero con el tiempo, Julia empezó a perderse en el turbio entramado de las discusiones públicas, la frustración con el mundo y el sentimiento de soledad. Pasó varias depresiones suaves, perdió colaboraciones y desarrolló cierta torpeza para identificar las pausas que deben respetarse.
Una tarde de diciembre, ya en la treintena, las antiguas amigas se reencontraron en la misma casa donde todo había empezado. Estaban en el despacho de Julia, que antaño fue su habitación. En el rincón junto a la ventana había un tablero de ajedrez con las fichas inmóviles, en posición de jaque, a medio declarar. Julia cargaba con prendas viejas y con el peso del fracaso, mientras Carmen lucía luminosa, envuelta en el resplandor del éxito y la elegancia bohemia.
La conversación fue larga y pausada. Hablaron de aciertos, de errores y de caminos impuestos.
—¿Sigues creyendo que nacemos con un futuro escrito? —preguntó Julia.
—A veces pienso que sí; que algunos lo encuentran, y otros se equivocan al elegirlo —respondió Carmen.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, pensativas.
—Yo creo que no hay nada escrito. Si no, ¿dónde queda la libertad? —planteó Julia—. Por lo que ambas hemos vivido, el éxito depende de dos cosas: la suerte y el trabajo duro.
En algún momento de la tarde, Carmen se levantó para ir al baño. En una estantería del pasillo había un libro pequeño de tapa negra, sin editorial: Aforismos para un siglo sin fe. Estaba firmado por Ramón Aguilar López. Lo abrió y se fijó en un círculo repetidamente trazado a lápiz en torno a una reflexión:
“Haz lo que se espera de ti, y fracasarás con dignidad. Haz lo que deseas, y fracasarás con alegría. Pero solo al elegir por ti sabrás qué parcela del mundo era la tuya”.
Carmen cerró el libro. Se miró las manos, que tenían restos de acuarela seca.
Por la noche, ya en su estudio, pensó en Julia, en Teresa Ballesteros y en todos los artistas que de algún modo habían sido sus maestros, y comprendió que ningún trazo sería del todo suyo. Pero pensó que, aunque algunos caminos quizá estén escritos, pueden bordearse. Y supo que el verdadero comienzo no está en crear algo nuevo, sino en elegir cómo colorear, moldear y dejar huella en ese gran tapiz que otros empezaron antes.
Abrió una carpeta olvidada en su ordenador. Se llamaba pinturas_antiguas. Borró el nombre. La renombró: Comienzo. Luego, abrió una nueva hoja en blanco. Dejó que su mano se moviera libre, guiada por la influencia de todos sus maestros. Y pintó como si, por fin, lo hiciera por ella.
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LA BALSA DE HIELO
Jesús Gella Yago
Antes de entrar en el barracón de la compañía peletera nos sacudimos en el umbral la nieve de ropa y botas. El cazador estaba sentado en un banco junto al fuego, con una humeante taza de peltre entre las manos. Los soldados de la guarnición nos habían asegurado que no tendría reparos en contarnos la historia del oso, así que acercamos unos tarugos de madera y nos acomodamos junto a él.
Las llamas de la chimenea arrojaban sombras cambiantes que animaban la expresión del cazador. En realidad su rostro permanecía impertérrito mientras nos contaba cómo el oso había terminado por arrinconarse al borde del hielo.
—Lo tenía acorralado. De haberse zambullido no habría tenido ninguna posibilidad, tan débil como estaba. Su instinto le decía que solo podría salvarse si me sorprendía en un descuido. Era un animal magnífico, no importaba que la sangre de sus heridas ensuciara el pelaje blanco. El oso me miraba y podía sentir su aliento con cada gruñido. Afiancé los clavos de mis botas en el hielo. Estaba cubierto por una capa de agua y lo noté frágil y quebradizo.
La puerta del barracón se abrió y un grupo de hombres de uniforme entraron con el viento helado.
—Toda esta zona desaparecerá pronto también. Se fundirá con el océano —sentenció el cazador alzando la voz para que los recién llegados pudieran oírlo. Dio un sorbo largo antes de continuar—. Apunté cuidadosamente con el rifle, pero un crujido inesperado me hizo errar el tiro. El hielo cedió bajo mis pies y estuve a punto de caer. El oso trotó hacia mí. Pensé que me iba a atacar, pero en realidad había comprendido la situación antes que yo. Intentaba alcanzar el borde opuesto para saltar a hielo firme. Le fallaron las fuerzas y se desplomó a mi lado. Hubiera podido rematarlo con facilidad, pero el fragmento de hielo en el que estábamos atrapados era muy pequeño y tuve que desplazarme para equilibrar el peso. No me atreví a saltar. Si caía al agua estaba perdido.
Algunos de los soldados se acercaron al fuego para escuchar una vez más aquella historia, como si en el fuerte todavía no hubieran decidido qué grado de veracidad otorgarle.
—El oso seguía mirándome —continuó el cazador—. Resoplaba y apenas podía moverse. Nuestro islote se alejaba poco a poco y de sus bordes se desprendían fragmentos cada vez más grandes. Si no reaccionaba rápido terminaríamos a la deriva en un bloque de hielo que no iba a tardar mucho en desaparecer. Metí el rifle en su funda impermeable y lo usé como remo. Lo único que conseguí fue que el bloque girase sobre sí mismo. Debía remar por ambos lados a la vez para avanzar en línea recta, pero era imposible. Pensé que tendría que deshacerme del oso para aligerar peso. Era una lástima perder su piel, pero no tenía más remedio. Me levanté para preparar el rifle.
Los soldados cuchicheaban pero el cazador prefirió ignorarlos, como si no le importaran las dudas de su auditorio sobre la verosimilitud del relato.
—Entonces me di cuenta —aseguró con un dedo en alto— de que el oso había descolgado una de sus patas por el borde para dar zarpazos al agua. Comprendí que estaba imitando mi desesperado intento, así que volví a mi sitio para seguir remando mientras lo vigilaba por el rabillo del ojo. ¡Avanzábamos! Si me lo hubieran contado a mí jamás lo hubiera creído, así que entiendo su escepticismo, caballeros. En ese momento solo existíamos el oso y yo, éramos las únicas criaturas vivas sobra la tierra. Estábamos conectados y nuestro mundo, reducido a aquel pequeño trozo de hielo, peligraba. Él me necesitaba y yo dependía de su esfuerzo. Pereceríamos o nos salvaríamos los dos.
El cazador sumergió el bigote en la taza, midiendo bien la pausa antes de continuar.
—Cada golpe de rifle y zarpa nos acercaba a la salvación. Ya no vigilaba al oso, me bastaba con escuchar su resuello para saber que seguía vivo y empujando. Pronto nos encontramos entre otros bloques recién desprendidos. Casi podíamos saltar de uno a otro, pero preferimos no correr riesgos y seguir impulsando nuestro mundo hacia adelante.
Los soldados intercambiaban codazos y miradas burlonas, pero el cazador fingía no percatarse.
—Por fin lo conseguimos y caí de rodillas sobre hielo firme —prosiguió—. Busqué al oso y lo vi renquear fuera del islote. Se quedó inmóvil. Me observaba con desconfianza y no pude reprochárselo. Yo asentí con la cabeza en señal de respeto y estoy seguro de que fue capaz de interpretar mi gesto. Se giró despacio y comenzó a alejarse de mí. Cojeaba y gruñía de dolor, dejando un rastro de sangre en el hielo. Lo alcancé y me interpuse en su camino. Le sostuve la mirada y sentí que un torbellino de preguntas y respuestas se arremolinaba en mi mente. Nunca habríamos conseguido salvarnos sin cooperar, aunque de no ser por mi acoso tampoco nos hubiéramos visto en aquel trance. Terminé por comprender la paradoja y, al asomarme a lo más profundo de su mirada, vi que el oso también.
El cazador levantó la vista hacia el techo del barracón.
—Cualquiera con algo de entendimiento podría extraer una provechosa lección de esta aventura —dijo entre dientes.
Los soldados se supieron juzgados por sus recelos y chanzas.
—Porque lo crean o no, caballeros, así fue como sucedió —insistió sin apartar los ojos del techo.
De las toscas vigas de madera pendían decenas de pieles. Entre el marrón y gris de nutrias, lobos, martas y castores brillaba una, mucho más grande, de un blanco majestuoso.
—Lo respetaba, teníamos un vínculo —murmuró el cazador—. Pero era una espléndida y valiosa piel.


El relato ganador me encanta. Eso sí que es un buen relato de conexiones. Qué bien tejido. Qué conmovedor y humano. Más tarde leeré los otros. Enhorabuena a esas personas que escriben así de bien.
Enhorabuena a los tres.
El relato ganador comienza con un error gordo de vocabulario (que se ha convertido en una epidemia en el español hablado en España por lo menos):
“¿Crees que me escucharían si muriera?” (en lugar de “me oirían”).
Sólo por él yo no le hubiera dado el premio.
Es válida su observación; sin embargo, en este caso no se trata de una imprecisión léxica, sino de una elección deliberada con carga simbólica. El personaje no se pregunta si alguien percibiría un sonido (“oír”), sino si por fin alguien le prestaría atención de verdad, si lo tomarían en cuenta (“escuchar”). Esa distinción, aunque sutil, es significativa en el contexto del relato, donde el clamor no es acústico, sino emocional. En ese sentido, prima la fidelidad a la voz del personaje más que el apego normativo.
La segunda frase del texto invalida tu opinión:
—Solo si haces ruido.
Entiendo tu objeción, pero la segunda frase no invalida lo anterior; al contrario, lo completa y resignifica. Justo ahí está la fuerza literaria del inicio del relato: el personaje expresa un deseo profundo —ser escuchado, en el sentido de ser visto, comprendido, validado—, y la respuesta (“Solo si haces ruido”) funciona como un corte irónico, una reducción cruel de ese anhelo a lo superficial y estridente.
Es un contraste deliberado entre la necesidad de conexión emocional y la lógica de un mundo que solo reacciona ante el escándalo o la violencia. La ironía no niega el valor de “escuchar”, lo subraya al mostrar lo inalcanzable que resulta para quien vive en la invisibilidad.
Además, desde un punto de vista normativo, el propio Diccionario panhispánico de dudas de la RAE reconoce este matiz entre oír y escuchar, y señala que:
“No cabe censurar el uso de escuchar en lugar de oír, especialmente en contextos literarios o simbólicos, ya que es un uso atestiguado desde época clásica y presente en autores de prestigio.”
Por tanto, ni desde la norma lingüística, ni desde la lectura literaria, puede considerarse un error. Es una elección intencionada, coherente con el tono del relato, y muy eficaz para abrir con fuerza su dimensión simbólica.
Oír y escuchar son sinónimos. Pero podemos jugar a tu juego del ser más listo que tú, y corregirlo todo, cuestionarlo todo, y así, amigo mío, se pierde el aprendizaje espontáneo, el habla porque el lenguaje es algo vivo, dinámico, y no solo admite interrupciones, también interpretaciones y usos. Y errores. Nadie está en posesión de la verdad, amigo.