Escrita en primera persona, esta novela cuenta la vida de su propia autora: una niña que nació en la más absoluta de las pobrezas, al amparo de unos padres toxicómanos, y que se convirtió en madre a los quince años. Aun así, hubo gente que le tendió la mano y hoy es una de las académicas más prestigiosas del país.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Pobre (Planeta), de Katriona O’Sullivan.
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1
Hay recuerdos que no quiero olvidar. Recuerdos de los que me gusta hablar. Estamos en verano, y yo estoy sentada en el asiento trasero del Ford Cortina verde de mi padre; le veo la nuca y la melena rizada, las ventanillas están bajadas; él tiene el brazo, moreno, descansando sobre el borde de la puerta y lleva un cigarrillo entre los dedos. Recuerdo la forma en que el aire impetuoso me da en la cara como un ventilador y el pelo me golpea las mejillas. Están sonando los casetes de mi padre, toda mi familia está cantando. Mi padre golpetea su anillo de oro contra el metal.
Estaba de pie, con seis años, en el umbral del dormito rio de mis padres, mirando hacia dentro. Mis ojos no se habían ajustado aún del todo a la escasa luz, con lo cual no podía saber lo que estaba mirando.
Pero al cabo de poco ya pude verlo.
Mi padre estaba tumbado en la cama en diagonal. Llevaba los vaqueros a medio quitar y le vi la barriga y los calzoncillos. Tenía unos círculos negros por toda la piel y un moratón que se le extendía por un muslo, en medio del cual estaba atascada una jeringuilla de plástico, como aquellas con que se pinchaba el brazo. El tubo colgaba hacia abajo, sujeto por la aguja.
Allí estaba yo, mirando. La cama en la que estaba tumbado tenía manchas amarillas de orines, y un rayo de sol entraba por entre las viejas cortinas —que estaban corridas—, cruzaba el suelo e iluminaba su cuerpo. Flotaba polvo en el rayo de luz.
Mi padre tenía la cara orientada hacia mí.
¿Muerto?
¿Lo dije en voz alta? ¿Muerto? Creo que lo dije en alto, pero no lo sabía. El sonido fue repitiéndose como un eco y mi voz quedaba tapada por el fuerte latido de mi corazón.
Echando la vista atrás, supongo que debí de gritar, por que John Bean, un amigo de mi padre, subió las escaleras de tres en tres, retumbando por la casa, y se puso un jersey al tiempo que aterrizaba frente a la habitación. Me apartó, me puso detrás de él y atravesó la estancia mientras iba diciendo el nombre de mi padre.
—Eh, Tony, eh, eh, Tony…
—¿Papá está muerto? — pregunté yo.
John Bean se fue pitando de la habitación, bajó las es caleras corriendo y salió a la calle.
*
Mi padre, Tony O’Sullivan, nació en Irlanda. De los primeros cinco años de su vida no sabemos nada. Solo sabemos que su madre lo entregó a la tristemente célebre Escuela Industrial de Goldenbridge y que allí permaneció hasta los cinco años. Luego lo adoptaron Jim y May O’Sullivan y se lo llevaron a vivir a su casa, en Clontarf. No tenían otros hijos. Mi abuelo Jim era funcionario, aunque había estudia do Medicina en el University College de Dublín. Era muy devoto, asistía a misa todos los días y siempre leía el Irish Times de arriba abajo.
Mi padre nos contaba que, estando Jim en su lecho de muerte, le preguntó acerca de sus orígenes. Jim le dijo que su tía, la hermana Francis Xavier (hermana de Jim) era su madre. Tony conocía a su tía desde pequeño gracias a unas reuniones familiares que se organizaban una vez al año. En esas ocasiones, ella era generosa y le traía regalos, pero aun así él decía que las interacciones con ella siempre le causa ban malestar y nerviosismo.
En definitiva, la historia que le contaron era que esa mujer se había quedado embarazada a los cuarenta y dos años en el convento en el que vivía, en Cork, por eso otra de las hermanas de Jim, que también era monja, había llevado al bebé a la escuela de Goldenbridge, en Dublín. Tony fue adoptado, no sabemos ni a qué edad ni por cuánto tiempo, y luego lo devolvieron a ese centro. A los cinco años, su tío Jim se lo llevó a su casa.
Mi padre se tomó muy mal esa historia.
Pero, en realidad, se la inventó por completo. Cuando yo estaba trabajando en este libro, me hice una prueba de ADN. El test determinó que no tenía ninguna vinculación genética con los O’Sullivan. Dios sabe por qué mi padre se inventó ese relato, pero cuando Jim murió habían salido a la luz noticias sobre abusos infantiles en Goldenbridge. Quizá Tony no podía soportar la idea de que él era uno de esos niños y, como su padre ya no estaba para contradecirlo, se inventó ese cuento de hadas en el que lo protegían unas monjas.
No sabemos qué fue de Tony en sus primeros cinco años de vida, pero, a medida que van apareciendo más informaciones sobre organizaciones caritativas gestionadas por la Iglesia católica en los años cincuenta y sesenta, no es difícil imaginarlo.
Lo que sí sabemos es que en esa época, antes de tener su preciosa familia de clase media, un padre funcionario y una madre ama de casa, Tony perdió algo.
Y nunca lo recuperó.
Tony solía contarnos a mis hermanos y a mí que sus primeros recuerdos eran de un incendio. Nos decía que él estaba de pie en una cuna llorando mientras el fuego se pro pagaba a su alrededor.
—No sé de dónde provengo — nos decía—, pero sé que estuve en medio de un incendio.
De pequeña yo solía darle muchas vueltas a esa imagen: un bebé en medio de un incendio. De pie en la cuna, observando cómo todo quedaba reducido a cenizas sin poder ha cernada para salvarse.
En fin, nunca sabremos si eso ocurrió de verdad o si es otra historia que se inventó mi padre. Es probable que se lo inventara; se inventó muchas cosas.
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Autora: Katriona O’Sullivan. Título: Pobre. Traducción: Arnau Figueras Deulofeu. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros.


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