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Los bosques se revelan

Los bosques se revelan

Parece que fue ayer cuando regresamos de Santiago de Compostela. El tiempo no pasa despacio, como decía Madonna, sino que lo hace muy rápido, tanto que da vértigo. Fueron unos días de comunión y fraternidad en el norte que sentaron un buen precedente para el próximo verano. Aún tengo la piel erizada del frío de aquellos parajes montañosos y arbolados, las mejillas salpicadas con las lágrimas de aquel cielo gris, caricias acuosas —tímidas, casi invisibles— que resbalaban hasta la barbilla con mimo. Uno de esos días —y después de muchísimos meses— madrugué, me puse las mallas y me eché a correr por el parque que lindaba con el hotel. Era un lugar precioso. Y vasto. Más de lo que se apreciaba a simple vista.

No estaba preparado para aquello. Me dije que con tres kilómetros de ida y otros tres de vuelta tendría bastante para romper la racha de absentismo, que convalidaría todo ese tiempo de zapatillas colgadas y pondría el marcador de nuevo a cero y no a menos trescientos, como estaba. La picadura del orvallo sobre el cogote y el dorso de las manos presagiaba una tormenta que no terminaba de cuajar, pero no me amedrenté y seguí adelante, sin destino, confiado. Acogí con ganas aquella carrera. Primero, me recibió el tapiz de césped reverdecido y los caminos de cemento bordeados de bancos y maquinaria infantil. De a poco, y casi sin darme cuenta, la arboleda se comió ese reducto artificial y se fue mezclando con disimulo: un camino de tierra aquí, un puente de madera allá, un pasaje de piedra bajo el cual pasaba el río… De cuando en cuando, al doblar un recodo, me encontraba con una urbanización de casas antiguas, mordidas por la humedad y el moho; era el recordatorio de que aún estaba en la civilización. Seguí los senderos más sinuosos mientras miraba el reloj y contaba los pasos que me restaban hasta mi meta inicial. Sobrepasé esos tres kilómetros con gusto. No quería parar. Me sentía bien. Los árboles se retorcieron y cerraron más sobre mí. Los caminos se volvieron más intransitables. Llegó un punto en el que apenas se dibujaban sobre el terreno y casi no veía la luz del sol. Dejé de ver la ciudad. Acabé desorientado.

"Estaba seguro de que las sendas estaban plagadas de trasnos y que no eran sino ellos quienes me confundían el destino. Media hora después, empezó a amainar y vi las primeras señas de un lugar reconocible"

El regreso fue dificultoso. Conseguí —durante un tiempo— reconocer parte del trayecto de ida. Solo parte. Cuando llevaba seis kilómetros y medio, me di de bruces con una carretera de asfalto agrietado, enfermo por el abandono y medio comido por los arbustos y matojos de alrededor. Un árbol, quebrado tal vez por un rayo, revelaba lo salvaje de la naturaleza. Mi reloj se volvió loco y el móvil me avisó de que estaba a punto de morir por falta de energía. «Yo también», pensé. La cuesta era empinada. Cada vez más. Dejé de correr y empecé a caminar. Luego, literalmente, tuve que escalar. Entonces me di cuenta de que estaba perdido. Oía el río. Oía el tren y la carretera. A lo lejos, algún tejado. Pero había perdido el rastro. Entonces tuve la mejor idea del día: descender. No fue fácil. Tuve que adentrarme en la maleza, olfateando viejos caminos olvidados. Si algo tiene Galicia son leyendas. Perdí la cuenta de los kilómetros y puede que un poco la cabeza. Me pareció que me espiaban desde las alturas, decenas de ojos hacinados entre las ramas; desde los recovecos que se insinuaban entre las piedras mojadas del río y también tras los matojos de la ribera.

El crujido del temporal que se avecinaba hizo que las aves emprendieran el vuelo y dejaran huérfanas las copas de los árboles. Entre ellas adiviné a una criatura de pelo ensortijado y vestimenta monacal. Quizá se tratase de una meiga, pero era más probable que fuera un brujo del aire y el viento, un legromante, el que tal vez hubiera provocado aquella tormenta. Se perdió entre las nubes con aquella rama retorcida bajo sus posaderas. No era un nubeiro, eso seguro. Apreté el paso sin mirar atrás, no fuera a encontrarme con una lumia, un lambirón o, peor aún, una lavandeira. Sin embargo, estaba seguro de que las sendas estaban plagadas de trasnos y que no eran sino ellos quienes me confundían el destino. Media hora después, empezó a amainar y vi las primeras señas de un lugar reconocible. La espesura se abrió para dar paso a la ancha lengua de cemento y, al fondo, encaramado a la subida de aquello que fue monte, vislumbré el hotel.

"Habían proliferado las lagartijas humanoides, que viajaban en grupo con sus enormes mochilas grises a la espalda, muchas de ellas con la cola a medio regenerar"

Galicia nos trató bien. Se nos hizo breve. Recordaré los chuletones del asador de A de Totó en Trasmonte; el día entre los muros de Lugo y los libros de ocasión que perdí por exceso de confianza y falta de tiempo; el cementerio viejo de Noia y el pulpo bajo una capa de queso San Simón gratinado; también la última tarde de Santiago, apurados por las compras de última hora mientras nos despedíamos de la ciudad y su catedral. No vi en esos días un solo pulpo que no fuera en una olla o un plato, ni peces o cualquier otra criatura del mar o las rías que caminara sobre dos patas. Me pregunté en silencio si Paco —del Café Moi— habría visitado alguna vez aquellas tierras. Me lo imaginé rehuyendo del norte. Era probable que aquello fuera para él como moverse entre bestias salvajes y caníbales. Nunca me había planteado hasta entonces cómo se sentían aquellos recién llegados ante sus semejantes, aquellos que ya existían antes de que ellos llegaran. Quizá no sintieran nada. Al fin y al cabo, tal y como me había confesado Cara de Acelga, no eran lo que parecían.

La plaza del Obradoiro estaba a rebosar de peregrinos. Habían proliferado las lagartijas humanoides, que viajaban en grupo con sus enormes mochilas grises a la espalda, muchas de ellas con la cola a medio regenerar. Y no era extraño encontrarse con rebaños de plantas que, desraizadas, se movían dando largas zancadas, alzando sus flores y hojas al sol. Sí me chocó ver a los hombres de arcilla, ataviados con túnicas de lino y petates cargados de agua para aliviar las grietas de su piel costrosa. De unos años a esta parte esa orografía había cambiado, pero lo que no lo había hecho había sido esa vibración, esa energía que se respiraba en la plaza frente a la catedral, la de los cientos de viajeros anónimos que emprendían aquel camino en busca de respuestas. Había cordialidad entre extraños y una suerte de intimidad cómplice que solo los que han hecho ese trayecto pueden comprender. Allí vimos la primera liberación.

"Las luces se perdieron quién sabe dónde, pero ella, la mujer, no dejó de sonreír mientras el repiqueteo de su bastón sobre el pavimento marcaba el ritmo de la retirada"

Era una señora de mediana edad. Cargaba una mochila que, por el tamaño, se antojaba muy pesada. Iba ataviada con la indumentaria habitual: gorro de peregrina, botas recias y desgastadas y un bordón de avellano que debió haber perdido la calabaza por el camino. No necesitó entrar a la catedral para hallarse; le bastó con dejarse llevar por lo sublime de la imagen. No la de la majestuosa construcción, sino la de aquel niño de tres o cuatro años que corría en círculos con el cucurucho de helado a medio derretir y sus padres persiguiéndolo entre risas, jaleándolo. Estoy seguro de que fue en ese instante cuando encontró lo que buscaba. Sus ojos se humedecieron y se inundaron de paz. Sonrió, tal vez con melancolía. Las piernas le temblaron y se agarró al bastón con ambas manos. Temí por ella. Un instante. Todo el peso del camino le cayó de golpe, pero no flaqueó. La primera luminaria emergió de su plexo solar. Una luz diminuta como una luciérnaga. Y luego otra, y otra, y otra más. A pleno sol, aquellas lucecitas danzantes apenas parecían reflejos dorados, confeti de cristal. Se elevaron gráciles y la rodearon juguetonas. Zigzaguearon entre los viajeros y turistas. El propio niño se olvidó de su helado por un momento y se puso a jugar con una de esas maravillas incandescentes. El helado chorreando, gritando, riendo, saltando. La mujer le dedicó unas palabras al infante. Fue breve. Tal vez en alemán, no lo sé. Guiñó ambos ojos y amplió aún más su sonrisa. Estiró su espalda arqueada, recolocó su mochila y apretó bien fuerte el bastón.

Las luces se perdieron quién sabe dónde, pero ella, la mujer, no dejó de sonreír mientras el repiqueteo de su bastón sobre el pavimento marcaba el ritmo de la retirada. La vi rodear la catedral y desaparecer tras una esquina. Santiago tiene ese algo especial. Se respira la magia. Allí estábamos todos, mi familia y la de Leo, admirando esas últimas luminarias mientras se confundían con el horizonte del atardecer de Santiago y se sumaban a las estrellas conscientes de que, en cuestión de horas, abandonaríamos aquel lugar para no volver, tal vez, en mucho tiempo.

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