Concebido como una investigación periodística a raíz de la epidemia de cólera de 1884, y en respuesta a un Estado ausente y poco propositivo, este libro es una incursión en las luces y sombras de una ciudad pasional, antigua y compleja.
En Zenda reproducimos unas páginas de El vientre de Nápoles (Gallo Nero), de Matilde Serao.
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VIII. Lo pintoresco
Por la mañana, si tenéis el sueño ligero, entre los muchos ruidos napolitanos escucharéis un rítmico repiqueteo, que en un momento dado cesa, para luego, tras un breve intervalo, volver a empezar unido a un abrir y cerrar de puertas, un abrir de ventanas y balcones, charlas, discusiones en voz alta, desde las calles o desde las ventanas. Son las vacas que salen durante un par de horas, conducidas todas por un vaquero sucio que las lleva atadas con una cuerda. Las criadas compran dos soldi de leche, demorándose en el umbral del portal, discutiendo las medidas. Muchas, para no molestarse en subir y bajar las escaleras, echan por la ventana un cestillo en el que hay un vaso vacío y una moneda, los de arriba protestan porque es demasiado poco, porque el vaquero es un ladrón y vuelven a subir el cestillo con mucho cuidado para no derramar la leche. Luego cierran con rabia la ventana.
El otro lado del cuadro: primera hora de la tarde, entre las cuatro y las seis, un agudo y persistente campanilleo. Son los rebaños de cabras correteando por todas las calles de la ciudad, cada grupo guiado por un cabrero con su bastón.
El rebaño se detiene en cada portal. Se tumba en el suelo para descansar, el cabrero agarra un cabra y la arrastra hacia el interior del portal, para ordeñarla a la vista de la criada que acaba de bajar. A veces, la señora se muestra desconfiada, no cree en la honestidad del cabrero ni en la de la sierva, en ese caso cabra y cabrero suben hasta el tercer piso y en el rellano se forma un consejo de familia para vigilar el acto de ordeñar la leche.
Cabra y cabrero vuelven a bajar, a la carrera, tropezando de frente con algún infeliz que en ese momento está subiendo y que no esperaba tropezar con nadie. Abajo, en el portal, lo que hay es un combate entre el cabrero y sus cabras para que vuelvan a moverse, hasta que estas inician una desenfrenada carrera, sobre todo cuando se va acercando la noche y saben que vuelven hacia las colinas.
En todas las ciudades civilizadas estos rebaños de animales útiles pero sucios y malolientes, estas vacas no se ven por las calles. La leche se compra en tiendas limpias y de mármoles blancos.
En Nápoles, no: la costumbre es demasiado pintoresca como para abolirla. Ningún municipio se atreve a hacerlo. En los últimos veinticinco años la gran reforma fue que los cerdos no pudieran ir por la calle, como antes estaba permitido. Otra cosa bastante pintoresca es el secuestro de las calles por obra de los pequeños tenderos y de los revendedores ambulan tes. ¡Qué cuadros de color encendido, vivo, cambiante, qué hermosa y gran fiesta para los ojos, qué descripción, carnal y pode rosa, serían capaces de inspirar a uno de los modernos artistas experimentales, tan excesivamente preocupados por el ambiente! Por via Roma, la calle más importante de la ciudad, el tramo que va desde San Nicola a la Carità, hasta las Chianche della Carità, es decir, dos plazas, dos largas aceras, hasta las ocho de la mañana están en manos de los revendedores de fruta, de ver duras, de legumbres. Un chocante paisaje de higos y alubias, de uvas y achicoria, de tomates y pimientos, y, continuamente, un baldear con agua, salpicar, arrojar al suelo mercancía podrida. Después de las ocho, ese tramo es un campo de batalla de aguas pestilentes, de cáscaras, de hojas de col, de fruta en mal estado, de tomates reventados, en cantidad suficiente como para que, como si se tratara de la mano fatal de lady Macbeth, todas las aguas del Océano fueran incapaces de limpiar el tramo ese de via Roma que, a pesar de la diligencia de los barrenderos, no acaba nunca de quedar limpio del todo.
Mientras tanto, el gran mercado de Monteoliveto, allí cerca, está semivacío, con la melancolía de los grandes productos inútiles; el de San Pasquale a Chiaia, además, cerrado. El vendedor napolitano no quiere ir allí, quiere vender en la calle.
Todo el barrio de la Pignasecca, desde el paseo de la Carità hasta los Ventaglieri, pasando por Montesanto, está atascado por un mercado continuo. Hay tiendas, pero todo se vende en la calle, las aceras han desaparecido ¿Quién se acuerda de ellas? Los macarrones, las verduras, los ultramarinos, la fruta, los embutidos y los quesos, todo, absolutamente todo se vende en la calle, tanto si hace sol como si está nublado o si llueve: las cajas, el mostrador, las balanzas, los escaparates, todo, absolutamente todo está en la calle. En plena calle se fríe, habiendo como hay una famosa freidora; allí se venden melones, habiendo como hay un famoso melonero para pregonar la mercancía; van y vie nen los asnos cargados de fruta; el asno es el tranquilo y pode roso dueño de la Pignasecca.
Aquí una novela experimental podría incluso aplicar su tradicional sinfonía de los olores, puesto que se oyen melodías inconcebibles: aceite frito, salchichón rancio, quesos curados, la pimienta aplastada en el mortero, el vinagre fuerte, el bacalao a remojo. En medio de la sinfonía de la Pignasecca uno se encuentra con el gran motivo profundo y turbador; la venta de pescado, especialmente del atún, a pleno sol, en una serie de mostradores inclinados, de mármol. Por la mañana, el atún se vende a veintiséis soldi y el pescadero vocea el precio con orgullo, pero a medida que se acerca la noche, con el declinar de la hora y de la mercancía, el atún baja a veinticuatro, a dieciocho soldi. Cuando llega a doce, la gran nota del mal olor ha llegado a su apogeo.
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Autora: Matilde Serao. Título: El vientre de Nápoles. Traducción: Juan Antonio Méndez. Editorial: Gallo Nero. Venta: Todos tus libros


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