Saltó en el teléfono móvil como un disparo el mensaje de Ramón Lluís Bande que resquebrajó la tarde: «Compañeru, acaba de morrer Xuanín». El tiempo que se para, la respiración cortándose ―el manotazo duro, el golpe helado― y mi respuesta, que era una pregunta innecesaria, porque ni para Ramón ni para mí existía otra persona sobre la tierra a la que nos refiriéramos de ese modo, pero también imprescindible, por ese anhelo de que la verdad no fuera cierta―el hachazo invisible y homicida―, de que su aviso obedeciera a un malentendido, de que no perturbara la fatalidad los estertores de julio: «¿Qué Xuanín?». Y por último la confirmación odiosa, la puñalada en el alma, el frío que perfora la entraña del verano, la pena y la sombra que se ciernen, la mirada que se empaña y la memoria que emprende un viaje hacia un pasado que es de repente abismo.
Y mientras ocurría todo eso y se iba tejiendo esa amistad a lo largo y a lo ancho, yo lo iba leyendo entre la maravilla y el asombro, porque en prosa y en verso fue un escritor con una capacidad inverosímil para fijar en las palabras el devenir del tiempo. Enemigo de los dogmas, refutador de las certezas, construía en sus poemas y sus narraciones un mundo propio e intransferible que hundía sus raíces en suelos ancestrales y elevaba sus ramajes hasta alturas donde la fabulación se avecindaba en las lindes del recuerdo. Construyó a partir de las cuarenta y dos casas del pueblo donde había nacido un relato universal en el que encontraba cabida la humanidad entera, y a él tenemos que agradecer, en muchísima medida, que no pudieran enterrar a la lengua asturiana los muchos que la quisieron dar por muerta. Tanto su idioma materno como en español escribió libros memorables, páginas que perdurarán y se seguirán leyendo cuando ya nos hayamos ido todos con la música a otra parte, porque ni envejecerán ni serán ceniza y persistirá en ellos el latido eterno de esas verdades que sólo afloran cuando la verdad se hermana con la fábula y la hondura acierta a expresarse con las palabras sencillas de la calle, cuando al nombrar una tierra esa tierra se inventa y al inventarla se descubre, y en ese proceso adquieren un relieve nuevo los contornos de las cosas y se esmera la vista en busca de horizontes que antes ni siquiera poblaban los dominios del presagio.
Lo vi por última vez hace unos pocos días en la Semana Negra ―el mismo festival en el que nos conocimos: él se habría sacado de la manga un excelso merodeo circular en torno a eso― y, como siempre, nos reímos juntos y le recordé que tenía pendiente cumplir la promesa que me hizo cuando, el mismo día en que me instalé en Madrid, me llamó desde el coche en el que iba viajando junto a Sonia para felicitarme ―«cuánto me presta, nenu»― y quedó en avisarme para tomar algo cuando viniera por la ciudad con tiempo. No hay aladas almas de las rosas ni almendros de nata que aplaquen el dolor de esta pérdida. La amistad derriba barreras, pero también levanta pudores absurdos, sobreentendidos inútiles que sólo sirven para frenar la sinceridad. Por eso ahora me arrepiento de no haberle dicho nunca cuánto lo admiraba, todo lo que apreciaba su calor y su aliento y su complicidad, de qué manera me acompañaron y reconfortaron sus escritos, cómo he perdido la cuenta de las veces que he leído y releído su «Poema inacabáu» o aquel encuentro suyo con el pastor del Mulleirosu. Lo mucho que le agradezco que me descubriera que también es mío ese país donde el mundo se llama Zarréu, Grandiel.la, Picu la Mouta, Paniceiros.


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