En Elche de la Sierra, mi pueblo, a pesar de ser pequeñete, cabe el mundo. Como en botica, hay de tó: gentuza, que apesta tó lo que pisa, y gentaza, que a su paso deja un mundo mejor. Una de ellas era la abuela de la Esmeralda, la Vicenta.
Nos teníamos que desplazar a Hellín para las pruebas. Me habían suspendido ya seis veces porque me ponía muy nerviosa y siempre acababa metiendo la pata, no porque fuera mala conductora, ¿eh?
A la séptima la Vicenta, que, aunque no tenía carnet, conducía mejor que un camionero, nos llevó en su 600. Se vinieron la Esmeralda y la Pili de Ernesto para que no me pusiera de los nervios. La Pili es un remanso de aguas cristalinas, siempre me da paz y sabe cómo bajarme la histeria antes de que me ahogue.
Cada vez que salimos del pueblo nos ponemos guapas: teníamos 20 años y, tó hay que decirlo, estábamos para mojar pan y chuparse los dedos: con las tetas en su sitio, ni un michelín ni estría y unas piernas de vértigo. Llevaba un conjunto que compramos la Esmeralda y yo en el mercado de los jueves: una falda plisada preciosísima que me quedaba por encima de las rodillas y un talle que me realzaba las manolas y daba gloria verlas.
Me tocó el mismo examinador: un viejarraco con cara de espárrago, como si llevara dos meses estreñío. Otras veces lo había visto mirarme de reojo el escote. Me engrifaba. No acertaba ni con las marchas. Con razón suspendía. El muy capullo, encima, refunfuñaba que a una como yo no le deberían dejar nunca ponerse al volante.
Ese día fue peor: me había dicho el baboso que estaba muy guapa (sería subnormal, pero para clavármela no le importaba). Me puso la mano en el muslo y no la quitó. En cuanto pude, puse el intermitente, aparqué y apagué el motor. Me volví hacia él y le di tal hostión que lo dejé con un ojo mirando a Liétor y el otro a Nerpio.
La Pili, la Esmeralda y su abuela habían suplicado que les dejara subirse atrás. Por el retrovisor vi que me miraban con cara de besugos.
No hizo falta que siguiera conduciendo: el abuelanco me aprobó. A pesar de que me había saltado dos stops y me había metido en dirección contraria. Mis tres amigas me abrazaron como una campeona. La abuela me dejó conducir su 600 de vuelta. Desde entonces me llamaron Rocky, menos la Vicenta, que me decía Jon Vainas: le encantaba la película El hombre tranquilo, en la que el Vainas se pasa toda la cinta hinchando a tortazos a su cuñado.
La abuela, como el Niño Jesús, nació en un día de Navidad, el de 1918. Su madre no quedó muy bien tras el parto y la pobreta murió a los tres meses. Tuvo la suerte de que su tía Rosa se encargara de ella. Dado que ésta no podía darle de mamar, la criaron con leche de cabra. Así que les salió.
Perdió a su padre con 9 años. Sólo le quedaba su tita. Salieron adelante y pasaron hasta una Guerra. Muy joven conoció a Juan, su primer marido, y se casaron. Con 21 años, justo el año en el que remató la Guerra, dio a luz a su única hija, a la que llamó, ¿cómo no?, Rosa, la madre de mis amigas.
Se le murió el marido cuando tenía 30: un toro lo mató en las fiestas. Aun así, le encantaban los toros. No se perdía un encierro. A eso de las 8 de la mañana se iba al huerto del Moli y de la Granada. El Moli preparaba un almuerzo para todo el que pasara por allí. La abuela se llevaba una tripa de blanco y una tira de tocino salado. No paraba de darle tragos al porrón que el Moli llenaba de continuo con el vino que habían hecho mis vecinos los Golis, sus primos, y él.
A las diez y media la Granada la ayudaba a subirse a la terraza que había sobre la caseta para ver entrar los toros por el Estrecho de los Huertos. Se ponía loca gritando ese grito tan agudo de las mujeres del pueblo. Luego se iba a las barreras del Valiente, donde tras los troncos tenía su silleta. Evitaba la Plaza Vieja: allí su marido halló la muerte.
La gente le preguntaba por qué se sentaba abajo en vez de subirse a la barrera.
—Para verles los huevos a los toros. Si los mozos del pueblo los tuviérais la mitad de grandes, otro gallo nos cantara.
Era muy brava: incitaba a los novillos y se burlaba de los jóvenes que no tenían redaños para enfrentarlos. Un toro le aplastó un dedo y le tuvieron que amputar hasta una falange. Siguió yendo religiosamente a los encierros. No había morlaco ni humano que la achantase.
Al año de enviudar se juntó con su segundo marido. Le cogió su 600 y aprendió a conducir sin necesidad de sacarse el carnet. ¿Pa qué? Si conducía mejor que los de la autoescuela.
En su corazón, aparte de para su hija y sus nietas, tenía un altar para Rocío Jurado y otro para el Cordobés. Acudió a cuantos conciertos de la una y corridas del otro se le pusieron al alcance en tiempos en los que muchas mujeres de su quinta no habían salido del Collado de Hellín.
Cada vez que en la radio escuchaba a Joselito cantando “Campanera” decía que la había escrito para ella: con el fin de sacar adelante a su hija tras la muerte de su primer marido trabajó tocando las campanas de la iglesia. Cuentan que tenía buena mano para los repiques y, sobre todo, para los tañidos de muerto. Al escucharla una nube de congoja caía sobre el pueblo, como si esos toques lloraran la muerte del amado.
La Vicenta era una mujer fuera del común. Aprendió a nadar sola y salvó a su segundo compañero de morir ahogado en un remolino muy peligroso que tiene el Segura por el Puente de Gallego, en el que ya se habían ahogado varios chiquilletes.
Tenía un amor inmenso por la vida: la vivía a bocados. Con su mejor amiga, la Tieta, no había verbena que se perdiese. Se disfrazaban hasta el punto de que nadie las reconocía e iban haciendo travesuras.
Cuando enviudó por segunda vez, su hija se la llevó a vivir con ella. Los padres de mi amiga tenían cinco hijas como cinco lunas: todas con nombres de piedras preciosas u otras hermosuras. Esmeralda, Rosalinda, Soraya, María Elena y Patricia… Nombres de reinas, porque reinas son. ¿Qué reinas? ¡Emperaoras!
Conforme se iba haciendo mayor la Rosa intentaba ponerle límites para que no se cayera: buena era la Vicenta. Al campo no se le pueden poner puertas. A escondidas se escapaba bajando y subiendo las piazo cuestas que hay en el pueblo y se iba a jugar al bingo por la Bolea.
La Rosa cuidó a su madre con la misma devoción con la que sus hijas los cuidaron a ella y a su marido cuando llegó su turno. Es de ley que quien tanto amor sembró coseche amor.
El día que se murió la abuela nos pegamos una buena hincheta de llorar. Antes a los muertos se les velaba como había de ser: en su casa. No en esos inventos tan modernos de los tanatorios, tan desangelados.
La Pili, la Mari Carmen de Felipe, la Ana Gema, la Mónica y yo corrimos a acompañar a los padres de la Esmeralda y a sus hermanas en un trance tan doloroso. Nuestros novietes se fueron al Peribolo a echarle el alboroque. Vamos, a hincharse a cervezas.
Por eso, cuando llegaron a dar el pésame, venían algo contentos. El que más, Ernesto: entró dando palmadas y preguntando al padre de la Esmeralda, Antonio:
—Pos ¿qué marcha llevas?.
—Para subir hasta aquí arribota, la primera, ¿no, Antonio? —terció el Goli.
Pobre Ernesto: se puso blanco cuando su Pili lo miró con ojos asesinos. No volvió a abrir la boca.
Antonio, que era más bueno que un San Blas, había colocado en una meseta una botella de orujo y otra de moscatel para que los deudos y visitantes pudieran sobrellevar el duelo. La Tieta, quien fuera la mejor amiga de la Vicenta, no paraba de darle tientos al orujo y de gritar: “¡Ay, qué dolor, qué pena me s’ha agarrao aquí dentro!”. El padre de la Esmeralda se dio cuenta de que estaba ya algo achispada y quiso apartarle el orujo. Lo impidió dándole un manotazo. En cuanto se percató de que a la botella le quedaba una jelepa, llamó a la Rosalinda y le pidió que la rellenara. Cada uno ahoga sus penas como Dios le da a entender.
Uno de los momentos más difíciles en un velatorio es el de cerrar la tapa del ataúd. Todos quieren besar por última vez al difunto y redoblan los llantos ante la idea de no volver a ver tan querido rostro. La hija y las nietas lloraban como magdalenas. La Tieta bramaba con voz cazallera: “¡Qué pena me s’ha clavao aquí dentro! ¡Son como los puñales de la Dolorosa! Nena, échame otro vasete a ver si me se alivia el quemazón”.
La casa de mis amigas tenía tres plantas, con unas escaleras muy estrechas. Al ir a bajar el ataúd se dieron cuenta de que por ahí no iba a caber fácilmente. Mi Chache, que también le había dado al orujo y es tan burro que no vale ni para el arao, empezó a gritar que había que descolgar la caja por la ventana. Él iba a la obra de enfrente, pedía unas vigas y una polea y lo bajaban en un tris. Lo tuve que callar de un pescozón. Estuvo sin hablarme una semana.
El Chispas, que también es algo brutote, apuntó que mejor sacarla por las escaleras de la cocina, metálicas. Cuando vieron que tampoco cabía, se ofreció a ir a su casa a coger una radial para cortar o un trozo de escalera o de ataúd. Menos mal que su Pili le quitó la idea. Otros que estuvieron sin hablarse un tiempo.
Gracias al Goli, que era muy mañoso, y a Ernesto, habituado a mover los muebles que confeccionaba en su carpintería, al final consiguieron bajarla. Tuvieron que poner vertical la caja. Como tampoco podían sacarla a hombros por la puerta, hubieron de llevarla por las asas laterales.
A la Vicenta le gustaba mucho la banda de música. El Nino padre, que tocaba el tambor, había juntado a algunos músicos para que acompañaran el cortejo a la iglesia.
El Nino hijo, que también había estado en el Peribolo e iba como iba, se había apuntado como nazareno a una cofradía. Al ver a sus amigos llevando todavía abajo el ataúd gritó como si estuviera en Semana Santa: “¡Al cielo con ella!”. Los otros cargaron la caja sobre los hombros mientras que la banda tocaba el himno de España y alguno gritaba “guapa, guapa y guapa”.
—No se merecía menos —apostillaba la Tieta.
Al llegar al cementerio, la Rosa pidió que metieran en la caja los restos de su tía Rosa, que tan bien había criado a su madre. Abrieron la parte de arriba y allí no estaba la abuela.
—¡Fijaos si era buena que los ángeles la han subido ya al cielo! —bramó la Tieta.
Algo amoscado, el sepulturero abrió la parte inferior. Tantos traqueteos le habían dado que la pobre abuela se había guarecido allá abajo.
Esmeralda susurró:
—Jolín, mi yaya, qué chiqueteta.
—Es que los muertos encogen —intervino la Tieta.
—No tanto. Ni tan rápido —apostilló Antonio.
Todos estallamos en carcajadas. Era el último regalo que nos hizo la Vicenta: reírnos con sus cosas incluso en su entierro.


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