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El misterio del último Stradivarius, de Alejandro G. Roemmers

El misterio del último Stradivarius, de Alejandro G. Roemmers

Este thriller mezcla crimen, historia y, ¡atención!, realismo mágico. Para contar un crimen real ocurrido en Paraguay, el autor sigue el rastro de un violín legendario, un Stradivarius, desde el siglo XVIII hasta nuestros días.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El misterio del último Stradivarius (Planeta), de Alejandro G. Roemmers.

 

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1

 

Areguá, 22 de octubre de 2021

Aquí deberíamos vivir, Gutiérrez —el comisario Alejandro Tobosa respiró hondo, como si quisiera absorber el paisaje verde y florido, el cielo limpio y las casas antiguas de Areguá—. Aquí debería vivir todo el mundo.

Ahí, hasta el aire parecía más limpio que en Asunción, y mucho más que en Santa Ana, el barrio del comisario, usualmente infestado de la fetidez del río, los desagües desbordados y aquel aroma rancio que produce el calor en las zonas muy pobladas. Esa misma mañana había cre cido el arroyo Leandro, y el comisario había tenido que sacar el agua de su dormitorio con un balde, repasar los altos con insecticida y rociar los bajos con veneno para ratas. Mientras se ponía un pantalón seco, había pensado que al menos no vivía en el siguiente barrio: Bañado. En su clasificación mental de Asunción, los habitantes de ese lugar eran considerados indigentes en toda regla.

En cambio, en Areguá, a solo una hora de la ciudad —que sería menos tiempo con una carretera en condiciones—, todo lo que veía le parecía más interesante, más atractivo, más civilizado.

—Vivir aquí debe ser aburrido, comisario —discrepó el sargento Gutiérrez, despreciando el bucólico encanto de su entorno—. No se siente calor humano.

—Pero mira qué bonito, Gutiérrez. No me digas que no te gusta.

Pasaban delante de la iglesia Virgen de la Candelaria y Tobosa llenó su vista de belleza, de patrimonio histórico, de la sensación de estar en un lugar donde las cosas podían ser hermosas.

—Parece un cohete que no ha podido despegar, comisario —respondió de nuevo Gutiérrez, mientras bostezaba. Para él, lo trascendental no era el enriquecimiento cultural, sino haber abandonado Asunción a las nueve de la mañana, una hora que aún formaba parte de su madrugada.

Tobosa quiso sacarlo de su error, educarlo, hablarle del castillo de Carlota Palmerola, ese orgullo de la historia paraguaya. O de la preciosa artesanía aregüeña, tribu taria de siglos de sofisticación de la cultura nacional. Incluso de la playa de esa ciudad o, al menos, lo más cercano a una playa que podía permitirse un país sin sa lida al mar: esa orilla del lago Ypacaraí que, sin embargo, transmitía más paz y sosiego que las costas caribes, atesta das de turistas cubiertos de protector solar. Al menos hasta donde Tobosa había podido ver en Internet, alguna vez que había soñado con emprender un viaje loco con su esposa, antes de descubrir que, con el dinero de esa escapada, podrían mudarse a un barrio mejor por dos años y que, en todo caso, con su sueldo de policía, ambas cosas resultaban inalcanzables.

Pero tenía pocas ganas de entrar en un debate que su subalterno difícilmente entendería.

—¿Falta mucho? —terminó por preguntar, tratando de volver con su mente a temas más terrenales.

—Esto ya es Patiño —respondió Gutiérrez, que no te nía un gusto refinado, pero se orientaba bien y sabía con ducir con seguridad.

A su alrededor se alzaban muros, algunos de cuatro o cinco metros de altura, rematados por alambradas eléctri cas o punzantes trozos de botellas rotas. La mirada de Tobosa se filtró por algunas puertas enrejadas. Distinguió fragmentos de fachadas históricas, balaustradas de balcones falsamente coloniales o puertas modernistas, todo en medio de frondosos jardines. Imaginó que los ocupantes de esas casas tenían todo lo que necesitaban de la vida —las vistas perfectas, las decoraciones confortables— y que nunca necesitaban salir a ensuciarse con las penas del mundo real. Quizás eso no fuese tan cierto para una persona de otro lugar. Pero él vivía en Santa Ana, y Areguá le resultaba tan lujosa como Londres para un sudanés.

—Siempre tiene que ser la última casa, ¿verdad?

El sargento Gutiérrez detuvo el Ford Fiesta junto a una muralla en el límite de la zona urbanizada. La reja estaba abierta y dejaba ver una casa sin mayor atractivo: un primer piso de ladrillo con un garaje y unos altos de cemento sin pintar. En lugar de cercos eléctricos o vidrios rotos, sus paredes estaban rematadas por un alambre de púas que le daba cierto aire de trinchera.

—Y además, fea —amplió Gutiérrez.

Tobosa examinó la vivienda. Aunque poco agraciada, era bastante amplia, y su entorno de cedros, petiribíes y guacamayos chillones le confería una apariencia bucólica, pastoril.

—No seas exigente, Gutiérrez —dijo con sequedad—. Ya quisieras.

Junto a la reja descansaba un destartalado vehículo con los parachoques abollados, la carrocería descascarada y una puerta entreabierta: uno de los patrulleros de la precaria policía local.

—Buenos días —Tobosa saludó al agente que esperaba en el patrullero, mientras mostraba su identificación.

El agente bajó del vehículo y se llevó la mano al quepís. Se le notaba el alivio porque alguien más viniese a quitarle de las manos la responsabilidad por lo que había ahí adentro. Los policías locales estaban bastante más acostumbrados a intervenir en robos y peleas de borrachos que al peculiar encargo de esa mañana, una verdadera anomalía en la ciudad, para la que habían tenido que pedir ayuda a la capital. Su voz sonó casi encantada, incluso inapropiadamente feliz, cuando saludó sin si quiera preguntar el nombre del comisario, alentándolo con gestos a ingresar en el inmueble y tomar posesión de lo que ahí le esperaba:

—Pase usted, jefe. Todo suyo.

—¿Quién lo encontró? —quiso saber el comisario.

El agente señaló hacia el otro lado de la reja. Ahí mismo, medio oculta por el muro de la entrada, una mujer carnosa y despeinada, vestida con humildad, murmuraba algo para sí misma con una boca en la que faltaban varios dientes.

Tobosa estaba por reprender al agente por abandonar la escena de un crimen dejando a una testigo adentro, pero tuvo la impresión de que ese pobre hombre no entendería la reprimenda. Se olvidó de él y se acercó a la mujer. Al llegar a su lado, descubrió que lloraba y rezaba en guaraní.

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Autor: Alejandro G. Roemmers. Título: El misterio del último Stradivarius. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros

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