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Por decir la verdad, de Pedro J. Ramírez

Por decir la verdad, de Pedro J. Ramírez

Llega a las librerías la segunda parte de las memorias de uno de los periodistas más influyentes del país. Sin eludir ningún tema, el autor desvela los grandes hitos de su carrera: las divergencias con Zapatero, la sintonía con Aznar, el choque con Rajoy, los tejemanejes para su destitución de El Mundo, la creación de El Español

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Por decir la verdad (Planeta), de Pedro J. Ramírez.

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Dialogando entre tinieblas

Mientras el taxi que me llevaba del aeropuerto de Lusiana a la estación invernal de Gstaad el 31 de diciembre de 2006 serpenteaba entre las montañas de los Alpes suizos, no podía dejar de sentir una honda consternación, pensando en las imágenes que habían quedado grabadas en mi retina al despegar de Madrid. Era el parking de la T-4 en ruinas. Nuestra propia zona cero. La de moledora plasmación de la barbarie.

El precinto policial me había impedido acercarme como peatón, pero la devastación de aquella emblemática terminal, inaugurada por Zapatero tan solo diez meses antes, parecía mucho más impresionante a vista de pájaro. Techos hundidos, vigas retorcidas, cristales rotos, cascotes por doquier… y la constancia de que al menos dos seres humanos habían quedado sepultados entre las ruinas.

Aquel año, la Nochevieja caía en domingo, como si la celebración tuviera que ser doble. Había muchos motivos para ello. Colectivos y personales. España había crecido un 4,1 % en 2006, cuatro décimas más que el año anterior. Era el decimotercer año de progresión ininterrumpida y el segundo mejor de la serie. Zapatero esperaba exultante los datos del paro registrado de diciembre. En su segundo año completo de mandato se habían creado más de 687.000 puestos de trabajo, rompiendo el techo de los 20 millones de ocupados y reduciendo el desempleo a un alentador 8,3 %, el menor desde 1979. Hacía treinta y tres meses que Aznar había desaparecido de escena, pero su «España va bien» se guía en vigor.

Aún no habíamos cerrado el ejercicio, pero la editora de El Mundo llevaba camino de obtener los mayores beneficios de su historia. Rondaríamos los 60 millones en la cuenta de explotación (EBITDA) y los 30 millones de beneficios después de impuestos. Nuestros accionistas italianos estaban eufóricos después de haber consolidado su abrumadora mayoría y avanzaban con paso firme en la negociación para adquirir el Grupo Recoletos. Se trataba de la mayor operación corporativa en la historia de la prensa escrita en España. Si nada se torcía, El Mundo iba a tener a su alrededor un potente conglomerado multimedia, capaz de competir de tú a tú con Prisa y Vocento.

Seguro que Emilio Botín me preguntaría por ello durante la cena en Gstaad, en la tradicional fiesta familiar organizada para sus nietos. Mis hijos Tristán y Cósima eran amigos de los hijos de Ana, y mi buena relación con ella y su marido, Guillermo Morenés, se había afianzado desde que seis años antes nos había ayuda do a mantener a flote la edición digital cuando El País se llevó a todo nuestro equipo. «Don Emilio», como lo llamaba Cósima desde que un día se presentó en la Universidad de Brown, en la que estudiaba, y se hizo fotos con ella y un hijo de Juan Luis Cebrián, todo lo medía en términos de cuenta de resultados. Pero además tenía un interés muy concreto en el asunto. Su cuñado Jaime Castellanos era el presidente y primer accionista de Recoletos, amén de mi confidente e interlocutor habitual en el impulso de aquella operación.

Yo tenía motivos para sacar pecho. Llevaba diecisiete años al frente del periódico que había fundado en 1989 y nadie discutía que era ya uno de los dos grandes diarios españoles. Con una di fusión récord de trescientos treinta mil ejemplares en su edición impresa y el liderazgo digital en castellano, El Mundo era el único periódico capaz de tratar de tú a tú a El País, pese a sus trece años de mayor antigüedad. Además de desvelar graves tramas ocultas como las de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), Filesa o Ibercorp; además de adoptar posiciones rotundas contra las guerras del Golfo o la invasión de Irak; además de influir en los acontecimientos que llevaron al final del felipismo y al auge, esplendor y triste final de Aznar, mis compañeros y yo habíamos sido capaces de afianzar una empresa sólida, altamente rentable, capaz de contratar a los mejores reporteros y columnistas, y de mantener una red de corresponsales en una veintena de capitales de Europa, América, África y Asia. Si a ello le uníamos la potencia de medios como Marca, Expansión o Telva, nuestro techo se ría el cielo.

Vivíamos lo más parecido a una edad de oro. Si España iba bien, El Mundo iba muy bien y el «mundo mundial» — como decía sardónicamente Felipe González para distinguirlo de nuestro periódico— parecía encaminado a disfrutar de las bendiciones de la globalización y el progreso tecnológico del siglo XXI, tras superar el shock del ataque a las Torres Gemelas y las guerras de Afganistán e Irak. Sadam Huseín había sido ahorcado ese mismo sábado en un macabro espectáculo televisado, y hasta el terrorismo parecía una lacra en recesión, extirpada en Irlanda del Norte desde los acuerdos de 1998 y encauzada en España a través del proceso de paz con Euskadi Ta Askatasuna (ETA).

Eran días de optimismo y teníamos a un optimista nato como jefe del Gobierno. Tanto que la víspera, ese viernes en el que había realizado su tercer balance anual en la Moncloa, no había podido reprimir su adicción a los buenos pronósticos, incluyendo una frase campanuda al referirse a las conversaciones con la banda: «Estamos mejor que hace un año y dentro de un año estaremos mejor».

Era un gran titular. Demasiado bueno. O al menos a mí me lo había parecido. Por eso en la reunión de portada de esa tarde habíamos decidido que el entrecomillado fuera precedido de una advertencia al mismo tamaño: «Zapatero se la juega con ETA». El subtítulo aclaraba la antinomia: «Transmite un mensaje de optimismo sobre el proceso de paz, pero sin explicar por qué». El título del editorial, como siempre en la página 3, aún iba más lejos: «Zapatero deja la nota de su examen final en manos de ETA».

Era una manera de llamarle temerario, y nosotros sí que lo argumentábamos: «El error de Zapatero reside en que está poniendo su futuro político en manos de ETA, que le haría un enorme daño si decidiera romper la tregua e incluso intensificar la kale borroka a unos meses vista de las elecciones generales». Es decir, al término de ese 2007 al que nos había remitido. «El drama de Zapatero — concluíamos— es que la nota de ese examen, al que acaba de poner fecha, depende de la flexibilidad y moderación de ETA, lo cual es políticamente suicida».

Yo sabía que a Zapatero no le iba a gustar nada leerlo, pero no imaginaba que las dos últimas palabras de ese editorial fueran a adquirir todo su significado no al cabo de doce meses, sino en cuestión de poco más de doce horas.

Tratándose de un sábado, pocos quioscos habían abierto antes de las ocho. Solo los lectores más madrugadores conocían ya nuestros argumentos cuando a las diez de la mañana estalló el coche bomba en Barajas.

ETA había advertido de su colocación con un par de llama das, como de costumbre, al filo mismo de la capacidad de reacción policial. Igual que había hecho casi veinte años antes en Hipercor. El parking de la T-4 había quedado rápidamente acordonado, pero su desalojo no había sido completo. Dentro permanecían dos inmigrantes ecuatorianos dormidos en sus coches. Carlos Palate solo despertaría para vivir una breve pero atroz agonía de cinco minutos, durante la que trató de pedir auxilio desesperadamente a través de su móvil sin cobertura. Del final de Diego Armando Estacio solo supimos que sus restos aparecieron desmembrados bajo los escombros.

Aún reverberaba el estruendo cuando Arnaldo Otegi, líder de la ilegalizada Batasuna, acusó al Gobierno, con su perfidia habitual, de la falta de avances en la negociación y se refirió al atentado como un «hecho añadido a la situación del preso de ETA De Juana Chaos», a la sazón en huelga de hambre. Era evidente que uno de los objetivos de aquella bomba era coaccionar al Gobierno para que lo pusiera en libertad.

Zapatero compareció por la tarde, cariacontecido, en la Moncloa. En lugar de dar por roto el proceso de paz, como le pedían la oposición, el clamor de la calle y el sentido común, se limitó a declararlo «suspendido». Siguió aferrándose, además, a la resolución del Parlamento que en mayo del año anterior había avalado la negociación con ETA, liquidando el Pacto Antiterrorista con el Partido Popular (PP).

Su tibieza nos impresionó muy negativamente y así lo plasmamos en un editorial titulado «¿Aprenderá alguna vez la lección este presidente irresponsable?». Era un texto muy duro, acorde con la gravedad de los hechos y la levedad de la reacción política.

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Autor: Pedro J. Ramírez. Título: Por decir la verdad: El precio de un periodismo insobornable. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros.

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