Supe por primera vez de Lillian Hellman en la cartelera madrileña de 1977. Mi ciudad tenía entonces más de un millar de cines y yo vi Julia en el Avenida. Se basaba en uno de los retratos de Pentimento (1973), un libro en el que Hellman, ya en el ocaso de sus días, evocaba a algunas de las personas fundamentales de su pasado. La Julia en cuestión era una de ellas y su remembranza daba título a la penúltima película de Fred Zinnemann. Sin ser cinéfilo aún, siendo tan solo un mero espectador —buen aficionado y aún más aplicado—, ya tenía noticia de Zinnemann por la admiración que he profesado, desde que me recuerdo, a Solo ante el peligro, ese alegato contra la inquisición macarthista (vulgo “caza de brujas”) con forma de western psicológico que este notable cineasta estrenó en 1952.
Hace más de treinta años, ya en el fin de siglo, el profesor José Luis Velázquez y yo, a instancias de Javier Sádaba, escribimos un ensayo sobre nuestra quinta —La generación de la democracia (Temas de Hoy, 1995)— que ciframos en torno a 1977 para marcar distancias con la generación progre —la del 68— y porque aquel año, en que yo descubrí a Lillian Hellman, además del de la semana más sangrienta de la Transición —Siete días de enero tituló Juan Antonio Bardem la película que les dedicó en el 79— fue el de las primeras elecciones democráticas celebradas en España desde la dichosa República. Ya hablaré en otro momento de las diferencias entre los progres y nosotros: muchas y asaz sobresalientes. Hoy traigo a colación los muertos de aquellos años cruciales para nuestra cohorte demográfica porque, recién caían gritando libertad, los líderes de las organizaciones a las que pertenecían se acercaban un poquito más a los palacios y a los despachos con moqueta. La violencia, entonces, era una parte, y de las más efectivas, de la dialéctica política —“Acción directa” la llamaban—, y aquellos muertos de mi quinta a causa de ella fueron la carne de cañón, lisa y llanamente, de las organizaciones políticas, cuyos líderes siempre me han parecido como un mesías salvaje, como uno de esos dioses de las culturas mesoamericanas, precolombinos, a los que se honraba con sacrificios humanos.
Nihilista hasta los tuétanos, como soy, para mí todo es mentira. Pero la más perversa de todas las mentiras es la política. Diré más: la política es la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano. Y lo es no solo porque la única razón de su existencia es la supuesta solución de los problemas que ella misma ha creado previamente, también porque se vale del sufrimiento de unos para el beneficio de otros, empezando por los líderes y, de ahí, para abajo.
Naturalmente, apenas descubrí a Lillian Hellman supe que era comunista. Según consta en el acta oficial del Congreso de Estados Unidos, fechada el 28 de diciembre de 1952 —desconozco si allí también fue el Día de los Inocentes—, fue denunciada el 19 de septiembre de 1951 ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses por Martin Berkeley.
El delator de Hellman fue uno de los mejores libretistas del gran Jack Arnold —Tarántula (1955), Muerte al atardecer (1956)— y el gran Nathan Juran —El monstruo alado (1957)—, entre otras referencias fundamentales del cine de bajo presupuesto. Sin olvidar que, a este lado del Atlántico, también lo había sido de uno de los pilares de la Hammer Films, el gran Terence Fisher, en Cara robada (1952). Resumiendo, un genio del libreto fantaciéntifico con la lengua muy larga. Considerado uno de los mayores colaboradores del Comité, se estima que sus delaciones afectaron seriamente a las filmografías de un centenar y medio de realizadores, actores y guionistas.
Aseguraba Orson Welles, y yo nunca he de cansarme de repetirlo, que la izquierda en Hollywood se traicionó a sí misma por defender sus piscinas en Beverly Hills. Y es que los militantes de entonces, aunque querían ser titanes capaces de asaltar los cielos —tal rezaba la máxima del buen comunista—, no eran más que simples mortales que, apenas empezaba a trabajarles la policía, cantaban de plano y caía toda la célula.
Exactamente igual que hacían ellos, al otro lado del Telón de Acero, donde operaban el KGB, la Stasi y el resto de las despiadadas policías políticas —por no hablar de las checas del Madrid de la guerra—, que inspiró el comunismo. Para Yolanda Díaz, una “ideología fraterna”.
El de la militancia política era un mundo tan siniestro que, cuando para solaz de todos la posmodernidad que trajeron los años 80 desbancó con su hedonismo a la revuelta que ensombreció y tiñó de sangre los 70, los años de plomo en tantos sitios, la militancia empezó a llamarse “activismo”. Y es ahora, en nuestro infausto tiempo, cuando los activistas se creen mejores que los demás —redentores de la humanidad entera o algo por el estilo—, capacitados para exigirnos solidaridades con quienes ellos estimen oportuno y parar nuestra vida a gritos cuando a ellos les convenga. Incluso Woody Allen, hasta que empezó a ser señalado en el Me Too uno de los realizadores favoritos de la progresía —el mío nunca, desde luego—, ve ahora cómo se incide en su criminalización por no haberse pronunciado como es debido sobre lo que todos sabemos.
Particularmente, mi nihilismo y mi individualismo, irreductibles e irredentos uno y otro, siempre me han enfrentado a cuanto suene a común, a social, a colectivo, a monserga de un líder —o lideresa—. Pero esa misma individualidad exaltada mía me ha hecho simpatizar con los perseguidos, con independencia de que lo hubieran sido por comunistas. Así que busqué con cierto interés, entre los libretistas acreditados en el Hollywood de su tiempo, guiones de Lillian Hellman. Ya prestigiosa dramaturga, sus primeros trabajos para el cine se remontaban a los años 30. El ángel de las tinieblas (Sidney Franklin, 1935), el primero de ellos más o menos subrepticiamente, era una cinta antibelicista. El segundo fue su primera colaboración con William Wyler, el realizador con el que alcanzaría una simbiosis perfecta. Esos tres (1936), el título en cuestión, en La calumnia —título de la obra teatral en la que se basaba—, versaba sobre los padecimientos de dos profesoras acusadas por una alumna de ser lesbianas. En el pacato Hollywood de los albores del Código Hays, aquello era un asunto inconcebible. De modo que el lesbianismo del original fue sustituido por una relación heterosexual y adulterina.
Unos meses antes, el primero de mayo de 1935, Hellman había ingresado en la Liga de Escritores Estadounidenses, una organización comunista de la que también eran miembros Dashiell Hammett —su amor intermitente a lo largo de 30 años— y Arthur Miller. El rodaje de Spanish Earth (Joris Ivens, 1937), de la que fue libretista junto con Hemingway, John Dos Passos y Prudencio de Pereda, la trajo a nuestro país en 1937. Aquella era la España vendida por la República al estalinismo, cuyos crímenes enfrentaron para los restos a Hemingway y a Dos Passos, mi admirado y dilecto John Dos Passos, el gran amante de la España de la Generación Perdida.
Pero lo mejor de cuanto Hellman escribió para el cine fue dirigido por Wyler. Callejón sin salida llegó antes de que acabase el año 37; La loba —una de las cumbres del tándem— en el 41. Finalmente, en el 61, William Wyler realizó un remake de La calumnia, esta vez aludiendo al supuesto lesbianismo de las profesoras y con Shirley MacLaine y Audrey Hepburn como protagonistas.
Tiempo atrás, en el 43, Lilliam Hellman había escrito el libreto de una de las cintas más singulares que haya visto el nihilista que suscribe esto: La estrella del Norte. Dirigida por Lewis Milestone, sus secuencias contaban la peripecia de unos comunistas soviéticos tras la invasión alemana de Rusia. Anne Baxter (Marina Pavlov) y Farley Granger (Damian Simonov) incorporaban a algunos de los camaradas. Y eso de que Hollywood tomase partido por la Unión Soviética se explicaba merced a la fugaz alianza de ambas naciones, contra Alemania, durante la guerra.
Lilliam Hellman no delató a nadie aquel 21 de mayo de 1952 en que fue emplazada por el Comité. Rechazó afirmar o negar si había sido —o aún era— miembro del Partido Comunista. No tenía piscina en Beverly Hills: vivía en un fabuloso apartamento en Nueva York. Incluida en las listas negras de Hollywood, volvió a Broadway, donde la inquisición macarthista apenas causó estragos.
Hubieron de pasar 16 años antes de que Arthur Penn se atreviese a adaptar en 1968 La jauría humana, uno de los grandes trabajos del llorado Robert Redford, sobre un libreto de Lilliam Hellman.
La antigua guionista dedicó sus últimos años a la escritura de tomos de memorias. Y pese a no haber dicho nada cuando fue emplazada por los alguaciles del anticomunismo, todo fueron polémicas con los antiguos camaradas: que si acusó a uno u a otros, que si había sido, o no, estalinista… Ya se sabe, esas antiguas pendencias de la gente con conciencia política que, tan a menudo, encuentran a los peores enemigos en sus antiguos correligionarios. ¡Quién lo diría!


El perfil del “activista” actual es el del zascandil que se colaba en las tertulias de la nobleza y la burguesía para obtener prebendas. Gente que decía que iba a liberar a esos con quienes jamás se mezclaba. Muchos de ellos consiguen lo que más desean: la fama, el poder, la pasta.
Nunca falta gente interesante en esta sección. Si algún día se le acaba la lista a Javier Memba, le sugiero a José Suárez, Gerard Tichy y el gran Fernando Sancho. No fueron malditos en su tiempo, pero lo son ahora.