La exposición sobre el expresionismo alemán que hasta el próximo cuatro de enero se celebra en la Fundación Canal de Madrid nos brinda el mejor argumento para mirar hacia un tercer hombre, al que se suele olvidar porque cuando su país cambió el curso de la Historia él decidió no exiliarse en Hollywood y mantenerse en un segundo plano, al margen de la matanza, esperando a que todo acabase, aturdido en el interior de su morada. Nuestro tercer hombre no es otro que el tercer integrante —junto con Fritz Lang y Friedrich Wilhelm Murnau— del triunvirato magisterial del cine germano en el ocaso de la pantalla silente. Georg Wilhelm Pabst era su nombre y en opinión de Henri Agel, uno de sus biógrafos, fue el “más indefinible de los realizadores alemanes. Al carácter ambiguo y fugitivo de su temperamento germánico se añade una extraña dualidad que le hizo oscilar siempre del irrealismo a la objetividad”
El gran G. W. Pabst trabajó con muchos argumentos. Pero todos ellos se encuentran alejados de esa ciencia ficción, de ese terror por la tergiversación de la objetividad, en aras de una visión desesperada y subjetiva, canónica en la escuela expresionista. Visión fantástica en definitiva, pues la fantasía es la mayor válvula de escape a la adversa realidad, y eso precisamente es lo que buscaba la Alemania que alumbró el expresionismo. En lo que a la filmografía de Pabst se refiere, los caprichos visuales de El misterio de un alma (1926) —construida en base a las pesadillas que un médico, que se está perdiendo en la locura, le cuenta a su psiquiatra— son los únicos que, como mucho, pueden adscribirse a aquella estética.
Por lo demás, ni siquiera Paracelsus (1943), un apunte sobre el alquimista de comienzos del siglo XVI, tema ad hoc para las fantasías y misterios, se aparta del realismo para mostrarnos a su protagonista como ese médico de Basilea, que también fue el personaje histórico aludido, se enfrenta a la cerrazón de las autoridades de la ciudad ante el azote de una epidemia.
Pabst, desde un prisma bien distinto al canon expresionista, mucho más próximo a la realidad que a esa imaginería tremenda del expresionismo, retrató mejor que nadie la pesadumbre que abrumó a la Alemania que perdió la Gran Guerra y, seis años después de emplazar por primera vez su cámara, había transformado las formas de la realización cinematográfica. No obstante, la Historia del cine y la de la humanidad no habrían de perdonarle su tibieza ante los nazis.
Aunque su padre era un alto funcionario de una compañía ferroviaria, Georg Wilhelm Pabst —nacido el 27 de agosto de 1885 en Bohemia— fue en realidad un hijo del imperio austrohúngaro. Actor de teatro pese a que su familia quiso que fuera ingeniero, Pabst llegó al cine ya mayor —con 38 años— después de una peripecia que le había llevado por los escenarios de Suiza, París y Nueva York, a menudo en la compañía de Elisabeth Bergner. Su primera cinta —El tesoro (1923)— llega tras haber aprendido el oficio como actor, guionista y ayudante de dirección de Carl Froelich y se estrena sin mayor importancia.
No fue esa la suerte de La calle sin alegría (1925), también conocida por su otro título: Bajo la máscara del placer. La Viena sórdida y lúgubre mostrada por Pabst, destrozada por la Gran Guerra y asolada por el hambre que sucedió al armisticio, caló más hondo entre el respetable alemán que las fantasías de Fritz Lang. Aunque en la copia que circula en nuestros días se ha perdido, el filme se abre con unas mujeres haciendo cola en una carnicería cuyo propietario exprime a las clientas exigiendo sus favores sexuales a las más atractivas. Entre ellas se encuentran Marie Leschner —Asta Nielsen en su última gran creación— y Grete Rumfort (Greta Garbo). Fiel a esa influencia escandinava del silente alemán, Pabst articula su relato en torno a las más sobresalientes vampiresas nórdicas. Mientras Marie Leschner se deja seducir por un estraperlista para que su novio pueda beneficiarse del mercado negro, Grete Rumfort conservará su virtud, aunque en su casa su familia está arruinada y su jefe intenta seducirla. Marie Leschner acabará arrastrada al asesinato; Grete Rumfort, al amor de un oficial de la Cruz Roja estadounidense alojado en su mísero domicilio. Dos actitudes radicalmente opuestas en una Viena donde la burguesía está sumida en la miseria y no hay más amos que los estraperlistas y las prostitutas. De ahí que, en su exaltación final, los que guardan la cola en la carnicería incendien el establecimiento y la emprendan después con un cabaret donde estraperlistas y prostitutas se entregan a disipaciones y licencias.
El cabaret, que como fue a apuntar Christopher Isherwood en Adiós a Berlín (1939) y Bob Fosse en Cabaret (1972), película en la que adaptó aquellas páginas, fue una de las más genuinas representaciones de la Alemania de entreguerras. Y el cabaret inspiró a Pabst un escenario fundamental en su filmografía. En Crisis (1928), el cabaret es el solaz al tedio de Irene Beck (Brigitte Helm) y Pabst se vale de él para simbolizar la decadencia alemana de aquellos días. En el cabaret de La caja de Pandora, el realizador presentó ante el Viejo Continente a la lánguida y ambigua, pero siempre fascinante, Louise Brooks, esa otra gran musa del silente que pasó del estrellato a la miseria con la misma dignidad que una reina hubiera ido a ser decapitada.
Todo en Louise fue vitalidad y deseo. Pero la elegancia de sus movimientos, la voluptuosidad de sus insinuaciones, la sugerencia que entrañaban sus miradas a los hombres, y su casco de pelo negro tuvieron su mayor expresión en la Lulú de La caja de Pandora, expresión a la que no fue ajena la fragilidad de la inocencia. No en vano Lulú es una vampiresa atípica, pues arrastra a los hombres a la perdición, pero al hacerlo, también se pierde ella misma. La película da comienzo con un antiguo protector, al que ahora ella protege, y acaba con una Lulú hundida en la miseria de las calles de Londres que se apiada de un trasunto de Jack el destripador. Sin poderlo remediar, éste es el hombre que va a acuchillarla. Actriz y realizador volvieron a coincidir en Tres páginas de un diario (1927).
Cierto es que Pabst en Die Liebe der Jeanne (1927) rodó orgías tan realistas como las de Von Stroheim. En las secuencias de esta última, condenaba por igual el comunismo y la decadencia burguesa, algo muy próximo a los planteamientos nazis. Pero como bien apunta mi admirado Carlos Fernández Cuenca, en uno de aquellos folletos que publicaba hace casi 60 años la Filmoteca Nacional —que se llamaba entonces—, “sus películas culminantes fueron juzgadas por el anacrónico y peligroso sistema de anteponer el fondo a la forma, la ideología a la maestría, de donde resultó el concierto discordante de filias y fobias” (G. W. Pabst, Dirección General de Cinematografía y Teatro, Madrid, 1967).
Fuera como fuese, hay que dar noticia de esas secuencias de Carbón en las que uno de los picadores, atrapados tras el hundimiento de la galería, ve llegar a un minero alemán que se dispone a rescatarle. Siendo el caso que su salvador cubre su rostro con una máscara para protegerse de las emanaciones de grisú, el francés le confunde con un antiguo enemigo de las trincheras de la Gran Guerra, quien también cubría su rostro bajo una máscara, en aquella ocasión para protegerse de los gases que mataban allí donde no llegaban las bayonetas. Ante esos planos, otros 60 años después, mi menda comprendió que le había sido dado conocer una utopía: la Unión Europea.
Antes de que acabara 1931, Pabst tuvo tiempo de adaptar La ópera de los cuatro cuartos —de Bertold Brecht y Kurt Weill— bajo el título de La comedia de la vida. Y antes de la llegada de los nazis al poder, aún habría de rodar una cinta más, La Atlántida (1932), un sugerente acercamiento al más legendario de los territorios míticos: aquí imaginado por Pierre Benoit, el gran éxito de la novela de aventuras en la Francia de entreguerras, que a mí siempre se me ha antojado en la estela del ciclo de Ayesha, del gran Rider Haggard. Será porque soy devoto de la que debe ser obedecida.
Tras rodar en la Francia de 1933 su versión de Don Quijote, Pabst viaja a Hollywood en 1934. Al otro lado del Atlántico consiguió filmar una obra menor —El secreto de una noche (1934)—, pero no encontró acomodo. De vuelta a Francia, dirigió algunos títulos más antes de regresar a Alemania en 1939. Se dijo entonces que Goebbels le había ofrecido carta blanca para trabajar con los nazis. Se dijo también que volvió temiendo las represalias que el Reich hubiera tomado con su hijo de no hacerlo. Puede que simplemente, con 50 otoños plateando sus sienes, se viera viejo y cansado para iniciar una nueva vida en EEUU. Durante la guerra solo hizo cintas tan inocuas como Paracelsus. Con todo, Georg Wilhelm Pabst pagó con creces su permanencia en Alemania durante todo el conflicto. Cuando murió en Viena, el 29 de mayo 1967, ya hacía mucho tiempo que permanecía sumido en el ostracismo.


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