13 de octubre de 1909. A las 9 de la mañana, en el foso de Santa Amalia de la prisión de Montjuic, fusilan a Francisco Ferrer i Guardia, fundador de la Escuela Moderna. Sin pruebas, un tribunal militar lo había declarado culpable de instigar la Semana Trágica de Barcelona.
La prensa gubernamental española contesta: “Campaña de escándalo”, titula La Época, el periódico oficialista de Maura, y llama a los intelectuales europeos “apaches”. Azorín, diputado maurista, escribe en ABC el célebre artículo Colección de farsantes, en el que intenta desprestigiar a aquellos intelectuales foráneos que critican ferozmente al gobierno español.
Pocos días después, ABC publica una carta escrita por Unamuno felicitando a Azorín por el artículo: “Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos”. El papanatas no era otro que Ortega y Gasset, que también fue aludido por Azorín en el texto anteriormente citado.
Ortega, por su parte, se toma unos pocos días para contestar desde El Imparcial: “Yo soy plenamente, íntegramente, uno de esos papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos”. En el texto Unamuno y Europa, una fábula, se incluían términos como “filosofía soez” o “energúmeno español”, dedicadas a Unamuno.
La lucha dialéctica entre los dos colosos del pensamiento español no era algo nuevo. Mientras Ortega quería solucionar el problema de España a través de Europa, o sea, europeizándola, Unamuno andaba entre el casticismo y el existencialismo, según la época, lo que le convertía en un “hirsuto morabito, casi cabileño” para el madrileño. A pesar de que Unamuno colaboraba en las publicaciones editadas por Ortega, y en apariencia tenían una relación cordial (Unamuno habla del “amigo Pepe Ortega”), este último se marchaba de la Revista de Occidente cuando el primero llegaba a la redacción.
Según Eduardo Zamacois, “los grandes escritores son hombres de escasa conversación, por aquello de llevar la lengua en la pluma. Empero a Unamuno, que fue la personalidad más fuerte de la época, le gustaba hablar, y lo hacía sin tasa. El origen de la secreta antipatía que le profesaba Ortega y Gasset, que también se pirraba por hablar, era ese. Sé de buena tinta que, siempre que Unamuno iba a la Revista de Occidente, Ortega se marchaba de la redacción, para no perder el derecho a opinar”. Ramón Gómez de la Serna añadió que Unamuno se concentraba tanto en sus peroratas “que nunca notaba esa ausencia”.
La enemistad entre ambos no fue algo puntual, sino que corría paralela a los avatares históricos: durante la I Guerra Mundial, por ejemplo, Ortega se convirtió en germanófilo mientras que Unamuno defendió la causa aliada, lo que provocó nuevos roces en la prensa.
Sin embargo, cuando el rector de la Universidad de Salamanca fue destituido en 1914 por el ministro de Instrucción Pública, Francisco Bergamín, padre del poeta, Ortega no dudó en respaldar a Unamuno participando en numerosos actos de desagravio: “España sabe lo que debe a Unamuno, pero sería curioso saber lo que le debe al señor Bergamín”.
En un mitin en Bilbao, Ortega resumió la enemistad intelectual: “No ignoráis que soy enemigo extremo del señor Unamuno y que él me devuelve con creces esa hostilidad intelectual. No creo que el ex Rector de Salamanca haya escrito contra nadie mayor número de párrafos que contra mí. El acudir yo ahora presuroso en su defensa hace evidente que con su destitución no sólo él ha sido herido. Reñíamos en un combate, combate cuerpo a cuerpo, pero en toda lucha hay siempre un momento que hace de ella un abrazo”.
Cuando estalló la guerra civil, Ortega acabó refugiándose en París. Allí, el 1 de enero de 1937, el diario La Nación de Buenos Aires, donde colaboraba como articulista, le anunció el fallecimiento de Unamuno en su casa de Salamanca. Sin conocer la causa del óbito, escribió: “Ha muerto de muerte de España”.
En sus Obras completas, Ortega nos dejó unas últimas palabras sobre su enemigo íntimo: “Unamuno, de quien había vivido unos veinte años distante, se aproximó a mí en los postreros días de su vida, y hasta poco antes de la guerra civil y de su muerte reculaba a prima noche en la tertulia de la Revista de Occidente, con su cuerpo ya muy combado, como el arco próximo a disparar la última flecha. Algún día contaré la causa de esta aproximación que nos honra a ambos…”.


Ortega tiene una retórica sugestiva, pero tiene lagunas. Es un mal conocedor de la Historia, tampoco la Historia estaba muy allá en su tiempo. Eso le llevó a afirmaciones discutibles. Por ejemplo, su reivindicación de Castilla como vertebradora de España es un tópico adoptado por derecha e izquierda a partir de 1898. El afán de ‘europeizar’ España es una secuela de los ilustrados y admiradores de la cultura francesa del siglo XVIII. Es un complejo español que llega casi a nuestros días, pero afortunadamente va remitiendo conforme se va asentando que, aunque parezca una perogrullada, España siempre ha sido Europa.
Ortega detestaba también al segundo Ramiro de Maeztu y a Salvador de Madariaga, que en mi modesta opinión, son superiores, sobre todo el segundo. Madariaga y Sánchez Albornoz, junto a Menéndez Pelayo, son imprescindibles. Tenían una formación histórica que les daba un fundamento muy sólido para filosofar sobre España y Europa. Eran inequívocamente liberales, pese a que el franquismo reivindicó a Menéndez Pelayo, olvidando que los carlistas de su tiempo le hicieron la vida imposible, y lo curioso es que muchos progres de hoy lo tienen por facha por eso. Todo eso puede formar una idea de la vida intelectual española, en la que es costumbre opinar de un autor sin haberlo leído.
No soy admirador de Ortega, precisamente, ya que me parece que el elitismo pseudo germánico rezuma en su obra. Creo que Zambrano, siendo como fue alumna suya, lo supera en mucho, sin esa pátina.
Pero en esta ocasión, defender los abusos y los errores del ya degradado régimen de la Restauración, rebosante de apaños, caciquismo y fraudes electorales de dos partidos apesebrados, me hace criticar a mi admirado Unamuno. Quizás sus ímpetus desbordantes le hicieron atacar las posturas foráneas, fueran las que fueran. Este régimen estaba ya en caída libre, tropezando mientras tanto en todas las piedras del camino, metiéndose en jardines como Marruecos, pasando por Annual y terminando en 1923.
Respecto al prurito de la europeización, estoy de acuerdo con el sr, Herra. Quizás ese afán de imitación a Europa, incluyendo la obsesión colonialista, nos trajo todos los problemas, en lugar de centrarnos en el interior y dejar de enviar a las clases humildes como carne de cañón a África (y anteriormente a Cuba y Filipinas), causa de la Semana Trágica.
De todas formas, este gran elenco de intelectuales, ya los quisiéramos hoy.