Verónica Cebollada cuenta cómo fue el proceso de escritura de Disección de un vacío (Olé Libros) y comparte con los lectores de Zenda varios poemas del libro.
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Hacia el siglo VII a.C, la Grecia antigua daba cobijo a los primeros versos de amor de Safo de Lesbos. Tras su famoso “lo más bello es aquello que uno ama” ha llovido mucho. No lo ha hecho tanto, sin embargo, la curiosa costumbre que tienen las palabras de atestiguar los sentimientos ávidos y discordantes que habitan en el ser humano, de dar asilo a las incongruencias que nos conmueven. Lo hizo Idea Vilariño cuando en 1957 dedicó su flagelante “Ya no” a un Carlos Onetti cada vez más distante; una dedicatoria que, con el tiempo, retiraría de su poemario. Dos años antes, Onetti había dejado latente su tumultuosa relación con Vilariño en la obra “Los adioses”. No fue un caso exclusivo. Alfonsina Storni derrochó tinta en nombre de Horacio Quiroga, un amor que no pudo nunca corresponderle. Elena Garro lidió su propia batalla con Octavio Paz, la sombra que la persiguió hasta los confines de su propia muerte, que la asistió rodeada de gatos en una casa vieja con una bolsa de oxígeno que le permitía respirar entre cigarro y cigarro. Sea como sea, el amor y sus vaivenes (o los vaivenes y el amor) han sido motivo de inspiración desde los orígenes de la literatura.
Disección de un vacío es mi opera prima, la prueba irrevocable de que el amor acompaña a la vida, aunque muchos bocetos preceden a la obra: poesías, cuentos, esbozos de novelas inacabadas que esperan en algún cajón que algún día las recupere. No es, ni mucho menos, resultado de un momento de iluminación, casi místico. Es el producto de una mujer a la que ya le gustaba escribir de niña y que siempre sintió gran devoción por el amor en todas sus extensiones. No supe vivirlo nunca de otra forma.
En este libro de poemas podrás encontrar un recorrido de estilo petrarquista en el que transitar los rincones más oscuros de la pérdida y el duelo: el amargo sabor de boca que deja en nosotros ese licor suave que nos embriaga: bien lo sabía la pluma de Lope de Vega. Rebuscar en su origen es como bajar de la mano de Dante a los infiernos, donde el fuego lo ha arrasado (casi) todo. Y digo casi porque no creo que el amor, si ha existido alguna vez, llegue a desaparecer del todo.
Mentiría si dijera que existe una rutina a la que me aferro con uñas y dientes, ese recóndito espacio de un ostentoso piso en el que dejo morir las noches frente a una tenue luz y un papel en blanco. La emoción emerge de las entrañas y es impredecible, espontánea. Me abrazó el desamor y la poesía hizo el resto. A fin de cuentas, ¿quién no ha sentido alguna vez ese abrazo y lo ha llorado como solo se llora a una muerte? Estos poemas contienen lágrimas de distintos funerales, algunos reales, otros ajenos, en algunas páginas ni siquiera existió ese amor, tan solo la semilla que ya crecía dentro de mí, un locus amoenus al que poco a poco se le marchitaban las flores.
No siempre tuve claros los poemas que quería que formaran parte de la obra; en ocasiones, mis propios sentimientos me traicionaban. La obra tenía que ser mía y de nadie más. Tampoco quería que los poemas parecieran una muestra de mi propia experiencia. Quería conectar con lo colectivo, con lo cotidiano, lo humano. Así que retomé a los poetas que más habían marcado mi experiencia lectora: Gil de Biedma, Luis Alberto de Cuenca, Ángel González, Carlos Marzal, entre otros, y procuré empaparme de sus versos para que, si acaso, un eco de su excelencia pudiera asomarse en los míos. Buscaba esa cercanía, deseaba que el lector o lectora que iba a sumergirse en mis poemas encontrara en ellos un abrazo cálido, una conexión de emociones. Quería universalizar (todavía más, si cabe) el sentimiento de la pérdida, la decepción, ese instante en el que dos miradas saben que ya no les queda nada por compartir.
Y entonces, el hundimiento.
Pero la obra es también un intento de reconstrucción, un viaje de tren con cuatro estaciones (Anatomía de un dolor, cuerpo en duelo, pilares del desastre y último acto de amor) que invita al lector a un sincericidio, a descubrir en ese trayecto los diferentes prismas que puede ofrecernos una experiencia amorosa. Disección de un vacío pretende, intenta, enseñar a habitar esa nada putrefacta que nos queda cuando todo se ha derrumbado, nos invita a despojarnos del miedo que, en ocasiones, nos mantiene atados a un relato que solo existe en nuestras mentes y que alimenta una nostalgia tan atractiva como letal. Es también un acto de valentía. Un darse cuenta de que, muchas veces, afrontamos el duelo antes de que llegue la pérdida; el final antes de la historia. Y cuando llega, cuando creemos que no podemos hacer para evitar el cataclismo, en el momento que uno menos espera, se vislumbra un destello de luz al final del túnel que nos invita a continuar, heridos, maltrechos, a trozos. Nos lamemos las heridas esperando que sanen mientras habitamos ese vacío, las piezas, los fragmentos diseccionados de todo lo que forma o formó parte de nosotros.
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Disección
En nombre de la pérdida
mi cuerpo troceado
sobre la mesa del asesino
en serie, sigo la película de mi vida:
crónica de una muerte anunciada.
Me duele todavía
el puñal de tu partida
hundido entre las vértebras de mi espalda
dedos de porcelana custodian el cuerpo.
Una mano ensangrentada
se acerca a la mesa, susurra:
solo te dolerá un momento
que durará toda la vida.
*
El silencio que habita las despedidas
Esta noche me he desvelado a las cinco
—cada día duermo un poco más—,
las luces todavía estaban apagadas,
la vida, demasiado encendida,
sobrevivía tímida entre rescoldos de nostalgia
allí donde convergen la duda y la culpa.
He observado el vacío de la cama,
el frío de unas sábanas que nadie habita,
y he vuelto a las preguntas constantes,
al absurdo intento de entender la historia.
Después he deambulado por toda la casa,
observando, melancólica,
los lugares donde ya no nos amamos:
un puñal de acero entre mis costillas.
He marcado de nuevo tu número de teléfono,
me he inventado un diálogo alternativo
que ha existido solo en mi cabeza:
«te quiero»,
«vuelve»,
«perdóname»,
y alguna gilipollez más
de esas que tendrían el mismo
sentido que la vida:
ninguno.
Pero tú no sabrás nunca
que aquella noche
te quise de vuelta.
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Autor: Verónica Cebollada. Título: Disección de un vacío. Editorial: Olé Libros. Venta: Web de la editorial.


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