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Aceptación del fracaso

Descubrimos quiénes somos en las casualidades. Lo he podido confirmar con el paso del tiempo, a través de pequeñas epifanías. Me recuerdo en una tarde apacible ―puede que de verano―, indiferente al mundo que mi yo de entonces aspiraba conquistar y por el que habría firmado un contrato fáustico sin pensarlo. Hojeaba algunos libros de poemas que pudieran enseñarme algo del oficio, pues siempre me había obsesionado la idea de que, si literaturas como la de Borges habían tenido notables maestros, el éxito debía pasar irremediablemente por allí.

Y así, sumido en el negro sobre blanco, me topé con un verso de José Hierro que rezaba: «Después de tanto todo para nada». Estaba escrito sin resignación ni tristeza, con la conformidad de quien está convencido de que las cosas son como son, y de que los caminos llevan a donde tienen que llevar. Y justo en ese instante lo supe: no cumpliré mi sueño.

Desde que tengo uso de razón, he querido ser tantas cosas que, si las hubiera sido todas, habrían imposibilitado mi identidad. No es broma: lo que no tiene límites no está definido, y lo que no está definido acaba extraviado por desconocer su desembocadura; acaso desviado y precipitado por el borde, quebrado, hecho añicos en el fondo de alguna sima.

"Mirar la vida desde lo que se tiene, y no desde lo que falta, es un pasaje directo hacia la paz mental. Pero este hecho ha sido ignorado sistemáticamente en los últimos tiempos"

Por suerte, esto no es una tragedia. Verán: para saber de qué está hecho algo es necesario ver su interior, romperlo. Pues bien: etimológicamente, fracaso significa partir algo en pedazos. Y aquí llegamos a un punto capital: las derrotas, con su decencia y su dolor, imponen su dosis de realidad y clausuran el idealismo de los caminos imposibles e interminables. Nos ayudan a apreciar nuestra esencia.

Dicho esto, podría pensarse que lo que impide el cumplimiento de los anhelos es no centrarse en uno, no concentrar los esfuerzos. Sin embargo, nada más lejos de la verdad: todo soñador sabe que los sueños vienen de uno en uno, y que, mientras duran, los perseguimos con desesperado ahínco. El problema es que las aspiraciones son a menudo figuras de humo, siluetas intangibles que se desvanecen al intentar asirlas, y cuya consecución no depende en exclusiva del empeño ni de la voluntad. Por desgracia, hay límites ―familiares, sociales, genéticos o económicos― que nos despiertan de golpe y sin tacto, dando paso a la infelicidad y la frustración.

Sé que esto puede sonar derrotista. Mas mirar la vida desde lo que se tiene, y no desde lo que falta, es un pasaje directo hacia la paz mental. Pero este hecho ha sido ignorado sistemáticamente en los últimos tiempos. Desde hace años, los gurús del triunfo se han multiplicado. Sus libros copan cada temporada las listas de los más vendidos, y sus voces resuenan en cada esquina digital, prometiendo fórmulas infalibles para llegar a la cúspide con solo esfuerzo y dedicación. Para ellos, suerte y adversidad son palabras vacías. Creen que tanto el éxito como el fracaso dependen en exclusiva de uno mismo. Y olvidan siempre que la fortuna es una diosa azarosa y caprichosa, capaz de elevar a un mortal desde el peldaño más bajo o de convertir en exequias sus más soberbias victorias. No lo digo yo, sino Horacio, que con noble certeza sabía que a veces querer no es poder.

"He visto decenas de veces la imagen de Ali tras el resultado. Me sé cada gesto de memoria: la manera en que se levanta del taburete, jadeante, con la boca abierta, extenuado; cómo alza el brazo sin apenas poder sostenerlo"

Les pongo un ejemplo. 1 de octubre de 1975. A las afueras de Manila, Filipinas. Una noche húmeda, calurosa como el punto más profundo del infierno. Sobre un ring, dos hombres envueltos en una lucha tan salvaje que jamás volverán a ser los mismos. Sus nombres: Muhammad Ali, natural de Louisville; y Joe Frazier, de Filadelfia.

Han pasado ya catorce asaltos. Duros. Feroces. Extenuantes. Catorce batallas de una guerra pareja y sangrienta como ninguna otra. Ali confesó después que era lo más cercano que había estado de la muerte. Durante cuarenta y dos minutos, no tuvo cabida la renuncia ni la posibilidad de la derrota. Ambos púgiles ansiaban tanto el triunfo que, con cada golpe, cedían ―cada vez más― a su mañana. Nunca se ha visto contienda parecida ni más dramática: dos boxeadores dispuestos a fallecer por salir con el brazo en alto.

Y ahora, cada uno en su esquina, Ali siente que la vida se le escapa, que no puede respirar. Para él, todo ha terminado.

―Córtame los guantes ―suplica―. Ya no más.

Pero Angelo Dundee, el entrenador, le pide paciencia. Está pendiente de lo que sucede en el otro rincón.

Allí, Eddie Futch, abrazando y sujetando a un magullado y ciego Joe Frazier, le dice sus ya legendarias palabras:

―Ya está, hijo. Tengo que parar el combate. Pero lo que habéis hecho hoy aquí jamás será olvidado.

Frazier se opone. Quiere seguir. La victoria está solo a un asalto.

―No. No, por favor ―niega con la cabeza, desesperado por continuar.

Pero la toalla cae sin remedio, poniendo fin al que será considerado por siempre el mejor combate de la historia.

"En lo que a mí respecta, hace tiempo que dejé de buscar la forma de vivir de mi escritura. De hecho, cuanto más apuntaba a esa dirección, mayor era el desencanto y la impotencia"

He visto decenas de veces la imagen de Ali tras el resultado. Me sé cada gesto de memoria: la manera en que se levanta del taburete, jadeante, con la boca abierta, extenuado; cómo alza el brazo sin apenas poder sostenerlo; cómo se gira y se agarra a la última cuerda; cómo no puede festejar el triunfo porque se desploma.

Jamás sabremos lo que hubiera pasado si Futch no hubiese detenido el combate. Quizás Frazier habría perdido de todos modos. Es cierto. No obstante, sí que nos queda una certeza: el hombre que no quiso pudo. Y el que quiso… Bueno, ya saben cómo terminó esta disputa. Lo siento: darlo todo por un sueño no asegura conseguirlo.

En lo que a mí respecta, hace tiempo que dejé de buscar la forma de vivir de mi escritura. De hecho, cuanto más apuntaba a esa dirección, mayor era el desencanto y la impotencia. Llegué incluso a bajar mis expectativas y abandoné la idea de convertirme en un escritor de éxito para conformarme con subsistir, aunque fuera mal, de este oficio. Pero tampoco se dio. Puse todo mi empeño en ello y no conseguí nada. Ni los innumerables borradores ni las interminables horas de lectura ni los incalculables intentos editoriales dieron su fruto. Cada vez más exigente y cada vez más desilusionado. Comencé a dudar de mis contenidos. Sí, los culpables eran los temas que trataban. ¿O los culpables eran los lectores? Tal vez no sabían apreciar mi talento. ¿Talento? ¿Qué talento? ¿Y si no hay ningún talento? Entonces, ya adscrito a la más absoluta mediocridad, pensé en dejarlo. Ya no más. Detén la pelea. ¿Recuerdan? «Después de tanto todo para nada».

"Lo supe desde aquel verso que me reveló que no viviré de lo que escribo ni tendré hordas de lectores esperando mi próxima novela. Pero ya no importa"

Lo que quiero decir ―y creo que ya lo he escrito en más de una ocasión― es que somos lo que somos, y no lo que tenemos o conseguimos. Y olvidarlo nos deja a la deriva frente a los peligros del idealismo. Cervantes nos lo enseñó hace algunos siglos: nuestro admirado don Quijote se lanza sin pensar a sus sueños de caballería. Anhela recorrer el mundo para desfacer agravios y enderezar entuertos. Desdibuja su identidad en pos de sus aspiraciones y hace todo cuanto está en su mano por ellas, con temerario denuedo: mudarse el nombre, dejar su hogar, perderse por los caminos polvorientos de la estepa castellana o enfrentarse a innumerables y fabulosos peligros de los que siempre sale escaldado. Siempre. No es de extrañar que al final, ya cansado y maltrecho, sin poder sostener la ficción que le da sentido, caiga enfermo y muera. En el fondo, no es el fracaso lo que mata, sino la imposibilidad de sostener el sueño.

Hoy lo sé. Lo supe desde aquel verso que me reveló que no viviré de lo que escribo ni tendré hordas de lectores esperando mi próxima novela. Pero ya no importa. He aprendido a disfrutar de lo que soy: alguien que adora recoger a su chica del trabajo y pasar las tardes leyendo junto a ella; que escribe por placer y no por encargo; que goza de una buena conversación entre amigos y pasea a los perros cada mañana con una sonrisa; alguien que ama el saber y la bondad; que cree que ser amable es mejor que ser exitoso; que valora la calma y se deleita con il dolce far niente; alguien que ―como Marcial― prefiere la sencillez del hogar a los lujos de Roma.

En definitiva, alguien que simplemente es con independencia del resultado. Alguien que, después de tanta nada, ha vencido.

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Francisco Manuel Gutiérrez
Francisco Manuel Gutiérrez
4 meses hace

He leído todo el artículo con vértigo en el estómago porque la verdad nunca entra de forma amable. A pesar de la golpiza, termino en pie y con el brazo en alto. Gracias, Ismael.

Ernesto Olano
Ernesto Olano
4 meses hace

Maravilloso articulo.
Y, al hilo de lo bien escrito, tal vez no fuera tan mala idea dejar asuntos en suspenso, no perseguirlos, simplemente seguir creciendo mientras dejamos la puerta a la incertidumbre entreabierta. Como cuando uno echa la primitiva cada semana y no por eso desatiende sus proyectos o labores.
Me confieso; aquí un iluso que sigue viendo aquel combate y cruzando los dedos esperando que en alguna de tantas revisiones sea el bueno de Smokin Joe quien termine por levantar los brazos.
Enorme, Ismael.

René
René
4 meses hace

Se tenía que decir y se dijo. A todo esto, si la maravillosa pluma de Ismael no encuentra su lugar, qué queda para el resto?

Antonio Fernández
Antonio Fernández
4 meses hace

Eres joven. Escribe únicamente porque escribir te dé la vida. Y ejerce tu oficio de escritor, con tu vara de medir, tus correcciones. No salió, de acuerdo, pero en tu oficio, en el que solo hay disfrute y nada pierdes, sino que es total ganancia, tu remuneración interna, puedes seguir mandando a editoriales cuando estés convencido de que lo que tienes pasó la criba profesional que adquiriste con tesón. Y como si cuentas setenta años sin publicar, pues tu fin último, suponiendo que verdaderamente te dé la vida, sea la escritura por la escritura; no por sus lectores, fama, orgullo, vanidad. Y soy perfectamente consciente de que en cuanto a escritura todo está ligado; pero has de saber desprender de su exclusivo significado lo que con integridad no le acompaña.

José María
José María
4 meses hace

Cómo siempre certero y humilde. Vivir es de lo que se trata, de que, es circunstancial. Ni son todos los que están ni están todos los que son. Tú eres un boxeador que está arrodillado en la lona y solo hace falta que suene la campana e insuflarle aire a tus pulmones para ir a por el combate y lo ganarás
Disfruta de lo que te gusta y lo demás si tiene que venir vendrá. Mientras ve a por tu chica, saca a los perros y todo lo demás.
Leerte me emociona.

Fran García
Fran García
4 meses hace

Una vez más haciendo temblar los cimientos, qué maravilla leerte, Ismael. Has conseguido algo que pocos logran: escribir desde la derrota sin derrotismo, con una lucidez que conmueve y un estilo que acaricia. Tu texto es un acto de honestidad valiente, una oda a la renuncia consciente y a la belleza de lo cotidiano. Mientras te leía, he sentido que hablabas por muchos de nosotros, los que alguna vez hemos soñado con “ser algo” sin saber que ya éramos. Gracias por recordarnos que no todo éxito se mide en cifras ni aplausos, y que a veces, simplemente ser, en paz, es la más digna de las victorias.

Roberto Arizpe
Roberto Arizpe
4 meses hace

Depende de lo que se entienda por fracaso, nadie te pregunta si quieres naces, si quieres existir, si quieres envejecer. Ya el subsistir se puede considerar un éxito, el soportar la vejez sin tener ganas de tirarte de un noveno piso. Para muchos el fracaso es no tener una carrera, dinero, coches caros, una buena posición social, ser exitoso socialmente, otros lo ven de otra manera, como el no encontrarte a ti mismo, lograr la paz interior, y cosas así. El fracaso no existe mientras logre uno mantenerse vivo, caminar, subsistir hasta que nos llegue la hora de la muerte. La gente inventa religiones para darle un sentido a su vida, para tener una esperanza, para no estar tan sola, pero eso concretamente no cambia nada, porque igual vas a sufrir, a enfermarte, a morir, o en el peor de los casos te puede tocar estar en una guerra. Dentro de todo somos afortunados, miren a los animales que los torturan en laboratorios, los mataderos, los toros, para ellos somos monstruos, hemos creado el infierno en la tierra para ellos. De todos los horrores por los que ha pasado el ser humano, no hay ninguno que se compare al sufrimiento que infringimos a los animales, ni siquiera los campos nazis. No es solo el hecho que los matemos para comer, si no el sufrimiento que les infringimos de manera gratuita, unos actos de crueldad y maldad que hacen avergonzarse a la raza humana.
De repente dan ganas de irse a una isla solo y desconectarse de todo, pero es imposible porque ya conoces el mundo, y lo que has visto te quedara para siempre rondando en la cabeza como una pesadilla. Y moriremos y el horror seguirá por que seguirá naciendo gente, y será así hasta que la tierra se extinga, o la choque un meteorito, entonces acabara la maldad y el sufrimiento, como si se apagaran las llamas del infierno. Tal vez parezca esto un poco melodramático, pero vallan a china en donde a los perritos y gatitos los cuecen vivos, imagino que les dolerá igual que a todos. Pero nadie reza por ellos, ni el papa, ni los curas, nadie….