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Allí donde se queman libros, de Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez

Allí donde se queman libros, de Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez

Entre 1962 y 2018 surgió la bibliofobia en España. Grupos de ultraderecha, así como de jóvenes aberzales, asaltaron, destruyeron, quemaron e incluso dispararon contra librerías como El Parnasillo (Pamplona), que fue devorada por las llamas el 15 de febrero de 1976. Este libro, Allí donde se queman libros, rinde homenaje a esos lugares que, como reza el subtítulo, fueron víctimas de la “violencia política”, pero sobre todo es una enorme alabanza a quienes defendieron unos lugares, las librerías, que siempre deberían quedar al margen de la violencia.

En Zenda ofrecemos un extracto del Prólogo que Alberto Sánchez Ramírez y Fernando Valverde González han escrito para Allí donde se queman libros (Tecnos), de Gaizka Fernández Soldevila y Juan Francisco López Pérez.

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INTRODUCCIÓN

En febrero de 1976 los libros que más se vendieron en España fueron La gangrena de Mercedes Salisachs, El diccionario de Coll de José Luis Coll, Tiburón de Peter Benchley, Las ninfas de Francisco Umbral e Historia del franquismo de Ricardo de la Cierva. Es probable que alguno de dichos títulos se exhibiese tras la cristalera de la librería El Parnasillo, situada a la altura del número 47 de la calle Paulino Caballero de Pamplona, cuando el día 15 de aquel mes un adolescente se situó frente a ella. Sin embargo, el joven no tenía intención ni de adquirir ni de leer aquellas obras. Siguiendo el relato del Diario de Navarra, «tras romper la luna del escaparate, desparramó sobre los libros una botella de pintura, roció posteriormente los mismos con unas ampollas de líquido inflamable, pegando fuego a continuación». El periódico informó de que «los libros expuestos y atacados “por ser marxistas”, según nos comunicaron, fueron: La desamortización de Mendizábal en Navarra, 1836-1851, de Javier Donézar Díez de Ulzurrun; El primer nacionalismo vasco: industrialismo y conciencia nacional, de Juan José Solozábal Echavarría; y, La enseñanza de España, firmado por varios autores». El incendio no fue a más porque un coche de la Policía Municipal que hacía la ronda lo vio y avisó a los bomberos.

No era ni la primera ni la última vez que este establecimiento sufría un ataque. En el año anterior, 1975, le habían roto los cristales dos veces. El Parnasillo estaba marcada por ser una de las pocas librerías progresistas que había en Pamplona. Por añadidura, el local se ubicaba en plena «zona nacional», es decir, en la parte de la ciudad que los neofranquistas consideraban bajo su dominio. De acuerdo con uno de los propietarios del negocio, Javier López de Munáin, «había en una calle perpendicular a donde vivíamos un bar que se llamaba el Santi, donde iba toda la extrema derecha a tomar vinos […]. Era [de] Fuerza Nueva. Y el Santi puso otro bar un poco… nada, a 200 metros, y cuando iban de bar en bar tenían que pasar por delante de la tienda. Ahí ya eran pintadas, ensuciarte, insultarte…».

Alguien reivindicó el atentado de febrero de 1976 en nombre de los Grupos de Acción Sindicalista (GAS), pero una vecina identificó al auténtico responsable. Se trataba de un muchacho de 16 años. López de Munáin recuerda que «la Editorial Alianza habló con Manuel Fraga, que era entonces ministro del Interior. Fraga mandó detenerle. Lo detuvieron, pero lo soltaron». En efecto, tras declararse culpable de los hechos en el interrogatorio policial, el joven ultraderechista quedó en libertad provisional a la espera de ser juzgado por el Tribunal de Orden Público (TOP). Para evitarlo, la madre «nos vino con 5.000 pesetas [aproximadamente 308 euros actuales] para cubrir gastos, y dijimos que no queríamos saber nada».

Todavía se hablaba de aquella agresión cuando en la madrugada del 10 de marzo de 1976, tan solo una semana después de los sucesos de Vitoria en los que la Policía Armada había matado a cinco trabajadores, un Seat 1500 blanco con matrícula de Madrid se detuvo delante de El Parnasillo. Los ocupantes del automóvil abrieron la ventanilla, sacaron sus armas y abrieron fuego contra la librería. Javier López de Munáin cuenta que «me había llegado un libro, que era Respuesta teológica al padre Díez-Alegría, un jesuita muy famoso entonces, de una editorial de derechas de Madrid, Editorial Acervo. Cogí el libro, lo tiré así… y una de las balas se quedó incrustada en medio de la Respuesta teológica». Según el Diario de Navarra, «cuatro proyectiles impactaron en el cristal, cinco en la fachada de la tienda y siete en la pared de la casa. En total, fueron 16 tiros».

Los atacantes pintaron un escueto «cabrón» y, a modo de firma, las siglas de los Guerrilleros de Cristo Rey (GCR), un nombre que utilizaban como cobertura individuos y grupúsculos violentos de ultraderecha que tenían entre sí una conexión difusa o nula. Al día siguiente López de Munáin recibió un anónimo en el que se le advertía que «las próximas balas irán para tu linda y putrefacta calva». El librero, que todavía guarda alguno de los proyectiles, cuenta que «al principio me reí, pero a los días me largué de Pamplona y me fui a Barcelona, y estuve una semana allí. Claro, era una situación tensa».

Con todo, los perpetradores del atentado consiguieron justo lo contrario de lo que pretendían. «Comenzaron a venir los clientes y el apoyo fue tal que, verdaderamente, se nos dispararon las ventas. No te puedes imaginar». Además, los trabajadores del comercio de la ciudad decidieron en asamblea transmitir al público y a las autoridades «su más enérgica protesta». Los libreros pamplonicas no solo condenaron el atentado, sino que nombraron una comisión que se reunió con el gobernador civil, quien prometió su apoyo. Sin embargo, la respuesta institucional no se tradujo en nada positivo. Si bien la misma noche del ataque el gobernador civil de Navarra había ordenado dar una batida policial por la zona, López de Munáin afirma que posteriormente no hubo una investigación propiamente dicha. «El jefe de Policía nos llamó, fuimos Antonio, mi compañero, y yo, y abrió un armario, un cajón, lleno de pistolas. Me dijo: “Esto es un pueblo lleno de pistoleros”».

El 11 de febrero de 1978, el día antes de que se celebrara en Pamplona un mitin de Fuerza Nueva (FN) en el que participaría Blas Piñar, se produjo el último atentado contra El Parnasillo: un individuo lanzó un cóctel molotov contra la librería. Antes de que los parroquianos de las tabernas cercanas pudieran apagarlo, el fuego calcinó numerosos ejemplares. Un fantasmal Comando Adolfo Hitler asumió la acción. Nunca se encontró a los verdaderos responsables.

Aquellos ataques contra El Parnasillo fueron una pequeña muestra de lo que ocurrió en la España de los años setenta. Durante nuestra historia reciente diversas librerías han sufrido amenazas, pintadas, asaltos, disparos, bombas e incendios intencionados. Quizá sea esa, la de los libros ardiendo, la imagen más impactante y representativa del fenómeno. Pero ¿de dónde venía aquella obsesión por quemar libros? ¿Cuál era la razón última de lo que diferentes autores han denominado bibliocausto, bibliocidio o bibliofobia violenta?

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Para la filóloga Irene Vallejo, «el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones más valiosas: las palabras». En efecto, fue un instrumento imprescindible para plasmar, conservar y transmitir los frutos de nuestra imaginación, de nuestra reflexión y de nuestro conocimiento. Y, pese a los malos augurios de los más pesimistas, todavía cumple dicha función.

«Desde que existe el libro nadie está ya completamente solo», sentenciaba el escritor Stefan Zweig, «pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad». Sin obras de ficción, filosofía, historia, política, técnica o ciencia, nuestras habilidades y saberes no irían más allá de los límites que nos imponen la experiencia individual y la voluble memoria. El desarrollo de la especie habría sido muy difícil y mucho más lento. Desde luego, no seríamos lo que somos. No obstante, el libro es un instrumento de uso tan común que habitualmente no tenemos en cuenta todo lo que le debemos. Siguiendo a Zweig, «el poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones».

Ahora bien, el poder del libro nunca fue ignorado por las élites, que lo veían como una herramienta de propaganda pero a la vez una potencial amenaza para su posición y para el statu quo. Y actuaron en consecuencia. Umberto Eco lo plasmó magistralmente en el temor fanático y homicida de fray Jorge de Burgos, el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, a la segunda parte de la Poética de Aristóteles. A decir de Andres Rydell, «la destrucción simbólica de la literatura es tan antigua como los propios libros». Desde que en el siglo III antes de Cristo el primer emperador chino, Qin Shi Huangdi, decretase la quema de todos los ejemplares de ciertos títulos y la ejecución de cientos de intelectuales, líderes civiles y religiosos han perseguido al mundo del libro o, mejor dicho, a una parte del mismo. Valga como muestra el Index librorum prohibitorum (1564-1966), la lista de publicaciones que la Iglesia Católica prohibía leer a sus fieles. Por extensión, además de a las obras, también se ha hostigado a quienes las escribían, editaban, enseñaban, prestaban, distribuían, vendían o leían. Evidentemente, este tipo de ataques no solo se realizaban desde el poder: otros títulos, autores y profesionales fueron objeto de la ira de aquellos que pretendían sustituir a las clases dominantes o transformar el orden de las cosas.

Si bien el paso del tiempo pareció ir mitigando el odio y la violencia contra el mundo del libro, se trató de un espejismo. La paramilitarización y brutalización de la política en la Europa de entreguerras lo reavivó hasta niveles insólitos. Los movimientos y Estados totalitarios pusieron a la literatura en su punto de mira. Se hicieron listas de títulos prohibidos, se destruyeron millones de ejemplares y se censuró, encarceló e incluso ejecutó a quienes los firmaban. El propio Stefan Zweig tuvo que exiliarse de su Austria natal por su condición de judío y liberal. En febrero de 1942, creyendo segura la victoria del Tercer Reich en la Segunda Guerra Mundial, acabó suicidándose en Brasil.

Su destino había sido sellado casi una década antes, cuando en enero de 1933 Adolf Hitler accedió a la cancillería de Alemania. Pocos autores como Zweig representaban la Europa democrática, ilustrada, tolerante y cosmopolita que Hitler y sus seguidores querían aniquilar. No tardaron en ponerse a la tarea. En abril de 1933 la sección estudiantil del Partido Nazi inició una campaña contra «el espíritu anti-alemán» en el ámbito universitario con el objetivo de arianizar a su profesorado y a sus bibliotecas. El 10 de mayo jóvenes nacionalsocialistas marcharon ritualmente con antorchas encendidas y bandas de música. Los desfiles desembocaron en lugares públicos donde posteriormente se quemaron pilas de volúmenes que habían sido expurgados de las bibliotecas universitarias por los escuadristas de las Sturmabteilung (SA), los alumnos y el personal docente. El acto principal tuvo lugar en la Opernplatz de Berlín, en la que ardieron más de 25.000 ejemplares de las obras de, entre otros, Stefan Zweig, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Albert Einstein, Sigmund Freud, Franz Kafka, Karl Marx, Ernest Hemingway, Jack London, Victor Hugo, Leo Tolstói o Fyodor Dostoyevsky. Allí mismo a medianoche, ante miles de espectadores, el ministro de Propaganda Joseph Goebbels condenó como «anti-alemanes» los títulos escritos por judíos, liberales, marxistas, pacifistas, extranjeros…

En los años siguientes los nazis continuaron con la quema de obras. En total, se estima que destruyeron más de 100 millones de libros durante la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de ellos en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), aunque en términos porcentuales el país que salió peor parado fue Polonia: el 70% de su patrimonio bibliográfico fue eliminado o robado. Y es que las tropas alemanas no solo aniquilaron, sino que también saquearon las bibliotecas y archivos del territorio que conquistaban. En palabras de Anders Rydell durante la Segunda Guerra Mundial «se orquestó y llevó a cabo el mayor robo de libros de la historia». Su finalidad última era rescribir la historia para demostrar que el motor de la misma era «la lucha entre las razas». Por desgracia, además, los nacionalsocialistas pasaron de las palabras de Goebbels a los hechos de las Schutzstaffel (SS), acabando con la vida de incontables intelectuales.

La persecución al mundo del libro no fue monopolio del Tercer Reich y sus satélites. Las dictaduras de corte comunista la practicaron con igual saña. En el Bloque del Este la aversión a cierta literatura (y a los literatos) llegó al paroxismo en la URSS de Iósif Stalin, régimen en el que se silenció, degradó, deportó, encarceló o ejecutó a numerosos periodistas, poetas, novelistas, dramaturgos, editores y traductores. La nómina de los escritores condenados a muerte incluye nombres de la talla de Isaak Bábel, Borís Pilniak, Mijaíl Koltsov, David Bergelsono o Itzik Feffer. Tampoco faltó el saqueo de bibliotecas y archivos en la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra: más de 10 millones de las obras robadas por los nazis acabaron en la URSS. Es cierto que, tras el fallecimiento de Stalin, cesó el fusilamiento de profesionales vinculados a este sector en la Unión Soviética, pero se continuó secuestrando y destruyendo manuscritos. En palabras del historiador Carlos Gil Andrés,

(…) es casi un milagro que hoy podamos leer El doctor Zhivago, publicado en Italia en 1957, o Vida y destino, que apareció en Suiza en 1980, años después de la muerte de Vasili Grossman. Conservamos muchos poemas de Anna Ajmátova porque los memorizaron los amigos que la amaban. Como los resistentes de la pesadilla de Fahrenheit 451, cada uno de ellos portador del secreto de un libro aprendido de memoria.

El modelo estalinista fue posteriormente imitado por la Rumanía de Nicolae Ceaușescu, la China de Mao Zedong o la Camboya de Pol Pot.

En las últimas décadas el nacionalismo radical y el fanatismo religioso han sido las principales fuentes de bibliofobia violenta. En 1989, al año siguiente de que Salman Rushdie publicase la novela Los versos satánicos, el ayatolá Jomeiní de Irán proclamó una fatwa instando a su asesinato. Personas relacionadas con la obra sufrieron atentados y el escritor tuvo que llevar protección policial desde entonces, lo que no evitó que en agosto de 2022 sufriese un ataque que le dejó gravemente herido. Lo mismo les ocurrió al Premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz en octubre de 1994 y al bangladesí Zafar Iqbal en marzo de 2018. Por supuesto, no son los únicos escritores amenazados. Basta recordar a la bangladesí Taslima Nasrim y al italiano Roberto Saviano.

En agosto de 1991, en el marco de la guerra de Yugoslavia, las tropas serbias bombardearon la biblioteca de Sarajevo, fundada en el siglo XVI. Gran parte de sus valiosos fondos ardieron. Por su parte, los nacionalistas croatas hicieron desaparecer unos dos millones de libros «no-croatas». En agosto de 1992 soldados georgianos prendieron fuego al Instituto de Investigación de Historia, Lengua y Literatura de Abjasia. Las bibliotecas de Afganistán, como la de la Fundación Nasir-i Khusraw, fueron devastadas por los talibanes. El paso del siglo xx al xxi no ha eliminado el fenómeno, que se reprodujo durante la invasión de Irak por el ejército de EE.UU. en 2003: en abril de ese mismo año los Archivos y la Biblioteca Nacional fueron saqueados e incendiados en Bagdad. También en Irak, pero en 2014, tras tomar la ciudad, el Dáesh destruyó la emblemática biblioteca de la Universidad de Mosul y casi todo su contenido.

Suma y sigue.

*

Al igual que el resto de Europa, la España de los años treinta del siglo XX fue escenario de la hostilidad contra la palabra impresa. Durante la Guerra Civil el fenómeno tomó un cariz sangriento. Ambos bandos asesinaron a profesores, periodistas, escritores, traductores, bibliotecarios, editores y libreros. Por citar solo dos nombres: en la zona leal al Gobierno republicano se mató a Pedro Muñoz Seca; en la de los sublevados, a Federico García Lorca. La lista de quienes tuvieron que partir al exilo es inmensa. Baste recordar a Manuel Chaves Nogales.

No obstante, la violencia no se dio en el mismo grado en los dos bandos enfrentados en la contienda. Como sucedió en otros ámbitos, la represión franquista contra el mundo del libro fue más intensa y se prolongó más tiempo que la republicana. Por añadidura, la actuación de las tropas rebeldes estuvo directamente inspirada en la bibliofobia de la Alemania nazi. El diario falangista navarro Arriba España lo dejaba claro desde su primer número: «¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camarada! ¡Por Dios y por la patria!». No es de extrañar que en una fecha tan temprana como agosto de 1936 se organizase el primer acto público para incinerar obras tachadas como «anti-españolas». Muchos volúmenes ardieron, otros fueron reciclados como pasta de papel. Por si fuera poco, en algunas ceremonias de quema de libros se leyó el pasaje del Quijote sobre el expurgo de la biblioteca del protagonista:

—Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

—No —dijo la sobrina—, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores: mejor será arrojallos por las ventanas al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y, si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

Pese a la victoria militar y su paulatina consolidación, el franquismo siguió temiendo el poder de determinados libros. Para borrar la palabra impresa de los vencidos y evitar que surgiese cualquier tipo de disidencia interior, el régimen impuso la censura previa y prohibió la venta de una larga lista de títulos. Era uno de los muchos métodos que utilizaba para asegurarse el control de la sociedad, lo que consiguió durante la mayor parte de su historia.

Ahora bien, la dictadura fue resquebrajándose en su última década, cuando se hizo patente tanto su paulatino debilitamiento como el irrefrenable cambio social. Por un lado, las divergencias en su seno propiciaron que la política relativamente modernizadora de los sucesivos gobiernos provocase la reactivación de una corriente reaccionaria que tenía un pie en las instituciones y otro fuera. Por otro, la oposición creció, se hizo más activa y salió a la calle. Asimismo, aprendió a utilizar los pequeños resquicios de libertad que le permitía la legalidad franquista, como las asociaciones de vecinos, las publicaciones periódicas, la industria del cine, el sector editorial o las librerías. Fue entonces, en una coyuntura en la que entraron en colisión la restringida apertura patrocinada desde arriba, su aprovechamiento por parte del antifranquismo y la resistencia al cambio del sector más retrógrado del régimen, cuando el mundo del libro comenzó a sufrir un nuevo tipo de hostigamiento. Ya no se trataba de la coerción legal, sino de una violencia ilegal contra su fachada más expuesta, las librerías, y, en menor medida, contra ferias del libro, quioscos, editoriales y distribuidoras. La campaña contra estos espacios de cultura se prolongó durante la Transición democrática, a la que nostálgicos y neofascistas se opusieron frontalmente.

La ultraderecha no fue el único actor que puso en la diana a la palabra impresa en nuestra historia reciente. Aunque esporádicos y puntuales, también hubo ataques de extrema izquierda y de Euskadi ta Askatasuna (ETA, Euskadi y Libertad), organización que incendió su primera librería en una fecha tan temprana como 1973. No sería la última. Además, la banda terrorista asesinó a tres vendedores de libros y a dos quiosqueros, promovió el boicot contra editoriales y comercios, y extorsionó a un número indeterminado de profesionales ligados al mundo del libro. A partir de 1995, durante la etapa de «socialización del sufrimiento», el apéndice juvenil de ETA se cebó con establecimientos como Lagun (San Sebastián).

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Aunque en su momento la prensa prestó atención a los ataques a librerías, posteriormente el tema fue cayendo en el olvido. Los trabajos sobre la historia reciente del terrorismo en España, primero centrados en los perpetradores y luego en las víctimas, dejaron el fenómeno de lado o solo lo mencionaban tangencialmente. Fue rescatado por Aránzazu Sarría (2009) y Nadia Hernández (2018), que publicaron sendos estudios académicos sobre episodios de bibliofobia violenta de ultraderecha producidos durante los años setenta.

Faltaba una investigación más amplia, que abarcara las acciones de los perpetradores de todo signo político durante la historia reciente de España. Tal es el objetivo de la presente obra, que investiga los actos de violencia política clandestina de los que ha sido objeto el mundo del libro, más concretamente las librerías, desde 1962 a nuestros días. Aunque esta que nos ocupa es solo una faceta muy concreta de la cultura, creemos que muchas de las circunstancias analizadas son similares a las que pueden observarse en la violencia que sufrieron el arte, la música, el teatro o el cine.

Se ha utilizado la mayor cantidad posible de fuentes para contrastar convenientemente los hechos y elaborar un trabajo académico riguroso. En primer lugar, se ha acudido a la bibliografía especializada, incluyendo las memorias de políticos franquistas y militantes neofascistas. En segundo término, se han consultado los fondos del Archivo General de la Administración (AGA), el Archivo Histórico Provincial de Guipúzcoa (AHPG), el Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), Lazkaoko Beneditarren Fundazioa (LBF, Fundación de los Benedictinos de Lazcano), el Archivo General de la Universidad de Navarra (AGUN), el Archivo Judicial Territorial de la Comunidad de Madrid (AJTCM), el Archivo General de la Subdelegación del Gobierno en Barcelona (AGSGB), la Fundación Pablo Iglesias, el Archivo General del Ministerio del Interior (AGMI), el Juzgado Togado Militar Territorial n.º 43 de Burgos, el Archivo del Gobierno Civil de Vizcaya (AGCV) y el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo (CMVT). Así, hemos podido acceder a documentación generada por ETA y a documentación oficial, una parte de la cual permanecía inédita: fuentes judiciales como sentencias y sumarios; fuentes policiales como diligencias previas e informes estadísticos; y boletines nacionales y regionales del Servicio Central de Documentación (SECED), el servicio de inteligencia español durante el final de la dictadura franquista y los inicios de la Transición. Internet también nos ha proporcionado datos interesantes.

Tercero, se ha realizado un vaciado exhaustivo de la hemeroteca, incluyendo la del Archivo Linz de la Transición española (Fundación Juan March). El examen de los diarios La Vanguardia, Diario Vasco, ABC, El País, Las Provincias y otras cabeceras provinciales, así como de revistas como Fuerza Nueva y El Libro Español, nos ha servido para elaborar una base de datos que registra 225 actos de violencia clandestina contra librerías, ferias del libro, quiscos, editoriales y distribuidoras entre 1962 y 2018. No son los únicos de los que fue objeto el mundo del libro en su conjunto, pero hemos preferido no tener en cuenta a efectos estadísticos acciones contra revistas literarias o escritores, aunque se mencionen a lo largo de estas páginas. En cuarto lugar, hemos recurrido a las fuentes orales. Para este trabajo nos hemos puesto en contacto con gremios y profesionales del mundo del libro, que amablemente nos han atendido y ayudado. Hemos entrevistado presencialmente a ocho libreros: Aldo García Arias (Madrid, 29 de abril de 2021), Fernando Valverde (Madrid, 30 de abril de 2021), Lola Larumbe (Madrid, 30 de abril de 2021), Javier López de Munáin (Pamplona, 25 de mayo de 2021), Ignacio Latierro (San Sebastián, 8 de junio de 2021), José Ramón Saiz Viadero (Santiurde de Toranzo, 25 de junio de 2021), Rafa Arnal i Torres (Tavernes Blanques, 15 de junio de 2022), y Maxen Zinkunegi Iraola y su esposo Gotzon Etxeberria Setien (Andoain, 19 de diciembre de 2022).

Además de a los libreros entrevistados, los autores desean dar las gracias a Miguel Jesús Sánchez (librería Sandoval), Alberto Sánchez Ramírez, CEGAL, Raúl López Romo, Elena Blázquez, el diario Levante-EMV, Jesús Casquete, Ramón Saizarbitoria, Idoia Estornés, Javier Merino, Liviana Bucureșteanu, Martín Alonso, Eugenio Ariztimuño Amas, Javier Cámara, María José de Acuña, el Gremio de Librerías de Madrid, Andrea Blázquez, el Gremi de Llibrers de Valencia, Miguel García Sánchez, Rafael Leonisio, Fernando García Fernández, Carlos de Miguel, el equipo del archivo de José Ramon Saiz Viadero, José Luis González Pelayo, Ignacio Alonso, el Grupo de Trabajo Desmemoriados, Francisco Rojas, José Francisco Briones, David Mota, Steven Forti, T. Serna, José Fernando Mota Muñoz, Elena Picó Chausson, Josep Mengual Català, María Jiménez, Manuel Llanas Pont, Miguel Madueño Álvarez, Germán Rodríguez, la familia Rosón-Boix, Mikel Orrantia, Elena Recalde, Luis Castells, Sophie Baby, Xavier Casals, Ernesto Milà, Lorenzo Castro y Jon Lamas.

Este trabajo se ha realizado en el marco del Programa de investigación del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo y del Proyecto de investigación de la UPV/EHU «Vida cotidiana, sociabilidad y culturas políticas en el País Vasco-navarro contemporáneo», que dirigen Santiago de Pablo y Jesús María Casquete, con financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación (AEI/FEDER).

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Autores: Gaizka Fernández Soldevilla y Juan Francisco López Pérez. Título: Allí donde se queman libros. Editorial: Tecnos. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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