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Arquitectura y literatura (II): El Castillo de If

Arquitectura y literatura (II): El Castillo de If

“Al comparar los dolores de la existencia real con los placeres de la existencia ficticia, nunca querrás volver a vivir y querrás soñar para siempre.»

(Alejandro Dumas, El conde de Montecristo)

La ciudad no es la misma tras haber leído un libro sobre ella. Sus calles y edificios se transfiguran, como si descifrásemos secretos hasta ese momento ocultos. Cerramos los ojos y los personajes nos asaltan. Sus temores o anhelos hacen que veamos cada rincón como ellos lo hicieron. Y aunque pisemos por primera vez ciertos lugares, sentimos que ya los hemos visto antes, porque, de un modo u otro, ya eran nuestros.

Recorrer Marsella con El conde de Montecristo en la mochila es una experiencia asequible para cualquiera, incluso para quien no ha leído la novela, pues la inmortal obra de Dumas ha marcado para siempre la ciudad más antigua de Francia. Podemos empezar paseando por el puerto viejo, esperando, como el señor Morrel, que el Pharaon aparezca por la bocana de un momento a otro. Dejamos atrás el fuerte de San Nicolás y seguimos caminando hasta la playa de los Catalanes, creada donde antes se alzaba un pequeño pueblo de pescadores. Un tótem metálico nos recuerda la historia de la bella Mercedes, que evocamos escrutando el horizonte como ella hacía, la mirada perdida en ese lugar del que nunca se regresa. Y allí, ante nosotros, aparecerá la sobria y temida silueta del castillo de If.

Para llegar hasta él tenemos que volver sobre nuestros pasos y coger un barco en el puerto viejo. Cerramos los ojos e imaginamos que alguien nos los ha vendado, en medio de la noche, y nos conduce, a bordo de una barca, a una cárcel de la que nadie sale con vida. Conforme nos acercamos a la pequeña isla, nos damos cuenta de cuán terrible tuvo que resultar para los presos la sensación de estar abandonados a su suerte, aislados de todo, mental y físicamente. Pero el motivo inicial de la construcción del castillo no fue crear una prisión inexpugnable. La situación estratégica de la isla de If impulsó el levantamiento de la primera fortaleza de Marsella en 1529, con la misión de proteger el principal puerto de Francia. Fue a partir de 1580 cuando empezó a ser utilizada como cárcel del Estado, recibiendo a presos políticos o religiosos, figuras incómodas para el poder establecido, entre las que destacó el célebre Edmundo Dantés, el único que fue capaz de escapar en los trescientos años de actividad del enclave. Una apasionante historia que nos envuelve desde nuestra llegada al lugar.

"Entramos, descubrimos el reducido espacio en donde vivió durante catorce años, y ante nosotros aparece lo insólito: el estrecho túnel"

Atravesamos los gruesos muros de la fortaleza en silencio, como señal de respeto hacia el pasado de la abrumadora construcción, hasta llegar al patio que permite acceder a todas las celdas. Sobre el dintel de cada puerta, una pequeña placa recuerda a quienes allí fueron encerrados. No tardamos en encontrar el nombre del conde de Montecristo. Entramos, descubrimos el reducido espacio en donde vivió durante catorce años, y ante nosotros aparece lo insólito: el estrecho túnel que le permitió conocer al abate Faria y, por ende, poner fin a su cautiverio. Tendidos en el suelo quedan los pocos utensilios con que el carcelero servía la comida y que, junto con grandes dosis de ingenio, permitieron a los presos perfeccionar su magna e inconclusa obra. Intentamos abrir los ojos, porque nada de lo evocado ha sucedido realmente, pero por mucho que queramos despertar de nuestro sueño, algo nos lo impide: el túnel sigue estando ante nosotros, que nos creemos perdidos en algún extraño lugar, a medio camino entre la memoria histórica y el imaginario colectivo.

La primera vez que Alejandro Dumas visitó el castillo de If fue en 1824, atraído por la historia del general Kléber, cuyo asesinato en El Cairo en 1800 puso fin a la expedición napoleónica en Egipto y cuyos restos mortales, durante su repatriación, permanecieron encerrados nada menos que diecisiete años en If, junto al resto de personalidades cuyo regreso resultaba demasiado incómodo para el poder. El padre de Dumas, que fue general en la Revolución Francesa y compañero de Kléber, le contó los detalles de esta curiosa historia, que engrandecía la leyenda de una prisión ya célebre por sus insalubres condiciones. Y su evocadora ubicación terminó de convencer a Dumas para encerrar allí a Edmundo Dantés, cuya historia se inspiró en un suceso real: la vida de un tal François Picaud, que en 1807 fue encarcelado en París por un falso motivo y que compartió celda con un abate milanés cuya fortuna le permitió urdir su venganza una vez salió de la cárcel.

El conde de Montecristo, que Dumas escribió a la vez que Los tres mosqueteros y La reina Margot, fue publicado en formato de folletín en el periódico Le Journal des Débats entre 1844 y 1846. En una época en que los libros eran caros y difícilmente accesibles, el folletín democratiza la literatura y facilita el éxito inmediato del relato. Tras su primera publicación, fue editado como novela y traducido a más de veinte idiomas, convirtiéndose en el primer best seller de la Historia.

"La literatura cambió para siempre el destino del castillo de If, hasta el punto de que su actual visita nos puede hacer pensar que entramos en un museo dedicado en exclusiva al conde de Montecristo y a Alejandro Dumas"

Aquella notoriedad motivó la construcción de un túnel entre dos estancias del castillo, en 1858. En ese mismo año, Alejandro Dumas vuelve a If de incógnito y es recibido por un conserje que no duda en contarle la conocida encarcelación de Dantés, sin escatimar detalle alguno, y mostrarle la celda en donde fue realmente encerrado. Unos años más tarde, el arquitecto Henri-Jacques Espérandieu, autor de una monografía sobre el castillo, también es guiado por un conserje que, además, cuenta la historia de otros prisioneros célebres que, como el hombre de la máscara de hierro, nunca estuvieron allí. Su relato es tan convincente que impulsó la ubicación de sendos rótulos para evocar a dichos presos, sobre la puerta de cada celda. En 1880 el castillo deja de ser una cárcel y es abierto al público, trasformado en lugar de peregrinaje para lectores de todo el mundo. En 1917 se rueda allí la primera película sobre la novela y en 1926 pasa a ser considerado “monument historique”, añadiéndose a una larga lista de edificios protegidos por su incuestionable interés.

La literatura cambió para siempre el destino del castillo de If, hasta el punto de que su actual visita nos puede hacer pensar que entramos en un museo dedicado en exclusiva al conde de Montecristo y a Alejandro Dumas. La verdadera historia ha quedado eclipsada por la ficción literaria, más sugerente y en resonancia con un subconsciente colectivo identificado con la increíble gesta de Dantés, pero también con todas las imágenes que la cárcel insular puede evocar. Un lugar alejado de todo, con unas reglas propias, del que nunca se regresa y en donde no nos gustaría vernos encerrados. El abuso del poder y la resistencia del individuo al mismo se materializan en un icónico edificio, en el que un pequeño túnel representa la esperanza. La recreación de dicha galería nos muestra una construcción que no solo facilitó a Dantés la llave de la libertad, sino que le otorgó la principal herramienta que necesitaba para vivir libremente y desenvolverse en un mundo hostil: la erudición proporcionada por el contacto con el abate Faria. El túnel como pasaje físico, pero también iniciático.

Pero algo falla, y salta a la vista del lector fiel. El castillo y el túnel son mucho más pequeños de lo que imaginábamos. Si bien los rasgos principales están ahí, los detalles nos confunden. Accedemos a la supuesta celda de Dantés desde el patio central, en la planta baja, en lugar de bajar por una estrecha escalera hasta el sótano, que en realidad no existe. El habitáculo debía de ser mucho más pequeño, sombrío y alejado del de Faria. Ni siquiera el atrezzo se asemeja al del relato, que describe un verdadero camastro que permite esconder la entrada al túnel. Hay demasiados errores en esta Matrix, y el universo que han creado para nosotros no colma las expectativas.

"Alejandro Dumas se apoyó en el castillo de If real, en sus piedras y en su historia, para crear el suyo propio"

En realidad, la celda de Dantés fue un antiguo polvorín. Además de este espacio y de la cocina, la planta baja acogía las “células colectivas”, grandes estancias insalubres en donde los presos se hacinaban y la promiscuidad estaba a la orden del día. Solo quienes podían permitírselo pagaban cierta cantidad para poder ocupar los ocho habitáculos individuales del primer piso, que incluso estaban equipados de chimeneas. Y ya está. Ni hay más niveles, ni un sótano, ni estrechos y largos pasillos.

El castillo de If imaginado por Dumas no existe. Al menos en este mundo que llamamos realidad y cuya percepción no tenemos la certeza de compartir. Existen tantos castillos de If como lectores, como imágenes personales creadas a partir de incontables pistas dejadas por un maestro que nos conduce a un terreno desconocido. Alejandro Dumas se apoyó en el castillo de If real, en sus piedras y en su historia, para crear el suyo propio, ensalzando y dotando a la construcción original de ese halo de misterio que envuelve cuanto nos cautiva sin razón alguna. Descomponiéndola en estudiados fragmentos, en huellas cuidadosamente esparcidas para que el lector las recomponga según su criterio y encuentre el camino que lleva a su propio mundo.

Por eso recomiendo a todo visitante del castillo de If que se separe del grupo y se dirija a uno de esos rincones alejados de pantallas, textos y vitrinas. Que centre su mirada en los muros de piedra, que aún conservan las inscripciones realizadas por los presos que nunca salieron de allí. Que cierre los ojos y se deje llevar por lo que Dumas y Dantés sintieron en aquel preciso lugar. Que afine el oído hasta llegar a escuchar los pasos del carcelero cuando trae cada plato de comida. Porque es la única manera de entender a quienes vieron esos mismos muros hasta el final de sus días. De sentir la desesperación del preso número 34 y la rabia que acumuló hasta poder liberarla en la más célebre venganza. Y cuando abra los ojos, salga del castillo de If y vea su silueta alejarse por la borda del barco, entenderá que nunca se abandonan del todo los lugares que nos marcaron de algún modo. Que no se puede huir del pasado. Que no se deben olvidar los hechos, reales o imaginarios, que nos permitieron ver y sentir como ahora lo hacemos. Que nos convirtieron en lo que ahora somos.

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