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Arquitectura y literatura (IV): El palacete de los Villefort

Arquitectura y literatura (IV): El palacete de los Villefort

137 rue du Faubourg Saint-Honoré

La casa estaba triste porque tenía remordimientos; tenía remordimientos porque escondía un crimen” (Alejandro Dumas, El conde de Montecristo).

El tiempo le ha devuelto la vida que un día perdió. Nadie diría hoy que la muerte se alojó entre sus muros y los cortejos fúnebres salieron con sospechosa frecuencia de su patio de honor. En 1838 sus contraventanas se cerraron a cal y canto, a medida que la desolación se instalaba en sus estancias. Querían evitar que miradas ajenas escrutaran un lugar desprovisto de alma y supieran que la venganza del conde de Montecristo había pasado por allí.

Hoy es un luminoso hôtel particulier de la rue du Faubourg Saint-Honoré, en París. Dumas nunca desvela su número exacto, así que, para encontrarlo, tuve que orientarme por la proximidad de la iglesia de Saint-Philippe-du-Roule, cuyas campanadas permiten a los personajes medir el tiempo en más de un momento clave. Si nos aventuramos por esta célebre avenida desde la rue Royale, veremos que sus palacetes ya no pertenecen a familias aristocráticas, sino a instituciones públicas. Las embajadas de Estados Unidos, Reino Unido y Canadá, el Ministerio del Interior e incluso el Palacio del Elíseo comparten distrito y medidas de seguridad. Con un poco de imaginación podremos obviar las fachadas haussmanianas que densificaron el paisaje y verlo como era a principios del siglo XIX: una elegante sucesión de palacetes protegidos por sobrios muros de piedra.

"Recordamos el protagonismo que aquella construcción tuvo en El conde de Montecristo y nos cuesta reprimir las ganas de llamar a la puerta"

Cuando pasamos frente al número 137 la evidencia salta a la vista. Ni demasiado ostentoso, ni excesivamente sobrio: el equilibrio perfecto para un procurador real. Y la presencia de un edificio contiguo a la derecha, de dos plantas y perpendicular al cuerpo principal, nos eriza la piel. A primera vista podría tratarse de un ala del palacete, pero pronto comprobamos que los forjados no están a la misma altura y el ritmo de la fachada no se corresponde con el del edificio principal. Recordamos el protagonismo que aquella construcción tuvo en El conde de Montecristo y nos cuesta reprimir las ganas de llamar a la puerta. Pero preferimos entrar por la parte de atrás, sin avisar, tal y como Dumas nos presenta esta célebre morada. Para ello damos la vuelta a la manzana y pasamos por la rue d’Artois, hasta dar con un muro de piedra y una reja que apenas contienen las copas de los frondosos árboles del jardín.

El hotel Schneider

Desvelar los secretos de una casa no es fácil, sobre todo cuando quienes la habitan tienen mucho que ocultar. Para entrar en ella hace falta un pretexto y un poco de suerte. En el caso que nos ocupa, el pretexto fue una historia de amor, y la suerte vino dada por unas rocambolescas circunstancias, que giraron en torno a la especulación inmobiliaria. Antes, cada hôtel particulier estaba dotado de un vasto jardín, y Gérard de Villefort, procurador real, ante la construcción de una nueva calle detrás de su palacete, decidió vender una pequeña parte de su parcela. Pero la operación no salió tan bien como le hubiera gustado, pues la calle no terminó de atraer a los inversores y la ausencia de interés acabó dejando el terreno en manos de campesinos, que ni siquiera pudieron cultivar algo de provecho. Y gracias al escaso valor de aquella porción de tierra, Maximilien Morrel pudo alquilarla por un precio irrisorio y acercarse así a su amada, Valentine, la hija del primer matrimonio de Gérard de Villefort.

"Un alto muro de piedra separa la residencia de los Villefort de ese pequeño paraíso en el que todo es posible, en donde los amantes se citan para hablar sin verse"

Dumas se sirve de este lugar secreto para hablarnos de un amor prohibido, como si fuera la materialización del mismo. Porque lo único que puede enraizar en ese estéril terreno es un romance condenado a la desgracia. Y es que Valentine está prometida a Franz d’Épinay, obligada a un matrimonio sin amor cuya única finalidad es exorcizar viejos fantasmas capaces de ensuciar la impoluta imagen pública de su padre. El cándido carácter de Valentine le impide rebelarse ante el destino impuesto e inflige a su amor hacia Maximilien una condena de encuentros furtivos.

Un alto muro de piedra separa la residencia de los Villefort de ese pequeño paraíso en el que todo es posible, en donde los amantes se citan para hablar sin verse, para soñar con un mundo a la medida de sus deseos. En un lado de la tapia hay una verja que fue cerrada con tablones de madera para impedir que cualquier mirada indiscreta pudiera acceder a la intimidad del palacete. Pero entre esas tablas quedan intersticios por los que pasa la esperanza, en donde el tacto completa al oído y los besos prohibidos cierran pactos imposibles. Dumas exime a la reja de su habitual función de barrera para transformarla en una permeable membrana, en un juego de llenos y vacíos en el que la victoria es posible. Porque las barras de hierro pueden separar cuerpos, pero no sentimientos.

Aun así, este amor imposible necesita salvar el obstáculo físico si quiere seguir adelante. Para ello, se sirve de una simple escala de madera. Aunque era Valentine quien debía utilizarla para escapar, el día de la firma de su contrato de matrimonio forzado, al final es Maximilien quien sube por ella, ante la sospechosa ausencia de su amada. Y así es cómo, acompañándole y amparados por la oscuridad de la noche, entramos en el inexpugnable palacete, donde la muerte acaba de cobrarse su primera víctima.

"Todo valor inmaterial encuentra una traducción física en el universo de Dumas"

A mitad de camino sorprende una conversación entre Gérard de Villefort y su médico: un veneno es lo que ha matado a la abuela materna de Valentine. Y quien lo ha usado vive entre los muros del hôtel particulier. Una vez dentro, tras haber aprovechado que la puerta del jardín estaba abierta, Maximilien busca la única ventana que ha visto iluminada desde fuera. Se orienta con facilidad en un escenario en donde nunca ha estado, pero que conoce gracias a las descripciones de su amada. Se dirige hacia la escalera principal, llega al primer piso y se para en seco cuando reconoce los llantos de Valentine, que vela el cuerpo de su abuela. Tras una breve conversación, sin barreras de por medio esta vez, escucha cómo Villefort cierra con llave la puerta del jardín y le encierra en la casa maldita. Para salir, se verá obligado a pasar por la única habitación con una puerta que da al exterior, la de Noirtier, el padre de Villefort, cuya paraplejia le obliga a vivir en el nivel inferior.

Ello confirma que todo valor inmaterial encuentra una traducción física en el universo de Dumas. La puerta de Noirtier no solo permitirá disimular, a partir de ese momento, las idas y venidas de Maximilien, sino que revelará al abuelo de Valentine como el único apoyo de la pareja dentro de la casa. Él es el único capaz de evitar que el contrato de matrimonio con Franz d’Épinay llegue a firmarse, y el único consciente del camino que la muerte se abre en el palacete. Aun así, no logra frenar su avance, que acaba ejecutando a su lacayo y amenaza a Valentine, cuya vida, a pesar de la protección de su abuelo, empieza a apagarse.

Valentine y Maximilien

Gracias a la ayuda del estudio de arquitectura Sylvain Quittet, responsable de la restauración de las fachadas, conseguí los planos de una parte del edificio. A partir de esa porción de realidad, fui dibujando y construyendo cada escenario, guiándome por las descripciones de la novela. El análisis de la tipología del hôtel particulier parisino me permitió entender los invisibles nexos que unen cada estancia, completar los vacíos, dar coherencia y veracidad al conjunto, de la misma manera en que Dumas interiorizó esa lógica espacial para mover a sus personajes, que desfilan por una sucesión de salas, que van de las más públicas a las más privadas. El teatral recorrido entre el vestíbulo y la alcoba queda organizado por una serie de filtros estratégicamente dispuestos, dimensionados en función de lo que se quiere mostrar y de cómo se quiere conducir al visitante, obligado a pasar por puertas que solo el anfitrión puede abrir. En paralelo, el servicio utiliza pequeñas habitaciones y circula por estrechos pasillos y escaleras secundarias, que permiten circular por el edificio con facilidad, sin apenas ser visto. A partir de esos datos, consigo dar forma al dibujo y tridimensionalidad a la novela.

"Una vez más, la acción se apoya en la configuración física del lugar"

La armonía de ese conjunto perfectamente orquestado se ve alterada por la irrupción de una inesperada invitada. La muerte, ayudada por un potente veneno que asegura la impunidad a quien lo dirige, se mueve por la casa con sorprendente facilidad, sirviéndose de los atajos usados por los sirvientes, que transportan, sin saberlo, las jarras que contienen el líquido letal. Héloïse de Villefort, la segunda esposa de Gérard de Villefort, es quien abate, uno a uno, a los habitantes de la casa para que su hijo pequeño pueda heredar la fortuna familiar. Una vez más, la acción se apoya en la configuración física del lugar. El trágico desenlace solo puede ser evitado por una intervención externa, la del protagonista de la novela, cuya ayuda no puede llegar sin una transformación material de la casa. Y ahí reside el golpe de gracia, el toque maestro que aportará un inesperado giro a los acontecimientos.

Maximilien se siente impotente al ver que el amor de su vida va a morir sin poder hacer nada para evitarlo y cuenta su desgraciada historia al Conde de Montecristo. No puede sospechar que su confidente es quien tumbó la primera ficha de dominó de una larga hilera que todavía no ha alcanzado su verdadero objetivo. El conde es el único que puede parar una maquinaria cuyo funcionamiento conoce a la perfección, así que no duda en utilizar su fortuna y, sobre todo, su ingenio, para ayudar a su mejor amigo.

Disfrazado como el abate Busoni, alquila el edificio contiguo al palacete, tras desalojar en tan solo dos horas a los anteriores inquilinos, convenciéndoles de que un problema en los cimientos de la casa obliga a reforzarlos con urgencia. Genial coartada para introducir a un grupo de albañiles que trabaja día y noche con el único objetivo de abrir, en un tiempo récord, un pasadizo en el muro adyacente a la habitación de Valentine. Tarea fácil para quien ya cavó un túnel imposible en el sótano del castillo de If, con la ayuda del abate Faria. La discreta abertura queda escondida tras una biblioteca y las estanterías, llenas de libros, se convierten en una improvisada trinchera. Desde allí, el conde pasa las horas vigilando lo que sucede al otro lado, mirando a través de un pequeño agujero disimulado en la profundidad de un estante. Y cada noche, mientras la joven duerme, se reproduce una macabra coreografía en la que cualquier error puede resultar fatal. La puerta que da a la habitación contigua se abre y una mano vierte unas gotas de brucina en el vaso de agua que descansa sobre la mesa de noche. Minutos después, el conde de Montecristo mueve sigilosamente la biblioteca, sale de su escondite y vierte el antídoto que retrasa, un día más, el temido desenlace. La biblioteca se convierte en la justa metáfora de la salvación, y ese doble uso es el toque mágico que eleva la arquitectura, y su capacidad de transformarse, al rol de protagonista literario.

"Dumas se sirve de todos los elementos arquitectónicos a su disposición para aumentar la tensión de la escena y poner a prueba a sus personajes"

La alcoba de Valentine se convierte desde entonces en la “habitación de las tres puertas”, donde se puede entrar desde tres lugares distintos: la mencionada biblioteca, la escalera que permite acceder también a la habitación de Heloïse de Villefort y el dormitorio de su hermanastro, Édouard, que cuenta, además, con un acceso directo desde la alcoba de la madrastra de Valentine. En la tipología del hôtel particulier parisino, no solo era habitual que los cónyuges durmieran en pisos distintos, sino que la mujer solía contar con un acceso directo a las habitaciones de los hijos. Y Madame de Villefort se sirve de esa entrada para seguir administrando el veneno, incluso cuando su marido cierra con llave la puerta que da a la escalera, pensando que es la única manera de salvar a su hija.

Dumas se sirve de todos los elementos arquitectónicos a su disposición para aumentar la tensión de la escena y poner a prueba a sus personajes. El autor explota todas las posibilidades que le ofrece la configuración del hôtel particulier, con su sucesión de estancias, escaleras y puertas secundarias, y la lleva al límite, recurriendo a una magistral vuelta de tuerca para resolver la acción: el pasaje secreto.

Recomiendo leer el libro a quien no sepa cómo acaba la escena, y, si surge la ocasión, visitar el número 137 de la rue du Faubourg Saint-Honoré. Poco importa que la construcción en cuestión se edificara en 1860, veintidós años después de que el conde de Montecristo consumara su venganza y dieciséis años después de la primera publicación del folletín. Su arquitectura es un perfecto ejemplo del hôtel particulier parisino del siglo XIX, nos hace soñar y nos permite ponernos en el lugar de Alejandro Dumas para descubrir los argumentos que le convirtieron en un improvisado arquitecto. Sus 3.900 m² cambiaron varias veces de propietario: el edificio perteneció a la familia Schneider antes de ser comprado, en 2003, por el cineasta Luc Besson, que se vio obligado a venderlo en 2011 para paliar las pérdidas de su empresa, EuropaCorp. Actualmente alberga las oficinas de PVH Francia, la estupenda galería de arte y muebles antiguos Sarti y el restaurante Apicius, accesible desde la rue d’Artois.

Arquitectura como protagonista

Pasear por esa calle nos recuerda que su muro de piedra y su reja de hierro forjado pudieron haber sido testigos del amor más puro que se pueda imaginar. Ése que nunca se doblega y siempre perdura. Ése que es capaz de superar cualquier obstáculo, incluso cuando se trata de la muerte más cruel. Porque la arquitectura es mucho más que una construcción física e infinidad de lecturas distintas son posibles, en función de la Historia, real o ficticia, que haya detrás de cada una de ellas.

Y si se quiere seguir descubriendo otro de esos lugares emblemáticos en los que la realidad se da la mano de la ficción para sugerir otra forma de ver las cosas, no hay que ir muy lejos. Si andamos apenas diez minutos, en la célebre avenida de los Campos Elíseos encontramos la particular morada del conde de Montecristo.

[Continuará]

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