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Bajo la bandera del ocio, de Maximiliano Díaz Troncoso

Bajo la bandera del ocio, de Maximiliano Díaz Troncoso

Maximiliano Díaz Troncoso es un poeta y librero nacido en Rancagua, Chile, en 1994. Obtuvo el premio Roberto Bolaño de poesía en 2019. Es cofundador de la librería Escorpión Azul, en Santiago de Chile. Es autor de Quien amasa las olas (Overol, 2020). Presentamos un fragmento de su último libro, Bajo la bandera del ocio (Overol, 2023), un único poema de aliento largo en el que el autor recoge la herencia de los grandes cantos clásicos pero adaptándolos al imaginario callejero contemporáneo de la infancia y la adolescencia en un Chile gris, donde los únicos elementos luminosos son los que resisten escondidos en la amistad, el amor y la ternura.

***

Este es tu país
el que buscaste escarbando
en la arena y al fondo
de las vitrinas iluminadas
que con sus luces azules
te hablaban de descuentos y
carteras. Un lugar que imaginaste
estaría lleno de acequias
verdosas, trozos de mata nativa,
musgo en paladar de ranas.
Aquí robaste tu primer botón
de oro y te lo echaste en
el bolsillo. Tú creías que acá
encontrarías semáforos
y sus circuitos, que corren
enredan, dictan la dieta
de sus tiempos. Pero esto, este país,
no se trata de eso ni del
tiempo. Esto, de lo que voy
a hablarte y espero me escuches
delgado muchacho de rulos y ojos
almendrados, es otra
cosa. No va de la nostalgia
de otro país dentro del tuyo. Ni
tampoco del amor. Mas para los
efectos de lo que voy a decirte, espero
sea suficiente este poema.

Bien sabes tú que los canales
de riego de televisión los de altos
pastos que te llevaban al río
eran una oleada mansa
de fechas desordenadas. Porque
esto, vas acordándote, pasó antes.
Cuando pensabas que lo siguiente
sería desenrollar con éxito
el pergamino de los años
cumplidos. Esto
comienza cuando tenías
unos tres o cuatro o cinco
años y eras un niño pálido con
las uñas color sol. No te las
manchabas con tierra yeso harina
y dormías bajo la mesa
de centro. Cero pelota, bicicleta

solo con ruedas de apoyo. De todos
los niños eras el más lento. Animal de interior,
televisista prodigioso. Fanático de Disney.
Creías que dos distintos
televisores transmitían dos distintos
programas y horarios. Fan
de las moscas los colmillos el color
gris. Ocasional devorador de hormigas
picantes aplastadas siempre
con el dedo. Todo esto se veía muy claro, muy
visible a tu juicio. En tus cachetes
enrojecidos, en tu ahogo
ante las escaleras
en tu irregular forma de correr
tras los niños del pasaje. Ibas
de la mano con tu padre. Tú lo
recuerdas: venían de la feria. Llevaban
bolsas de tela hecha del mismo
material que un saco
de papas. Él, tu papá, se veía enorme pero
era apenas un muchacho (mucho
más joven de lo que yo mismo
soy ahora). Chascón pelusa
fumaba solo si había más gente.

Deshojaba él mismo sus lluvias
y rezaba a su propio
dios, con formas irregulares y piedras
en las manos. Unos veinticinco
tenía, ¿no? Y las bolsas
cargadas de apio y naranjas.

Tu padre bajó las
bolsas y las puso en el piso. Da
igual si las verduras se llenan de tierra estas
huevadas de ahí las sacan, te dijo
o crees que te dijo. Tu papá recogió
y estiró sus dedos. Esas hormigas rosadas
que en mañanas semejantes revolvían
la leche y lavaban las maltrechas
pailas de huevo.

Su silueta era lo único
que te tapaba el sol.
Empuñó una mano, la cerró bajo la otra y
sopló con fuerza
de ese cuenco carnoso.
Así, acariciando el aire
tibio sacó con el pulso de su boca
un canto de pájaro. Aleteó con su palma
abierta
y el ave misteriosa de alveolos
que vivía en su garganta
cantó más fuerte, reclamó
la cosecha de esa plaza estéril.

En esa época ignorabas cómo
pasaban las cosas, mas
lo hacían —y en cualquier
momento—. Se interrumpió el juego
de los niños que al fondo, junto
al canal, encorvados como
cangrejos sobre sus cortas
sombras, simulaban una guerra.
Un estado de sitio hecho
de tablas y clavos oxidados

(¿estaba

tu primo entre ellos?
Ese niñito de ojos verdes y pelo
delgado al que le reventaron
la nariz unos punketas).

Se tiraban piedras y
colillas. Varios de ellos, varias
de ellas tenían tu edad. Un par
más afortunados, más grandes
que tú, comenzaban a cauterizar
la herida de la infancia y llamaban
con sus ladridos desafinados
a los perros salvajes
del invierno.
Pero todos, de cierta
manera, estaban a tiempo
para seguir deshilachando
los días bajo la afortunada
bandera del ocio.

En medio de su guerra esos
niños llenaban cestas
imaginarias con camarones
de mentira. Los contaron
tocando aire y para ti
apareció la guarida secreta
entre los hornos botados
sobre las mechas crecidas
de la maleza.

Tu papá se sacó las manos
de la boca y tomó las bolsas.
Siguieron camino a tu casa donde
tu madre estudiaba para
las primeras pruebas de
una universidad que ahora
es un café.

En el patio te llevaste las manos
a la boca y soplaste, pero
nada. Apenas aire tibio sobre
tus palmas color salmón.
¿Divisabas entonces
la lenta aparición
de la tristeza?                 Sea esta lo que sea: si cansancio
odio prístino, fantasías sobre la muerte en micros
y a la hora de comer. La sombra que marcaba
el avance del sol sobre los barrotes
de la ventana, las botellas vacías
que tus vecinos metían bajo el
lavaplatos. Como el silencio de
tu vecinito al que le cayó encima una olla
hirviendo y se tocaba a ciegas
el terreno irregular de la herida
bajo la nuca.

La muerte apuntala
a la vida con una
dedicación admirable. Y algo
del silencio siempre
te lo recordó.

En el ejercicio sigiloso de
la boca recogías tu
carácter. Mientras los niños,
aún afuera, veían cómo el sol
se cortaba un dedo y la tarde
se iba poniendo roja. Pero ellos
recolectaban nísperos y latas
de cerveza. Ellos tropezaban
con coloridas baterías
de autos.

«Es que te entra aire», te dijo
tu papá cuando le preguntaste
por qué a ti por qué solo a ti
no te sonarían las manos. Te las revisó
y repitió las formas que el cuerpo
les había regalado. Tocó las manos que después
intentarán leer las gitanas. Trazar el camino
abierto por las uñas y la saliva

pero nada

aire      entre tus manos

Y con tus manos calladas pasaron
los años. Llegó la hora
del desastre y ya muchacho
rapeabas bajo el cielo
abierto del gimnasio del colegio
aún en construcción.
Te abrías paso en esa aldea
remota, senderos abiertos
por las patas de caballos con sus orejas
sangrantes. A mano limpia
agotabas las tardes llenas
de piojos y vecinos crueles
sudorosos            que gobiernan
con la seguridad de la humillación.

Pero tú y tus amigos rapeaban bajo
el cielo abierto del
gimnasio en construcción.
En el buzo institucional —azul y
delgada franja
roja— llevabas elásticos de costura
que le sacabas a tu abuela. ¿Recuerdas
que ella cosía antes de que la atacara
la Enfermedad del Olvido?
En tu adolescencia ya corrías. No eras
malo para los deportes. Sí regular
mediocre. Del montón. Listo
para sentarte en la banca una hora mientras
los titulares jugaban. Esperabas
oportunidades lesiones un accidente que les impidiera
pero nada.
Tus amigos y tú rapeaban entre
baldosa y hormigón armado
en las horas lectivas. Recuerdas
cuando Bryan y Álvaro
en el invierno de las comidas
aliento amarillento de vienesas y puré
en polvo movían las manos y la cabeza.
Bryan daba el beat, se llevaba
las manos a la boca y —como
tu padre— soplaba un ritmo.
Intentaste rapear esa
vez: invierno abierto. Los búhos
escapaban del día avenida
San Joaquín en dos mil ocho —¿o fue
nueve?—. Pero no pudiste. Se
te trabó la lengua. Las palabras
como el miedo, como la pena
querían salir de tu boca sin
permiso. Y no hallaron orden
ni momento. Te las guardaste en la garganta y
brazos cruzados de por medio
miraste.
Después de clases se iban en
fila al galpón abandonado
cerca de la casa donde tus papás
habían decidido unir deudas, cuentas
bancarias, despensas, álbumes
de fotos —llenos de bautizos y cumpleaños donde la luz

entra irregular—

y rapeaban hasta que les
caía la noche. Tomaban
las palabras de los textos escolares
del Estado y con la voz más
clara que permitían sus bocas
moldearon el aire. No había
vergüenza, solo agitación y las
manos y las cabezas arriba abajo
arriba abajo.
Hacían canto entre ladrillos y piedra roja
manchas fétidas en el piso. El cemento
intentaba ganar territorio
a los pastos. Todo maquillado
de polvo por ese bosque
que no pudo ser.
Y humedecido al borde nocturno
por el tacto de las botellas a medio
tomar.

(Pero van a demolerlo, les dijeron:

y muy pronto edificios: 2ª etapa. Monoambientes
Home Studio Compra hasta*** a 35 años. La familia, el
amor también son

posibles en      espacios pequeños).

Llegaba la
tarde sobre sus mochilas anochecía.
Se sacaban los gorros
de lana o visera plana. Marcado al
costadito AA. Lucían mechas
de clavo, cortes de milico. Escondían
chocolos bajo la camisa por el protocolo
de la imagen escolar. En las manos
se pusieron saliva y cigarro light.
Sacudían sus cabezas y el
cielo casi negro, iluminado
a punta de teléfonos
se llenaba de caspa.

Cerca de las panderetas
entre condones usados, bichos
tornasol, campanas oxidadas
de cocina, bosta de vaca con
textura carbón deshecho
vieron brotar la maleza y los
tomates. Los campos,
ya lo suponías en ese
entonces, están arruinados: ninguna
casa colapsaba sus bodegas de grano,
cereales ni hojas verdes que
adornasen los platos a la
hora de comer. Pero en todas
partes hay semillas que se riegan
a pulso con orina, lluvia y sangre
de chancho.

Pero ¿tú y tus amigos sabían dar cuerda
a la vida? Los hogares
siempre iguales. Tú volvías a la casa
de tu abuela y cada día
el sol trepaba por los techos y los muertos
a la caza de horas de luz
repartían con paciencia sus
cápsulas de rocío. ¿Viste
acaso sus dedos arrugados, su mirada
de profunda molestia
cuando te levantabas en mitad
de la noche a partir un
pan con las manos? Te miraban
en silencio cuando los hormigueros
se alimentaban de las mascotas
enterradas los años anteriores.

En casa tu ánimo se
replegaba con el temple de
las aguas al mediodía.
Siempre silencioso a paso
de culebra hasta el dormitorio
compartido. Pero tu abuela
llevaba siempre un puñado
de porotos para jugar
lotería con el menor y
el deseo de hablar de los tranvías
de sangre. De su abuelo que medía
dos metros quince. De su tía abuela que
en los hombros de alguien mayor
vio entrar a Baquedano a Santiago.

La luz llena de fiebre
escurría por las cabezas
y comías ansioso las
pantrucas. Qué tanto pasaba
en ese tiempo. Mientras
tu mamá compraba fardos
de ropa para vender y tu
papá repartía pan en
las mañanas.

Se guardaban las distancias,
conveniente es no repartir culpas
tampoco plata tampoco
información. En una casa —te dijeron—
hay que crecer con sencillez con
elegancia y altruismo: «Pon la otra
mejilla pero sin ser aweonao».
Tú repasabas de memoria la bolsa
cristiana de valores, todos aprendidos
de la mano de tu hermano muerto. Tu mamá
lo esperaba colgando el teléfono
a los verdugos de la morosidad. Ella
lloraba con amargura. Tenía el ceño
fruncido bajo el poder
de la ruina. Una línea gruesa
en la frente que detenía las embarcaciones
de sudor. La abrazaste bajo
la luz blanca. Ella creía que la
vida se soluciona con más
vida. Ese lactante es un recuerdo sin color
de ojos ni dientes de leche. A veces
—sabes bien— tu mamá sueña
con él. Todas las noches lleva una cara
distinta. En el sueño se toca
el pecho con un dedo como preguntando si
acaso él. Para ella el dolor
se volvió un eco. También los
lugares de ese día. ¿Quién pone una
clínica al frente de un liceo? Como señalando
ese traspaso subterráneo, un remar sobre
el cemento al alcance del color del semáforo.
Ahí mismo, en el Sewell, donde
terminó tu amigo Wasti —que en realidad
nunca te agradó mucho—, los escolares
juntaban la plata de sus pasajes, compraban
un poco de marihuana y se iban en
pareja a dormir siesta a la Plaza
de los Enamorados. Se hacían
piecito y saltaban la
pandereta. Cruzaban en el silencio
ilegítimo del patio en las horas
de clase y se perdían entre
los autos y sus tubos
de escape cortados.

Autor: Maximiliano Díaz Troncoso.

Título: Bajo la bandera del ocio.

Editorial: Overol Ediciones.

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