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Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan

Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan

Françoise Sagan tenía dieciocho años cuando, en 1954, publicó una novela que no solo habría de convertirse en un éxito de ventas, sino también en una obra de culto que todavía hoy sirve para explicar las tensiones generacionales y los dilemas existenciales de la juventud.

En Zenda adelantamos las primeras páginas de Buenos días, tristeza (Tusquets), de Françoise Sagan.

***

Capítulo primero

A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre, de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me pro duce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan solo conocía el tedio, el pesar, con menor frecuencia el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.

Aquel verano, yo tenía diecisiete años y era completamente feliz. Los «demás» eran mi padre y Elsa, su amante. Antes que nada, quiero explicar esa situación, que puede parecer falsa. Mi padre tenía cuarenta años y era viudo desde hacía quince. Era un hombre todavía joven, lleno de vitalidad, de posibilidades, y, cuando salí del internado, dos años antes, no me costó entender que viviese con una mujer. Más difícil me resultó aceptar que tu viese una distinta ¡cada seis meses! Pero pronto su encanto, esa vida novedosa y fácil, y mi propia predisposición me llevaron a adaptarme. Era un hombre despreocupado, hábil en los negocios, siempre curioso y enseguida cansado, que gustaba a las mujeres. Lo quise de inmediato, y de todo corazón, porque era bueno, generoso, alegre y cariñosísimo conmigo. No cabía imaginar mejor amigo ni más jovial. En los inicios de aquel verano extremó su amabilidad hasta preguntarme si la compañía de Elsa, su amante de turno, me importunaría durante las vacaciones. No pude por menos que animarle, pues sabía que necesitaba a las mujeres y que, por otra parte, Elsa no supondría estorbo alguno para nosotros. Era una chica alta y pelirroja, entre galante y mundana, que hacía de extra en los estudios y se exhibía en los bares de los Campos Elíseos. Era simpática, bastante simple y no tenía pretensiones serias. Además, demasiado contentos estábamos ambos de marcharnos como para poner la menor traba a lo que fuese. Mi padre había alquilado, en el Mediterráneo, una gran casa con jardín, blanca, apartada, preciosa, con la que soñábamos desde los primeros calores de junio. Se alzaba sobre un promontorio, dominando el mar, rodeada por un pinar que la ocultaba desde la carretera. Un sendero descendía hasta una cala dora da, bordeada de rocas rojizas, donde se mecía el mar.

Los primeros días fueron espléndidos. Pasábamos horas en la playa, achicharrados bajo el sol, bronceándonos poco a poco y adquiriendo un color sano y dorado, salvo Elsa, cuya piel se ponía roja y acababa pelándose entre dolores tremendos. Mi padre se dedicaba a complicados ejercicios con las piernas para eliminar un amago de barriga in compatible con su condición de don juan. Tan pronto amanecía, me iba al agua, un agua fresca y límpida en la que me sumergía, en la que me agotaba haciendo mil movimientos para purificar me de las sombras y el polvo de París. Me tumbaba después en la arena, cogía un puñado, lo dejaba escurrir entre los dedos y la arena caía en una lluvia amarillenta y suave. Pensaba que se escapaba como el tiempo, que eso era una idea fácil y que resultaba grato tener ideas fáciles. Era verano.

El sexto día, vi a Cyril por primera vez. Iba costeando con una pequeña embarcación de vela y zozobró delante de nuestra cala. Lo ayudé a recuperar sus cosas y, entre risas, me enteré de que se llamaba Cyril, era estudiante de Derecho y pasaba las vacaciones con su madre en una casa cercana. Tenía un rostro latino, muy moreno, muy abierto, con algo equilibrado, protector, que me gustó. Con todo, yo huía de esos estudiantes universitarios, brutales, preocupados por sí mismos, sobre todo por su juventud, en la que encontraban tema para un drama o pretexto para su hastío. Prefería con mucho a los amigos de mi padre, cuarentones que me hablaban con cortesía y cariño, que me trataban con la dulzura de padres y amantes. Pero Cyril me gustó. Era alto y a ratos guapo, de una belleza que inspiraba confianza. Sin compartir con mi padre esa aversión por la fealdad que nos llevaba con frecuencia a alternar con gente estúpida, yo experimentaba frente a las personas desprovistas de todo encanto físico una especie de apuro, de vacío; esa resignación de algunos a no agradar se me antojaba una tara des honrosa. Porque ¿qué buscábamos, sino agradar? Todavía no sé hoy si ese afán de conquista no oculta un exceso de vitalidad, un deseo de dominio o la necesidad furtiva, inconfesada, de sentir se seguro de uno mismo, amparado.

Cyril, al despedirse, se ofreció a enseñarme a navegar a vela.

Regresé a cenar, sin poder apartarlo de mi pensamiento, y no participé, o muy poco, en la conversación; apenas reparé en lo nervioso que estaba mi padre. Después de cenar, nos tumbamos en unas hamacas, en la terraza, como todas las no ches. El cielo estaba cuajado de estrellas. Yo las miraba, esperando vagamente que se desprendieran y comenzasen a surcar el cielo en su caída. Pero solo estábamos a principios de julio y no se movían. En la grava de la terraza cantaban las cigarras. Debían de ser miles, y estar ebrias de calor y de luna para lanzar ese estridente grito durante noches enteras. Me habían explicado que se limitaban a frotar los élitros, pero prefería creer en aquel canto gutural, instintivo, como el de los gatos en celo. Se estaba bien. Tan solo unos granitos de arena entre la piel y la camisa me impedían sucumbir a las suaves acometidas del sueño. Fue entonces cuando mi padre carraspeó y se incorporó en la hamaca.

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Autor: Françoise Sagan. Título: Buenos días, tristeza. Traducción: Javier Albiñana. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros

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