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Carta a Carlos Bousoño

Querido y admirado profesor:

Sólo pude disfrutar de un curso de tus enseñanzas, un curso de relación contigo, pero debo decir que esos meses dejaron honda huella en mí, y que los disfruté muchísimo, con toda la conciencia de que estaba experimentando algo grande, algo importante en mi vida.

Hace poco he escrito y publicado, en la revista Zenda, un artículo sobre ti y sobre aquella época, “Mi admirado profesor Carlos Bousoño”, y no quiero repetirme, aunque supongo que algo sí que diré de nuevo, porque uno no puede inventar emociones, ni aprendizajes ni, insisto, experiencias. Son lo que son.

Yo disfruté mucho, sí, escuchándote en tus clases en la Real Academia Española, en Madrid. Para mí fue increíble, no exagero, poder asistir a esas clases en lo que yo consideraba un verdadero templo. Lo que digo en mi artículo, todo lo que digo, es cierto. Por ejemplo, que iba encantado, en primavera, tardes soleadas, por el Paseo del Prado, a tus clases, al encuentro con el maestro, con la Poesía, con la Literatura. Tengo claros recuerdos de la lucidez con la que hablabas de los poetas, de sus versos, de tus recuerdos, y cómo convertías las clases en un tiempo y un espacio muy agradables, espacio y tiempo en los que todos, tus alumnos, podíamos participar sin miedo, gozosamente.

"Eran verdaderas enseñanzas tuyas, aunque ahora las presente aquí como anécdotas, como muestras"

Me acuerdo por ejemplo de que en una ocasión salió el tema de la genialidad, y dije que en mi opinión la genialidad estaba relacionada con la locura, con la enfermedad mental. Recuerdo que tú no estabas de acuerdo con esta idea y que decías que una obra genial era una obra sobrehumana, una obra en la que su autor había hecho algo que estaba más allá de la capacidad humana. Tampoco es que yo sostenga hoy lo que dije en aquel momento, pero lo dije.

Me acuerdo también que decías —lo recuerdo muy bien— que a un escritor había que juzgarlo por su mejor obra, no por la media de todas sus obras. Me acuerdo, y voy tomando del libro de los recuerdos —Fernando Sánchez Dragó decía que los recuerdos eran como cerezas, que tomábamos una y salía otra, y luego otra…— que decías que Juan Ramón Jiménez pensaba que la gloria era como una tarta, y que si le daba un trozo más grande a alguien él se quedaba con menos tarta. Nunca olvidaré estas ideas, estas anécdotas, tan cargadas de vida y de inteligencia. Eran verdaderas enseñanzas tuyas, aunque ahora las presente aquí como anécdotas, como muestras.

Me gustaba participar en tus clases, dar mis opiniones. Me gustaba mucho; lo hacía con naturalidad, sin el menor esfuerzo. Me sentía invitado a ello por tu actitud como profesor y poeta, y por el ambiente que creabas. Además, mientras se desarrolló tu curso iba leyendo la estupenda Antología que hizo sobre tu poesía, para Austral, Alejandro Duque Amusco, y también tu magna Teoría de la expresión poética, de la que tanto aprendí entonces, y que todavía hoy sigue siendo uno de mis libros favoritos, no de los tuyos, de cualquier autor.

"Creo mucho, precisamente, en los libros como motivo de diversión, enorme diversión, y de aprendizaje, enorme aprendizaje, pero también reconozco que profesores como tú son algo insustituible"

Aún ahora estos libros, y otros, me rodean al escribir esta carta, esta carta más allá de la vida y de la muerte, más allá, como tú magistralmente dijiste, de la “primavera de la muerte”. Un escritor es inmortal mientras sus libros sean abiertos y disfrutados, o quizá, simplemente, mientras existan ejemplares de esos libros, aunque sean  pocos, aunque sea uno, aguardando pacientemente su momento, como escribí en otro lugar. Tal vez un escritor es inmortal mientras lata su recuerdo, aunque no se le recuerde en ese instante, porque puede volver del olvido… El olvido puede ser una estancia provisional.

Creo mucho, precisamente, en los libros como motivo de diversión, enorme diversión, y de aprendizaje, enorme aprendizaje, pero también reconozco que profesores como tú son algo insustituible, y que aunque yo leyera todos tus libros, me temo, eso palidecería respecto al hecho de haberte tenido como profesor, y de todo lo que me enseñaste, o lo que yo aprendí de ti, que acaso no sea exactamente lo mismo. En cualquier caso creo que tus lecciones y tus libros son complementarios; así se me aparece a mí en estos momentos, y así se me aparece cuando reviso tus libros.

Fuiste uno de los mejores profesores que he tenido en mi vida, sin duda, siendo muy diferente al resto, y es verdad que yo me matriculé en tu curso guiado en buena parte por tu fama y por tu prestigio, pero tampoco me parece malo nada de esto, pues bien ganado te lo tenías.

La verdad es que las propias clases, mi entusiasmo, y lo que yo notaba que aprendía, me fueron confirmando cómo en absoluto me había equivocado al elegirte como profesor. Durante la carrera tuve buenos profesores, muy buenos, y algunos excelentes, pero debo decir que un profesor como tú, de tu perfil y características, no lo había tenido nunca y ya no lo tendría nunca más. Y no quiero desmerecer a los maravillosos profesores que he tenido —incluso a los que me gustaron menos, porque también a ellos les estoy agradecido—. A mí me gustaban mucho los profesores escritores, los profesores que escribían libros, como Antonio Prieto y Fanny Rubio, y que incluso colaboraban en prensa. Ese perfil me fascinaba, y no era tampoco tan frecuente en la Facultad.

"Creaste literatura en tus poemas, magníficamente, y magníficamente supiste dialogar con ella"

Tus libros me maravillaban, y en todo lo que decías se transparentaba la experiencia poética, como lector, como poeta y como amigo de poetas, así como sucedía en tus libros teóricos, que tanto me atrajeron desde el principio. Por supuesto, tus premios, el Nacional de las Letras (1993), o el Premio Príncipe de Asturias (1995), por ejemplo, me impresionaban mucho. Recuerdo ver en televisión, en una cafetería, con una amiga, una tarde de otoño, cómo el príncipe Felipe te daba el premio en el teatro Campoamor de Oviedo, en esta misma mágica ciudad en la que yo leo ahora esta carta.

Recuerdo que Borges decía que los clásicos eran libros que leíamos con especial fervor, animados por lo que previamente nos había llegado sobre ellos. Creo que esta era la idea que nos quería transmitir Borges. Pues bien, esto, o algo muy parecido, fue lo que me llevó en su día, allá por el año 1999, a elegirte como uno de mis profesores de doctorado, y luego a leer tus libros.

Para terminar, mi admirado y querido Carlos, diré que el que yo esté aquí es un honor inmerecido que agradezco grandemente y que ya guardo en mi corazón, mi corazón de escritor y de gran amante de la literatura, quizá de poeta, como me dice bastante Ruth, tu mujer, gran amante de la literatura y poeta como lo eras tú, como siempre lo fuiste tú. Creaste literatura en tus poemas, magníficamente, y magníficamente supiste dialogar con ella, con la literatura, para desentrañarla en tus libros teóricos y en tus clases y conferencias. Para mí esos libros teóricos tienen la importancia de la mejor literatura, si acaso no son literatura, otro tipo de literatura, otro género literario. Por todo ello, querido y admirado profesor, querido Carlos, te doy humildemente, muy calurosamente, las gracias.

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Este texto fue leído por su autor el día 24 de octubre de 2023 en Oviedo, en la Biblioteca Ramón Pérez de Ayala, dentro de los actos de homenaje a Carlos Bousoño por los 100 años de su nacimiento.

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