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Carta de respuesta a Árboles frutales

Carta de respuesta a Árboles frutales

Queridas y queridos corresponsales:

Me gustaría responder hoy a las cartas que recibí de vosotros por internet hace un año, cuando empezó la pandemia, y que ahora he vuelto a leer en el libro publicado por la editorial Dieciséis. Y empezaré diciéndoos que tengo en casa un almendro, un almendro chiquitín que crece en un tiesto y es como el príncipe Segismundo de los arbolitos: ignora de dónde procede, vive apartado de los suyos, preso en una maceta de plástico, expuesto a los vientos fríos que bajan de la sierra. Sin embargo, cuando llega el mes de febrero, con un entusiasmo insensato, se atolondra y florece. Florece, diría yo, como quien recita el más hermoso de los monólogos teatrales, con arrebatados versos calderonianos, y parece proclamar la victoria de la luz sobre las tinieblas (eso simbolizaba febrero ya en la Antigüedad, cuando se celebraban procesiones de antorchas). En cierto modo, florecer es también una forma de arder.

"Luego llegó marzo y su luz fue muy distinta: se pareció más al foco que deslumbra a un animal nocturno que cruza una carretera y lo paraliza antes de ser atropellado"

Ese triunfo de la claridad de febrero duró poco en 2020. Luego llegó marzo y su luz fue muy distinta: se pareció más al foco que deslumbra a un animal nocturno que cruza una carretera y lo paraliza antes de ser atropellado (Clara Nuño usó esta imagen en su carta). Así que nos arrolló la pandemia, que hasta entonces nos había parecido leve y lejana; todo se entenebreció y nos encerramos en casa. Las calles se vaciaron mientras hospitales y morgues se llenaban. En muy poco tiempo, nuestra percepción de la vida cambió. Y fue durante aquel primer y severo confinamiento cuando empezaron a publicarse en internet vuestras cartas, con el título general de «Árboles frutales». Yo las esperaba curioso cada día y las leía al lado de mi almendro, el árbol frutal que tengo más cerca, como si él también fuera, por alusiones, destinatario de las misivas. Pese a vuestra juventud, pronto tuve la impresión de que mi vida se parecía mucho a las vuestras, que me identificaba con las noticias, reflexiones, preocupaciones y recuerdos que compartíais, como si yo perteneciera a vuestra generación y no, en realidad, a la que tenía —y mantiene— el poder en España (por ejemplo, nací el mismo año que la reina Letizia y el presidente del gobierno, y un año después que el gobernador del Banco de España; les miro y pienso: ¿pero en qué he malgastado yo mis días? ¿Y qué ha sido de mi pelo?). Me interesó mucho conocer vuestras lecturas y seguir la pista de las músicas y películas que citabais, a veces para descubrir nuevos artistas, otras para comprobar que algunos de los que yo más aprecio siguen vigentes entre vosotros (me alegró mucho leer elogios a Éric Rohmer: en su cine encuentro siempre la vibración de la felicidad, la belleza y la inteligencia). En aquellos días, a falta de vacuna, la cultura pareció convertirse en un primer paliativo de la pandemia: Vicente Monroy, en su carta, comparaba el acopio compulsivo de papel higiénico de entonces con la furia con la que también acumulábamos libros, películas o series.

La verdad es que fue una correspondencia extraña. En otro contexto, muchas de vuestras aportaciones difícilmente se habrían calificado de cartas y habrían pasado por cuentos o testimonios quizá ficcionados (con tono social, como el texto de Luis García Luque, o confesional, como el de Aida González Rossi) o incluso puros ensayos (como el de Francisco Javier Navarro Prieto), y esto le da riqueza y variedad al libro. Algunos sí guardabais ciertas convenciones epistolares, os dirigíais expresamente a alguien, precedido del «querido» o «estimado» habituales: «Querido Benot», comenzaba Pablo Caldera; «Querido Adrián», decía Luna Miguel en su paradójica (y estupenda) carta de rechazo a participar en el proyecto; «Querido Álvaro», escribió Margot Rot; «Querido Y», señalaba Jorge Salanova; «Querido hombre», empezaba misteriosamente Carla Nyman… Laura Villar Gómez confesaba que no se dirigía a nadie en concreto («No sé bien a quién le escribo. No sé bien para qué») y muchos otros eludíais el destinatario o parecíais confiar encontrarlo en la multitud azarosa que puebla internet.

"Qué importantes fueron durante aquellos días las ventanas, no solo para escribir sino también para sentir que no vivíamos en una cárcel o en una eterna sala de espera"

A diferencia de la correspondencia tradicional, en la que lo primero que se escribe es la fecha, vuestras cartas aparecen ahora en el libro sin datar (aunque algunos hacéis alusiones temporales, como Marina Téllez, que parece compartir su diario íntimo). Esto me ha hecho pensar que, dentro de mucho tiempo, si llegamos a tener una vida larga, quizá nos preguntemos: ¿En qué año empezó la epidemia del coronavirus? ¿En 2019? ¿2025? Y tendremos que echar cuentas y buscar hitos en el pasado que nos orienten. Es posible que entonces muchas cosas hoy cotidianas sean ya verdaderas antiguallas. María Trapero se proponía escribir cartas a mano, que pudieran ser mataselladas. Yo me imagino que, en el futuro, la palabra «matasellos» sonará a los jóvenes tan remota como ahora «polisón» o «fíbula».

Me interesaron mucho las reflexiones literarias. Para Rosa Berbel (la primera en enviar su carta) la poesía es un «remanso cotidiano, un encuentro con lo ajeno y una posibilidad de comprensión del mundo», y todo eso se veía alterado con el encierro, el estado de alarma y la preocupación sanitaria y económica, por lo que solo podía escribir versos sueltos. Otro poeta, Guillermo Marco Remón afirmaba: «Mi mesa no da a la calle y lo noto mucho en mis poemas». Al leer ahora los versos que Juan Gallego Benot incluyó en su carta, intento adivinar si los escribió con vistas a la calle o a un patio interior. Qué importantes fueron durante aquellos días las ventanas, no solo para escribir sino también para sentir que no vivíamos en una cárcel o en una eterna sala de espera, como le sucedía a Adrián Fauro. Mayte Martín escribió sobre cómo algunas casas se volvieron prisiones tristes e incómodas, e Irati Iturritza Errea contó que desde su habitación en Hegdehaugsveien, donde estaba confinada, solo veía un triste patio de luces. En muchos textos hay añoranza de la naturaleza, de los espacios exteriores. Ismael Ramos imaginaba que se estarían borrando los senderos del Camino de Santiago que ahora no transitaban los peregrinos. Tania López, acostumbrada a vivir aislada y lejos de las urbes, veía florecer los árboles y se alegraba por la presencia de colirrojos, gorriones y cigüeñas. Rubén Ajaú se propuso pedir una planta a cada persona que apreciaba para tener un recuerdo vivo de cada una de ellas en su casa. La naturaleza pareció intentar recobrar su terreno durante aquel mes de marzo. En mi barrio llegamos a ver jabalíes; en las calles solo se oían los cantos de los mirlos (y las sirenas de las ambulancias). A mi terraza venía una urraca que se paseaba ufana, como si fuera la dueña.

Las cartas se escriben para comunicarnos a distancia, aunque a veces sea difícil expresar cabalmente lo que se siente o desea. Karmele Ustarroz decía: «No sé hablar de muchas cosas, pero sé que puedo querer; no podría nunca hablar sobre el amor, pero sé que puedo amar». Elizabeth Duval confesaba: «Escribo para mí misma, ante todo: nadie me va a leer como quiero que me lean, porque sólo yo sé leerme como quiero ser leída». Celia P. afirmaba casi lo contrario: «No escribo sobre mí. Nada de lo que escriba se acercará a lo que quiero decir».

Vuestros textos, leídos ahora, tienen un valor documental añadido y dan testimonio de los nuevos hábitos que adquirimos hace un año: lavarnos las manos continuamente, usar mascarilla y  gel hidroalcohólico, relacionarnos con los demás por videoconferencia… Hacer la compra se convirtió en casi la única posibilidad de salir a la calle, y eso se refleja también en las cartas (Mercadona aparece en varias, como en la de Izabella Kuznetsova). La pandemia cambió hasta nuestra forma de soñar: Sara Engra Minaya contaba que, antes, solía tener pesadillas en las que huía de algún peligro, pero con la pandemia había empezado a soñar con guantes de plástico…

"Junto al árbol, al sol de marzo de 2021, he vuelto a leer vuestras cartas. El libro me parece también un fruto más del tiempo"

Y cambiaron también nuestras relaciones amorosas y familiares. Algunas parejas se vieron separadas porque vivían en casas o ciudades diferentes; Pablo Caldera, por ejemplo, añoraba la intimidad con su novio («Espero que sigas siendo el mismo que come pan con azúcar por las mañanas», le decía). Clara Giménez Lorenzo contaba cómo el confinamiento coincidió con el día en que rompía una relación y Víctor Soho reflexionaba sobre las relaciones de amistad y sexo con desconocidos por internet y la comunicación casi mística (misteriosa, intensa) que se consigue con ellos («Olvidando la razón, uno lo confiesa todo en los brazos de un ser amado»). El propio lenguaje, como todo en aquellos días, se volvió sospechoso de estar contaminado. A Lola Domínguez Sabater le pasaba desde antes del estado de alarma; Andrea Bescós decía: «Hace unas semanas que no logro moldear la palabra ‘amor’ sin pensar en ‘enfermedad’».

En muchas de vuestras evocaciones de la infancia aparecen recuerdos familiares, como sucede en las cartas muy íntimas de Rodrigo García Marina, Luis Díaz o Andrea Abreu, quien recordaba a su madre enfrentándose a un incendio con una manguerita, diciendo: «Sus, yo nunca pensé que nos iba a pasar esto» (ahora todos repetimos frases parecidas: «¡Ay!, ¿quién iba a imaginar que viviríamos algo así?»). La pandemia os obligó a algunos a volver al hogar familiar y a recuperar la convivencia cotidiana con vuestros padres. Jesús Castro Yáñez decía con humor: «Mamá dice que si ‘esta situación’ durase para siempre ella sería la mujer más feliz del mundo, estando nosotros aquí». Alexandra Sumska escribía: «Ah, mi madre, mamá, mamochka dorogaya, eres bondadosa, pero con tu bondad siempre dirigida en la dirección equivocada». Los abuelos aparecen rememorados muy elocuentemente por Javier de la Morena o Noah Benalal y, al final de la correspondencia, quizá como una materialización de tanta evocación familiar, aparece una carta de Juan Carlos Viéitez, padre del promotor y antólogo del proyecto, Adrián Viéitez. Otra Viéitez, Paula, se encarga de las ilustraciones del libro, completadas con un dibujo de Andrea Reyes. La cubierta es una delicada imagen de Iraia Kareaga.

Este año mi almendro, por primera vez en su vida, va a dar fruto. De sus ramas cuelgan ahora unas almendritas tiernas. Junto al árbol, al sol de marzo de 2021, he vuelto a leer vuestras cartas. El libro me parece también un fruto más del tiempo, como esas almendras.

Espero que estéis muy bien al recibo de esta. Mucho ánimo, mucha suerte, mucha salud. Seguid escribiendo, por favor.

Y recibid un abrazo muy fuerte.

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